“Más que un crimen, ha sido un error”. Por Vicente Massot
Es verdad que el Frente de Todos semeja,
en punto a sus diferencias ideológicas y estratégicas, una verdadera
bolsa de gatos. También lo es que ese mosaico variopinto, comandado a
medias por Alberto Fernández y a medias por Cristina Kirchner, llevó al
gobierno a muchos improvisados. El realismo mágico tiene estas cosas. Un
dignísimo librero de la localidad de San Isidro transformado, de la
noche a la mañana, en jefe de gabinete. Un dirigente que jamás se
interesó por los asuntos exteriores del país y no es capaz siquiera de
balbucear una palabra del idioma inglés, nombrado canciller.
Un
advenedizo de largo aliento, que de la ANSES sabía lo mismo que Marcelo
Tinelli de la pobreza, puesto a administrar la política previsional. La
lista es tan extensa que sería imposible publicarla completa. Con
ministerios loteados, lealtades cruzadas y una predisposición por
hacerse de las cajas del Estado al alcancede la mano, no resulta
sorprendente que los kirchneristas se choquen entre sí en los pasillos.
Pero aun siendo esto conocido, nada quita que el principal responsable
de cuanto estamos viviendo sea el presidente de la República. Lo que ha
quedado expuesto, a la vista de todos, es su falta de estatura para
ordenar el espacio del cual es el jefe —la administración pública— y
dejar en claro quién manda.
A principios de su gestión y con motivo
de la polémica entablada respecto de si había o no en la Argentina
presos políticos, la inefable Graciana Peñafort lo cruzó como si fuese
el presidente del club de bochas del Río Salí. Acto seguido, le tocó el
turno a Sergio Berni. La Casa Rosada hizo mutis por el foro. Más tarde,
el secretario de Derechos Humanos de la Nación, Horacio Pietragalla, sin
pedir permiso ni adelantarle a su superior jerárquico el paso que
pensaba dar, solicitó el beneficio de la prisión domiciliaria para
Ricardo Jaime, ex–secretario de Transportes, condenado por la tragedia
de Once. El presidente se enteró del pedido por los diarios y lo convocó
a su despacho para que le explicara lo inexplicable. Terminada la
reunión, respaldó lo actuado por su subordinado. Claro que, las
mencionadas, resultaron meras anécdotas comparadas con lo que acaba de
suceder. Una vez puede atribuirse el fenómeno a la casualidad. La
segunda, a una coincidencia. Si, en cambio, el dato se repite sin
solución de continuidad, hay que buscar otra explicación. Vayamos a
cuentas.
El gobierno sabía que, desde el mes de
diciembre, en La Plata se estudiaba cómo poner en marcha la liberación
de determinados presos para descomprimir el hacinamiento de las cárceles
bonaerenses. Nadie podía ignorar que esa decisión, avalada además por
el colectivo de jueces garantistas de la provincia, no se detendría en
razón de que llevaba el sello de la Corte Suprema provincial y la Cámara
de Casación Penal de ese distrito. Hasta aquí la cuestión era opinable.
Estallada la pandemia, el más elemental sentido común debió inducir a
sus responsables a pensar dos veces en los alcances de la medida. Sin
embargo, en el mismo momento que se pregonaba de cara a la población la
conveniencia del aislamiento y se lo hacía obligatorio, se le concedía
la libertad a asesinos, violadores y secuestradores como si fuesen nenes
de pecho. ¿Cual fue la reacción del presidente? En su condición de
profesor de Derecho dijo, a comienzos del entuerto, que estaba a favor
de las “libertades restringidas”. Luego, virando en redondo y tras el
estallido de las cacerolas, tomó cierta distancia y expresó que era
conocida su posición contraria a los indultos. Para ese entonces 2900
reclusos —varios de ellos de extrema peligrosidad— gozaban de una
canonjía inaudita.
Como
el escándalo escaló, Alberto Fernández no tuvo mejor idea que
desligarse del asunto recurriendo a un argumento doblemente falso: al
resultar competencia de la Justicia, él no puede hacer nada para
remediarlo. Por de pronto, el viceministro entendido en la materia,
Martín Mena, fue el primer negociador con los reclusos que, habiendo
tomado algunos de los pabellones de la cárcel de Villa Devoto, se
permitieron —ante la pasividad de sus interlocutores— ponerle
condiciones a las autoridades. Salvo que cada uno haga lo que le viene
en gana en esta administración, Mena depende de Marcela Losardo, titular
de la cartera, y ésta —a su vez— del presidente. De modo que Alberto
Fernández conocía lo que se preparaba. Protestar lo contrario es faltar a
la verdad. Pero hay un segundo aspecto de la cuestión, aún más grave.
Si viviésemos en un país con la solidez institucional y la división de
poderes de Suiza, Finlandia o Australia —para poner tres ejemplos, tan
sólo— se entendería que el responsable del Ejecutivo nacional se
excusase de avanzar sobre los territorios de la judicatura. Como estamos
en la Argentina, hubiera bastado un telefonazo rajante a Axel Kicillof,
para que éste le transmitiese al mandamás de turno de la Corte Suprema
bonaerense lo que debía hacer. El sinsentido de la desincriminación
masiva se habría disuelto en cuestión de segundos. Con una ventaja a
favor de Fernández: cualquiera que conozca a los integrantes del máximo
tribunal provincial sabe dónde les aprieta el zapato. Por lo tanto, el
presidente no hubiese corrido ningún riesgo y se habría evitado un
porrazo de película.
Es del caso recordar la frase —desde
entonces famosa— atribuida al ubicuo Talleyrand pero, en rigor, creación
de Fouché, al enterarse del asesinato del duque de Enghien por parte de
Napoleón: “Más que un crimen, ha sido un error”. La idea no es
equiparar al gran corso con el maestro Fernández sino reparar en la
distinción de la moral y la política. La suelta de los delincuentes
resulta un acto inmoral por donde se lo analice. Eso está claro. Ahora
bien, considerado desde una perspectiva específicamente política,
resulta más dañoso. Representa una pifia de proporciones que sólo tiene
explicación con base en la incompetencia del presidente. No supo ver más
allá de sus narices —cuando todo indicaba que era la única decisión que
no podía tomarse en este contexto— y no se animó a desandarla cuando
todavía había tiempo para hacerlo y atemperar así las consecuencias del
hecho.
La falta de reflejos, de la Casa Rosada y
de los funcionarios bonaerenses, resultó colosal. Lograron que más del
80 % de la población argentina se manifestara abiertamente en contra de
la liberación de los presos, unido al hecho de que los cacerolazos se
escucharon esta vez no sólo en Barrio Norte, Palermo y Belgrano sino en
buena parte del AMBA. El repudio cruzó en diagonal a la sociedad sin que
se manifestasen diferencias ningunas entre los ordenancistas y los
progresistas, los pañuelos verdes y los celestes, las gentes de los
barrios acomodados y los de los carenciados. El gobierno se pegó un tiro
a sí mismo y consiguió —aunque parezca increíble— lo que el mejor plan
de la oposición para ponerlo de rodillas no hubiese logrado.
Muchos han creído que el kirchnerismo
más duro le ha colocado en estos días diversos palos en la rueda al jefe
del Estado. Esos analistas suponen, además, que las últimas dos semanas
han sido las peores para un Alberto Fernández que venía haciendo las
cosas razonablemente bien. En realidad los tropiezos y vuelcos
gubernamentales vienen de lejos, y la incidencia del Instituto Patria y
de sus adláteres en la causación de los mismos resulta dudosa. Salvo que
todos los desaguisados del oficialismo se quieran atribuir —por razones
de odio o de comodidad— a la vicepresidente, lo cierto es que ella no
se ha metido de lleno en el manejo de los asuntos diarios del Estado.
Que no pierda la oportunidad de poblar las oficinas públicas con
funcionarios de su máxima confianza no supone un mando en paralelo.
Alberto Fernández no tiene nada que ver con Cámpora ni tampoco con el
improvisado que nombró en una de las dos embajadas más importante de la
Argentina en el mundo, Daniel Scioli. No es un personaje que reciba las
órdenes de la Señora para cumplirlas, con cabeza gacha, a rajatabla. La
cohabitación es una cosa; el cogobierno, otra
El
problema del presidente es que el cargo le queda algo grande. No reside
en su falta de carácter sino en su falta de preparación. Véase lo que
pasó, para dar un ejemplo de los muchos que podrían traerse a comento,
en el plano de la política exterior. Hace dos semanas, poco más o menos,
el secretario de Relaciones Económicas de la cancillería, Jorge Neme,
en una reunión comercial del Mercosur informó que nuestro país se
retiraba de las negociaciones de ese bloque con terceros que no fueran
europeos. Más allá de si la decisión era razonable, lo que resultó
inconcebible es que un subalterno —de segunda categoría— hiciese
semejante anuncio y no hubiera sido el ministro de Relaciones Exteriores
o el mismísimo jefe de Estado el encargado primero de ponerlos en autos
a sus pares del cambio de rumbo de la Argentina, y recién después
hacerlo público. La polvareda que levantó el tema obligó a Alberto
Fernández a tomar el teléfono y limar asperezas con sus iguales de
Uruguay y Paraguay. La jugada pareció la de un elefante en un bazar.
Como quiera que sea, el daño está hecho.
Fuera exagerado considerarlo irreparable, pero que el gobierno ha
dejado jirones de su integridad en el camino no admite discusión. El
caso de las excarcelaciones todavía no ha terminado. Conocida la
decisión tardía y express de la Corte bonaerense, habrá que rezar para
que uno de los tantos desalmados que la irresponsabilidad del garantismo
y la falta de criterio del oficialismo han puesto en la calle, no
vuelvan a violar o matar. Más allá del tema que se halla en boca de
todos, el gobierno tiene entre manos dos problemas que le queman los
dedos: por un lado, la continuación de la cuarentena en medio del
hartazgo general y el derrumbe de la actividad económica; por el otro,
la negociación con los bonistas cuya insatisfacción, analizada la
propuesta de pago argentina, resulta manifiesta.
Ninguno parece tener solución en el
corto plazo. Al aislamiento masivo y obligatorio fue fácil y acertado
entrar, de la misma manera que resulta complicado sacárselo de encima en
los grandes centros urbanos —Capital Federal, Gran Buenos Aires, Gran
Rosario y Gran Córdoba— donde se concentra 80 % de la actividad
económica del país. En cuanto a la deuda con los bonistas, cada día que
pasa gana consenso entre los especialistas la convicciónde que caminamos al borde del precipicio. El default, si finalmente se produce, nos arrastrará aún más abajo de lo que ya hemos caído.
