Pelo engrasado, sudor y olor a anchoas
Paremos
la pelota. Llamarlas feminazis o femibolches no identifica a esta turba
de grelas amachonadas, salvo en su tendencia a destruir algo. Si estas
grelas hubieran hecho algo así bajo los regímenes del loco Adolfo o del
tío Pepe hubieran terminado en Sacksenhausen o en cualquier gulag del
ártico en menos tiempo que se persigna un cura loco.
Esto sucede
acá por algunas razones que nos competen y que deberían avergonzarnos,
entre ellas, la primera, que somos unos cagones de órdago; segundo que
la jerarquía de la Iglesia Católica Argentina no vale un tarro de pedos
condensados, tercero que, si toda esta mierda está bien vista en la
Europa “progre”, a nosotros nos tiene que gustar y cuarto, que mientras
el miedo a poner orden sea una constante en la República debemos estar
preparados para ver estas cosas y peores.
Mirando con detenimiento
las fotografías del enésimo ataque a una iglesia vemos que, más allá
del resentimiento social y religioso, las mueve el resentimiento
estético, porque estas minas, componentes esenciales de un sabalaje de
cuarta, son feas y ordinarias, se saben feas y ordinarias y agotan en
ese conocimiento las pocas neuronas que natura les dio y traducen en
violencia y roña la decepción que su figura y su cerebro les provocan.
Da
pena verlas, gordas y sucias pensando en volver a una sábana en la que
la compañía, si la hay, será un igual en lo ordinario, sea hombre o
mujer, sabiendo que la esperanza, para ellas, es algo que hace tiempo
perdieron.