GUERRILLEROS DEL LENGUAJE, CORRUPTORES DE LA GENTE
Guerrilleros del lenguaje,
corruptores de la gente
– Parte 1
Deploramos al murmurador, al que habla mal de otro a sus espaldas, al
que difunde versiones no confirmadas, al que revela lo privado sin
necesidad pública. Pero hay otro cáncer de la sociedad que es el
profesor, el periodista, el abogado, el docente cuando hablan desde un lenguaje contaminado e intoxicado por la ideología. Incluso el médico.
La pragmática es aquella rama de la
lingüística que estudia el significado de las palabras, los textos,
discursos y argumentaciones, en un contexto determinado, considerando
sobre todo cómo los elementos extralingüísticos y “las situaciones
comunicativas” determinan o influyen notoriamente sobre la
interpretación de esas palabras.
Así, por ejemplo, desde la pragmática se puede analizar el efecto que –dado determinado contexto– los vocablos tienen en las personas.
Ese efecto puede ser en la mente (moviendo a quien lee o escucha a
incorporar determinada afirmación) o en la conducta, moviendo al otro a
realizar una acción.
Pongamos el caso de lo que pasa con la locución Muerte Digna.
El impacto que tenga estas palabras en nuestros oídos será muy distinto
según el contexto: si tenemos un familiar postrado muy probablemente
no sentiremos ni entenderemos las mismas cosas. Por supuesto, a pesar de
todo, “muerte digna” suena mejor que “eutanasia”, y escuchar la primera
opción de boca de un médico –nada menos– es más tranquilizante para la
pobre familia que hace meses, quizá años, tiene postrado a un ser
querido, amigo o pariente.
“Creo en la calidad de vida y no en la extensión” puede
decir el doctor, y no yerra al pronunciar esas palabras. No al menos si
se las toma literalmente. En efecto, hay que tener mucha maldad para
desear a alguien una muerte sin dignidad. Pero lo cierto es que, en la
actualidad, hay que tener cuidado con estos “buenos deseos”, hay que
filtrarlos, hacerlos pasar por un examen. Porque de lo que se trata no
es sólo “de las palabras” en su comprensión literal e inmediata sino de aquello a lo que estas remiten;
de lo que se trata sobre todo es de aquellas acciones a donde –por
poner un ejemplo– quien pronuncia “muerte digna” nos quiere llevar.
El indicio más claro de que algo huele mal con “muerte digna” es que
médicos y abogados no explican casi nunca las cosas con claridad, y
apelan a frases o giros que, cual anestesias morales, simplemente
consuelan a la familia –ya de por sí vulnerable ante una situación
extrema– de que así será mejor para que la persona “no sufra
más”. Por eso al toro hay que tomarlo por las astas mucho antes, cuando
no estamos todavía en esa situación dramática, e informarnos
debidamente.
Vayamos a eso, y el lector mismo podrá comparar este artículo con lo
que haya oído por parte de los médicos o del abogado que le contó que
hoy, por fortuna, en la Argentina existe “la muerte digna”.
Empecemos definiendo con claridad las palabras.
Provocar la muerte de una persona inocente es un asesinato,
y los dolores extremos que pueda estar sufriendo –dolores que no le
deseamos a nadie– no cambian esta verdad, dura como la piedra. Ahora
bien, tampoco negaremos que vivir postrados por una enfermedad durante
meses es algo espantoso para la persona y, sobre todo, para la familia y
sus amigos. Cuando las perspectivas de recuperación son tan escasas,
cuando el tiempo de internación no deja de extenderse, cuando el
desgaste del cuerpo de nuestro ser querido y el impacto de la enfermedad
o malestar lo resiente tanto, por la cabeza de cualquiera puede pasar
el pensamiento de que Dios se lo lleve en paz y cuanto antes.
Pero por otro lado está el valor de la vida, no somos los dueños de
ella, ni de la propia ni de la ajena. No podemos matar, mucho menos el
médico quien expresamente juró abstenerse de utilizar su ciencia para
provocar la muerte: acabar con su sufrimiento acabando con la persona no
es una alternativa, dado que un fin bueno no justifica el uso de medios
criminales.
Estos casos límite, sin embargo, pueden ser resueltos a la luz de
otro principio –propio de la ética y, concretamente, de la ética médica–
que permite vislumbrar la salida a este atolladero: el principio de la proporcionalidad.
En efecto, si para alargarle la vida apenas unas semanas a mi abuelo,
que ya tiene varios meses de internación, debo consentir que se le
realice un tratamiento que lo hará sufrir indescriptiblemente y que
arrojará una pequeña extensión de la vida, ¿no estaremos acaso fallando
con los medios? El medio es muy cruento y el fin que se obtendrá es, con
toda probabilidad, magro. En circunstancias así, desde la ética médica
se considera lícito no procurar el sostenimiento de la vida más allá de
sus posibilidades naturales que el propio cuerpo pueda ofrecer. Como
consecuencia, no es obligatorio procurar el mantenimiento de la vida más
allá de sostener las funciones vitales.
Pero atención: esto no es eutanasia. Porque
eutanasia es matar, y matar es una acción positiva contra la vida de un
individuo, es hacer algo para que muera. Ahora bien, no procurar el
mantenimiento de la vida con instrumentos excesivos es una cosa;
realizar una acción positiva contra la vida es otra. La primera es un
“no hacer”, la segunda es un “hacer”. Cuando el médico deja a Dios ser
Dios, entonces simplemente procura sostener las funciones vitales de la
persona, sin lo cual moriría irremediablemente. Quitar lo vital es el
equivalente a matar (porque el nexo es necesario), pero no procurar
aquello que sobrepasa lo vital no es matar aunque se pueda prever un
desenlace fatal que, sin ser buscado, es tolerado en atención a las
circunstancias extraordinarias. Pero tampoco es eutanasia, no es un
asesinato. Es dejar que la naturaleza siga su curso, luego –por
supuesto– de que se hayan agotado todos los medios lícitos y
proporcionadamente eficaces.
Pero a los guerrilleros del lenguaje no les importa esto.
No les importa entenderlo, ni explicarlo, ni traer a las familias la paz de la verdad en la justicia.
Actúan, y se nota, como simples repartidores de anestesias: venga,
pase, y le doy gratuitamente un comprimido de retórica vacía sobre
muerte digna, para que yo pueda matar a su familiar, usar la cama para
otra persona y usted se vaya tranquilo a su casa creyendo que es bueno.
Cuando no explican claramente, atención, porque es muy posible que estén engañando.
El complejo drama moral que acabamos de describir es barrido de un
plumazo por el uso sistemático y a-lógico de la palabra “muerte digna”. Queremos que los pacientes no sufran, queremos que mueran dignamente. Nobles palabras que pueden esconder una oscura intención: la de convertir al médico en un dios,
con potestad suficiente para decidir sobre cuánto debe vivir esa madre,
ese abuelo, ese joven. Con el Poder sobre la Vida y la Muerte, sustrayendo –una vez más– el fruto del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal.
Así, deificados ya el médico asesino y el abogado sofista, uno puede
aplicar la eutanasia y quitarle la vida a una persona en estado
terminal, indefensa. El abogado, por su lado, invoca el nuevo Código
Civil y Comercial, etiqueta esta acción con el molde de “muerte digna”
en vez de “eutanasia” para –conocedor de la pragmática– suprimir las
dudas de conciencia y que no suene mal. Las películas o series de
Netflix hacen el resto, y entonces tenemos un asesinato que se realiza
en nombre de la misericordia. Se ha manipulado la culpa de esa hija
doliente, de ese hermano que sufría por ver a su hermano en coma, y se
la ha asestado el golpe mortal al enfermo. Se ha adelantado la muerte de
un inocente, y las perversas racionalizaciones están a la orden del
día.
Ese es el poder de la palabra cuando obedece al Reino de las Tinieblas.
Afortunadamente, la Iglesia misma definió –con autoridad infalible–
que la eutanasia es un pecado mortal, y basta. Así consta en el
documento Evangelium Vitae, de Juan Pablo II, n° 57 y, especialmente, en
el n° 65: “de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en
comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en
cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona
humana”. Los fieles ya tienen la respuesta por adelantado, por fe en
Dios –el único Infalible– pero luego deben ejercitar su razón, estudiar,
para llegar a la misma conclusión pero por el laborioso camino del
raciocinio. Porque lo que Dios revela a través del Magisterio de la
Iglesia nunca contradice –no puede contradecir– aquellas verdades
racionales.
La realidad del dolor, consecuencia del pecado, por momentos desafía
ciertamente nuestra razón porque la inteligencia humana tiene por objeto
el bien, el ser. Pero el pecado, el mal y en cierta medida también el
dolor son un no-ser, reacios a la captación intelectual directa. Sin
embargo, Nuestro Señor con su Dolor le da sentido al dolor humano. Esta
es la salida a las encrucijadas en las que la falsa ciencia médica o
jurídica nos ha colocado: aceptar el dolor como voluntad de Dios, y
entender que éste no tiene la última palabra.