CARTAS ENCICLICAS
Entendiendo que a los amigos de la Santa Iglesia, CATOLICA APOSTOLICA Y ROMANA ampliaremos los conocimientos que inspiraron nuestra SANTA RELIGION, colocamos en horarios de la cero hora y hasta la 7 de la mañana por el término de DIEZ DIAS, cuatro encíclicas que desde el siglo pasado fueron relatadas por los SANTOS PADRES reinantes en la SEDE DE PEDRO. En ellas se señalan con sapiencia y esmero, las virtudes y errores a tenerse en cuenta de los maestros a los VERDADEROS HIJO DE DIOS.
CARTA ENCÍCLICA
LIBERTAS PRAESTANTISSIMUM
DEL SUMO PONTÍFICE
LEÓN XIII
SOBRE LA LIBERTAD Y EL LIBERALISMO
l. La libertad, don excelente de la Naturaleza, propio y exclusivo de
los seres racionales, confiere al hombre la dignidad de estar en manos
de su albedrío[1]
y de ser dueño de sus acciones. Pero lo más importante en esta dignidad
es el modo de su ejercicio, porque del uso de la libertad nacen los
mayores bienes y los mayores males. Sin duda alguna, el hombre puede
obedecer a la razón, practicar el bien moral, tender por el camino recto
a su último fin. Pero el hombre puede también seguir una dirección
totalmente contraria y, yendo tras el espejismo de unas ilusorias
apariencias, perturbar el orden debido y correr a su perdición
voluntaria.
Jesucristo, liberador del género humano, que vino para restaurar y
acrecentar la dignidad antigua de la Naturaleza, ha socorrido de modo
extraordinario la voluntad del hombre y la ha levantado a un estado
mejor, concediéndole, por una parte, los auxilios de su gracia y
abriéndole, por otra parte, la perspectiva de una eterna felicidad en
los cielos. De modo semejante, la Iglesia ha sido y será siempre
benemérita de este preciado don de la Naturaleza, porque su misión es
precisamente la conservación, a lo largo de la Historia, de los bienes
que hemos adquirido por medio de Jesucristo. Son, sin embargo, muchos
los hombres para los cuales la Iglesia es enemiga de la libertad humana.
La causa de este perjuicio reside en una errónea y adulterada idea de
la libertad. Porque, al alterar su contenido, o al darle una extensión
excesiva, como le dan, pretenden incluir dentro del ámbito de la
libertad cosas que quedan fuera del concepto exacto de libertad.
2. Nos hemos hablado ya en otras ocasiones, especialmente en la encíclica Immortale Dei[2],
sobre las llamadas libertades modernas, separando lo que en éstas hay
de bueno de lo que en ellas hay de malo. Hemos demostrado al mismo
tiempo que todo lo bueno que estas libertades presentan es tan antiguo
como la misma verdad, y que la Iglesia lo ha aprobado siempre de buena
voluntad y lo ha incorporado siempre a la práctica diaria de su vida. La
novedad añadida modernamente, si hemos de decir la verdad, no es más
que una auténtica corrupción producida por las turbulencias de la época y
por la inmoderada fiebre de revoluciones. Pero como son muchos los que
se obstinan en ver, aun en los aspectos viciosos de estas libertades, la
gloria suprema de nuestros tiempos y el fundamento necesario de toda
constitución política, como si fuera imposible concebir sin estas
libertades el gobierno perfecto del Estado, nos ha parecido necesario,
para la utilidad de todos, tratar con particular atención este asunto.
I. DOCTRINA CATÓLICA SOBRE LA LIBERTAD
Libertad natural
3. El objeto directo de esta exposición es la libertad moral,
considerada tanto en el individuo como en la sociedad. Conviene, sin
embargo, al principio exponer brevemente algunas ideas sobre la libertad
natural, pues si bien ésta es totalmente distinta de la libertad moral,
es, sin embargo, la fuente y el principio de donde nacen y derivan
espontáneamente todas las especies de libertad. El juicio recto y el
sentido común de todos los hombres, voz segura de la Naturaleza,
reconoce esta libertad solamente en los seres que tienen inteligencia o
razón; y es esta libertad la que hace al hombre responsable de todos sus
actos. No podía ser de otro modo. Porque mientras los animales obedecen
solamente a sus sentidos y bajo el impulso exclusivo de la naturaleza
buscan lo que les es útil y huyen lo que les es perjudicial, el hombre
tiene a la razón como guía en todas y en cada una de las acciones de su
vida. Pero la razón, a la vista de los bienes de este mundo, juzga de
todos y de cada uno de ellos que lo mismo pueden existir que no existir;
y concluyendo, por esto mismo, que ninguno de los referidos bienes es
absolutamente necesario, la razón da a la voluntad el poder de elegir lo
que ésta quiera. Ahora bien: el hombre puede juzgar de la contingencia
de estos bienes que hemos citado, porque tiene un alma de naturaleza
simple, espiritual, capaz de pensar; un alma que, por su propia entidad,
no proviene de las cosas corporales ni depende de éstas en su
conservación, sino que, creada inmediatamente por Dios y muy superior a
la común condición de los cuerpos, tiene un modo propio de vida y un
modo no menos propio de obrar; esto es lo que explica que el hombre, con
el conocimiento intelectual de las inmutables y necesarias esencias del
bien y de la verdad, descubra con certeza que estos bienes particulares
no son en modo alguno bienes necesarios. De esta manera, afirmar que el
alma humana está libre de todo elemento mortal y dotada de la facultad
de pensar, equivale a establecer la libertad natural sobre su más sólido
fundamento.
4. Ahora bien: así como ha sido la Iglesia católica la más alta
propagadora y la defensora más constante de la simplicidad,
espiritualidad e inmortalidad del alma humana, así también es la Iglesia
la defensora más firme de la libertad. La Iglesia ha enseñado siempre
estas dos realidades y las defiende como dogmas de fe. Y no sólo esto.
Frente a los ataques de los herejes y de los fautores de novedades, ha
sido la Iglesia la que tomó a su cargo la defensa de la libertad y la
que libró de la ruina a esta tan excelsa cualidad del hombre. La
historia de la teología demuestra la enérgica reacción de la Iglesia
contra los intentos alocados de los maniqueos y otros herejes. Y, en
tiempos más recientes, todos conocen el vigoroso esfuerzo que la Iglesia
realizó, primero en el concilio de Trento y después contra los
discípulos de Jansenio, para defender la libertad del hombre, sin
permitir que el fatalismo arraigue en tiempo o en lugar alguno.
Libertad moral
5. La libertad es, por tanto, como hemos dicho, patrimonio exclusivo
de los seres dotados de inteligencia o razón. Considerada en su misma
naturaleza, esta libertad no es otra cosa que la facultad de elegir
entre los medios que son aptos para alcanzar un fin determinado, en el
sentido de que el que tiene facultad de elegir una cosa entre muchas es
dueño de sus propias acciones. Ahora bien: como todo lo que uno elige
como medio para obtener otra cosa pertenece al género del denominado
bien útil, y el bien por su propia naturaleza tiene la facultad de mover
la voluntad, por esto se concluye que la libertad es propia de la
voluntad, o más exactamente, es la voluntad misma, en cuanto que ésta,
al obrar, posee la facultad de elegir. Pero el movimiento de la voluntad
es imposible si el conocimiento intelectual no la precede iluminándola
como una antorcha, o sea, que el bien deseado por la voluntad es
necesariamente bien en cuanto conocido previamente por la razón. Tanto
más cuanto que en todas las voliciones humanas la elección es posterior
al juicio sobre la verdad de los bienes propuestos y sobre el orden de
preferencia que debe observarse en éstos. Pero el juicio es, sin duda
alguna, acto de la razón, no de la voluntad. Si la libertad, por tanto,
reside en la voluntad, que es por su misma naturaleza un apetito
obediente a la razón, síguese que la libertad, lo mismo que la voluntad,
tiene por objeto un bien conforme a la razón. No obstante, como la
razón y la voluntad son facultades imperfectas, puede suceder, y sucede
muchas veces, que la razón proponga a la voluntad un objeto que, siendo
en realidad malo, presenta una engañosa apariencia de bien, y que a él
se aplique la voluntad. Pero así como la posibilidad de errar y el error
de hecho es un defecto que arguye un entendimiento imperfecto, así
también adherirse a un bien engañoso y fingido, aun siendo indicio de
libre albedrío, como la enfermedad es señal de la vida, constituye, sin
embargo, un defecto de la libertad. De modo parecido, la voluntad, por
el solo hecho de su dependencia de la razón, cuando apetece un objeto
que se aparta de la recta razón, incurre en el defecto radical de
corromper y abusar de la libertad. Y ésta es la causa de que Dios,
infinitamente perfecto, y que por ser sumamente inteligente y bondad por
esencia es sumamente libre, no pueda en modo alguno querer el mal
moral; como tampoco pueden quererlo los bienaventurados del cielo, a
causa de la contemplación del bien supremo. Esta era la objeción que
sabiamente ponían San Agustín y otros autores contra los pelagianos. Si
la posibilidad de apartarse del bien perteneciera a la esencia y a la
perfección de la libertad, entonces Dios, Jesucristo, los ángeles y los
bienaventurados, todos los cuales carecen de ese poder, o no serían
libres o, al menos, no lo serían con la misma perfección que el hombre
en estado de prueba e imperfección.
El Doctor Angélico se ha ocupado con frecuencia de esta cuestión, y
de sus exposiciones se puede concluir que la posibilidad de pecar no es
una libertad, sino una esclavitud. Sobre las palabras de Cristo, nuestro
Señor, el que comete pecado es siervo del pecado[3],
escribe con agudeza: «Todo ser es lo que le conviene ser por su propia
naturaleza. Por consiguiente, cuando es movido por un agente exterior,
no obra por su propia naturaleza, sino por un impulso ajeno, lo cual es
propio de un esclavo. Ahora bien: el hombre, por su propia naturaleza,
es un ser racional. Por tanto, cuando obra según la razón, actúa en
virtud de un impulso propio y de acuerdo con su naturaleza, en lo cual
consiste precisamente la libertad; pero cuando peca, obra al margen de
la razón, y actúa entonces lo mismo que si fuese movido por otro y
estuviese sometido al dominio ajeno; y por esto, el que comete el pecado
es siervo del pecado»[4].
Es lo que había visto con bastante claridad la filosofía antigua,
especialmente los que enseñaban que sólo el sabio era libre, entendiendo
por sabio, como es sabido, aquel que había aprendido a vivir según la
naturaleza, es decir, de acuerdo con la moral y la virtud.
La ley
6. Siendo ésta la condición de la libertad humana, le hacía falta a
la libertad una protección y un auxilio capaces de dirigir todos sus
movimientos hacia el bien y de apartarlos del mal. De lo contrario, la
libertad habría sido gravemente perjudicial para el hombre. En primer
lugar, le era necesaria una ley, es decir, una norma de lo que hay que
hacer y de lo que hay que evitar. La ley, en sentido propio, no puede
darse en los animales, que obran por necesidad, pues realizan todos sus
actos por instinto natural y no pueden adoptar por sí mismos otra manera
de acción. En cambio, los seres que gozan de libertad tienen la
facultad de obrar o no obrar, de actuar de esta o de aquella manera,
porque la elección del objeto de su volición es posterior al juicio de
la razón, a que antes nos hemos referido. Este juicio establece no sólo
lo que es bueno o lo que es malo por naturaleza, sino además lo que es
bueno y, por consiguiente, debe hacerse, y lo que es malo y, por
consiguiente, debe evitarse. Es decir, la razón prescribe a la voluntad
lo que debe buscar y lo que debe evitar para que el hombre pueda algún
día alcanzar su último fin, al cual debe dirigir todas sus acciones. Y
precisamente esta ordenación de la razón es lo que se llama ley. Por lo
cual la justificación de la necesidad de la ley para el hombre ha de
buscarse primera y radicalmente en la misma libertad, es decir, en la
necesidad de que la voluntad humana no se aparte de la recta razón. No
hay afirmación más absurda y peligrosa que ésta: que el hombre, por ser
naturalmente libre, debe vivir desligado de toda ley. Porque si esta
premisa fuese verdadera, la conclusión lógica sería que es esencial a la
libertad andar en desacuerdo con la razón, siendo así que la afirmación
verdadera es la contradictoria, o sea, que el hombre, precisamente por
ser libre, ha de vivir sometido a la ley. De este modo es la ley la que
guía al hombre en su acción y es la ley la que mueve al hombre, con el
aliciente del premio y con el temor del castigo, a obrar el bien y a
evitar el mal. Tal es la principal de todas las leyes, la ley natural,
escrita y grabada en el corazón de cada hombre, por ser la misma razón
humana que manda al hombre obrar el bien y prohíbe al hombre hacer el
mal.
Pero este precepto de la razón humana no podría tener fuerza de ley
si no fuera órgano e intérprete de otra razón más alta, a la que deben
estar sometidos nuestro entendimiento y nuestra libertad. Porque siendo
la función de la ley imponer obligaciones y atribuir derechos, la ley se
apoya por entero en la autoridad, esto es, en un poder capaz de
establecer obligaciones, atribuir derechos y sancionar además, por medio
de premios y castigos, las órdenes dadas; cosas todas que evidentemente
resultan imposibles si fuese el hombre quien como supremo legislador se
diera a sí mismo la regla normativa de sus propias acciones. Síguese,
pues, de lo dicho que la ley natural es la misma ley eterna, que,
grabada en los seres racionales, inclina a éstos a las obras y al fin
que les son propios; ley eterna que es, a su vez, la razón eterna de
Dios, Creador y Gobernador de todo el universo.
La gracia sobrenatural
A esta regla de nuestras acciones, a este freno del pecado, la bondad
divina ha añadido ciertos auxilios especiales, aptísimos para dirigir y
confirmar la voluntad del hombre. El principal y más eficaz auxilio de
todos estos socorros es la gracia divina, la cual, iluminando el
entendimiento y robusteciendo e impulsando la voluntad hacia el bien
moral, facilita y asegura al mismo tiempo, con saludable constancia, el
ejercicio de nuestra libertad natural. Es totalmente errónea la
afirmación de que las mociones de la voluntad, a causa de esta
intervención divina, son menos libres. Porque la influencia de la gracia
divina alcanza las profundidades más íntimas del hombre y se armoniza
con las tendencias naturales de éste, porque la gracia nace de aquel que
es autor de nuestro entendimiento y de nuestra voluntad y mueve todos
los seres de un modo adecuado a la naturaleza de cada uno. Como advierte
el Doctor Angélico, la gracia divina, por proceder del Creador de la
Naturaleza, está admirablemente capacitada para defender todas las
naturalezas individuales y para conservar sus caracteres, sus facultades
y su eficacia.
La libertad moral social
7. Lo dicho acerca de la libertad de cada individuo es fácilmente
aplicable a los hombres unidos en sociedad civil. Porque lo que en cada
hombre hacen la razón y la ley natural, esto mismo hace en los asociados
la ley humana, promulgada para el bien común de los ciudadanos. Entre
estas leyes humanas hay algunas cuyo objeto consiste en lo que es bueno o
malo por naturaleza, añadiendo al precepto de practicar el bien y de
evitar el mal la sanción conveniente. El origen de estas leyes no es en
modo alguno el Estado; porque así como la sociedad no es origen de la
naturaleza humana, de la misma manera la sociedad no es fuente tampoco
de la concordancia del bien y de la discordancia del mal con la
naturaleza. Todo lo contrario. Estas leyes son anteriores a la misma
sociedad, y su origen hay que buscarlo en la ley natural y, por tanto,
en la ley eterna. Por consiguiente, los preceptos de derecho natural
incluidos en las leyes humanas no tienen simplemente el valor de una ley
positiva, sino que además, y principalmente, incluyen un poder mucho
más alto y augusto que proviene de la misma ley natural y de la ley
eterna. En esta clase de leyes la misión del legislador civil se limita a
lograr, por medio de una disciplina común, la obediencia de los
ciudadanos, castigando a los perversos y viciosos, para apartarlos del
mal y devolverlos al bien, o para impedir, al menos, que perjudiquen a
la sociedad y dañen a sus conciudadanos.
Existen otras disposiciones del poder civil que no proceden del
derecho natural inmediata y próximamente, sino remota e indirectamente,
determinando una variedad de cosas que han sido reguladas por la
naturaleza de un modo general y en conjunto. Así, por ejemplo, la
naturaleza ordena que los ciudadanos cooperen con su trabajo a la
tranquilidad y prosperidad públicas. Pero la medida, el modo y el objeto
de esta colaboración no están determinados por el derecho natural, sino
por la prudencia humana. Estas reglas peculiares de la convivencia
social, determinadas según la razón y promulgadas por la legítima
potestad, constituyen el ámbito de la ley humana propiamente dicha. Esta
ley ordena a todos los ciudadanos colaborar en el fin que la comunidad
se propone y les prohíbe desertar de este servicio; y mientras sigue
sumisa y se conforma con los preceptos de la naturaleza, esa ley conduce
al bien y aparta del mal. De todo lo cual se concluye que hay que poner
en la ley eterna de Dios la norma reguladora de la libertad, no sólo de
los particulares, sino también de la comunidad social. Por
consiguiente, en una sociedad humana, la verdadera libertad no consiste
en hacer el capricho personal de cada uno; esto provocaría una extrema
confusión y una perturbación, que acabarían destruyendo al propio
Estado; sino que consiste en que, por medio de las leyes civiles, pueda
cada cual fácilmente vivir según los preceptos de la ley eterna. Y para
los gobernantes la libertad no está en que manden al azar y a su
capricho, proceder criminal que implicaría, al mismo tiempo, grandes
daños para el Estado, sino que la eficacia de las leyes humanas consiste
en su reconocida derivación de la ley eterna y en la sanción exclusiva
de todo lo que está contenido en esta ley eterna, como en fuente radical
de todo el derecho. Con suma sabiduría lo ha expresado San Agustín:
«Pienso que comprendes que nada hay justo y legítimo en la [ley]
temporal que no lo hayan tomado los hombres de la [ley] eterna»[5].
Si, por consiguiente, tenemos una ley establecida por una autoridad
cualquiera, y esta ley es contraria a la recta razón y perniciosa para
el Estado, su fuerza legal es nula, porque no es norma de justicia y
porque aparta a los hombres del bien para el que ha sido establecido el
Estado.
8. Por tanto, la naturaleza de la libertad humana, sea el que sea el
campo en que la consideremos, en los particulares o en la comunidad, en
los gobernantes o en los gobernados, incluye la necesidad de obedecer a
una razón suprema y eterna, que no es otra que la autoridad de Dios
imponiendo sus mandamientos y prohibiciones. Y este justísimo dominio de
Dios sobre los hombres está tan lejos de suprimir o debilitar siquiera
la libertad humana, que lo que hace es precisamente todo lo contrario:
defenderla y perfeccionarla; porque la perfección verdadera de todo ser
creado consiste en tender a su propio fin y alcanzarlo. Ahora bien: el
fin supremo al que debe aspirar la libertad humana no es otro que el
mismo Dios.
La Iglesia, defensora de la verdadera libertad social
9. La Iglesia, aleccionada con las enseñanzas y con los ejemplos de
su divino Fundador, ha defendido y propagado por todas partes estos
preceptos de profunda y verdadera doctrina, conocidos incluso por la
sola luz de la razón. Nunca ha cesado la Iglesia de medir con ellos su
misión y de educar en ellos a los pueblos cristianos. En lo tocante a la
moral, la ley evangélica no sólo supera con mucho a toda la sabiduría
pagana, sino que además llama abiertamente al hombre y le capacita para
una santidad desconocida en la antigüedad, y, acercándolo más a Dios, le
pone en posesión de una libertad más perfecta. De esta manera ha
brillado siempre la maravillosa eficacia de la Iglesia en orden a la
defensa y mantenimiento de la libertad civil y política de los pueblos.
No es necesario enumerar ahora los méritos de la Iglesia en este
campo. Basta recordar la esclavitud, esa antigua vergüenza del
paganismo, abolida principalmente por la feliz intervención de la
Iglesia. Ha sido Jesucristo el primero en proclamar la verdadera
igualdad jurídica y la auténtica fraternidad de todos los hombres. Eco
fiel de esta enseñanza fue la voz de los dos apóstoles que declaraba
suprimidas las diferencias entre judíos y griegos, bárbaros y escitas[6],
y proclamaba la fraternidad de todos en Cristo. La eficacia de la
Iglesia en este punto ha sido tan honda y tan evidente, que dondequiera
que la Iglesia quedó establecida la experiencia ha comprobado que
desaparece en poco tiempo la barbarie de las costumbres. A la brutalidad
sucede rápidamente la dulzura; a las tinieblas de la barbarie, la luz
de la verdad. Igualmente nunca ha dejado la Iglesia de derramar
beneficios en los pueblos civilizados, resistiendo unas veces el
capricho de los hombres perversos, alejando otras veces de los inocentes
y de los débiles las injusticias, procurando, por último, que los
pueblos tuvieran una constitución política que se hiciera amar de los
ciudadanos por su justicia y se hiciera temer de los extraños por su
poder.
10. Es, además, una obligación muy seria respetar a la autoridad y
obedecer las leyes justas, quedando así los ciudadanos defendidos de la
injusticia de los criminales gracias a la eficacia vigilante de la ley.
El poder legítimo viene de Dios, y el que resiste a da autoridad,
resiste a la disposición de Dios[7].
De esta manera, la obediencia queda dignificada de un modo
extraordinario, pues se presta obediencia a la más justa y elevada
autoridad. Pero cuando no existe el derecho de mandar, o se manda algo
contrario a la razón, a la ley eterna, a la autoridad de Dios, es justo
entonces desobedecer a los hombres para obedecer a Dios. Cerrada así la
puerta a la tiranía, no lo absorberá todo el Estado. Quedarán a salvo
los derechos de cada ciudadano, los derechos de la familia, los derechos
de todos los miembros del Estado, y todos tendrán amplia participación
en la libertad verdadera, que consiste, como hemos demostrado, en poder
vivir cada uno según las leyes y según la recta razón.
II. DOCTRINA DEL LIBERALISMO SOBRE LA LIBERTAD
11. Si los que a cada paso hablan de la libertad entendieran por tal
la libertad buena y legítima que acabamos de describir, nadie osaría
acusar a la Iglesia, con el injusto reproche que le hacen, de ser
enemiga de la libertad de los individuos y de la libertad del Estado.
Pero son ya muchos los que, imitando a Lucifer, del cual es aquella
criminal expresión: No serviré[8],
entienden por libertad lo que es una pura y absurda licencia. Tales son
los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, y que, tomando
el nombre de la misma libertad, se llaman a sí mismos liberales.
Liberalismo de primer grado
12. El naturalismo o racionalismo en la filosofía coincide con el
liberalismo en la moral y en la política, pues los seguidores del
liberalismo aplican a la moral y a la práctica de la vida los mismos
principios que establecen los defensores del naturalismo. Ahora bien: el
principio fundamental de todo el racionalismo es la soberanía de la
razón humana, que, negando la obediencia debida a la divina y eterna
razón y declarándose a sí misma independiente, se convierte en sumo
principio, fuente exclusiva y juez único de la verdad. Esta es la
pretensión de los referidos seguidores del liberalismo; según ellos no
hay en la vida práctica autoridad divina alguna a la que haya que
obedecer; cada ciudadano es ley de sí mismo. De aquí nace esa denominada
moral independiente, que, apartando a la voluntad, bajo pretexto de
libertad, de la observancia de los mandamientos divinos, concede al
hombre una licencia ilimitada. Las consecuencias últimas de estas
afirmaciones, sobre todo en el orden social, son fáciles de ver. Porque,
cuando el hombre se persuade que no tiene sobre si superior alguno, la
conclusión inmediata es colocar la causa eficiente de la comunidad civil
y política no en un principio exterior o superior al hombre, sino en la
libre voluntad de cada uno; derivar el poder político de la multitud
como de fuente primera. Y así como la razón individual es para el
individuo en su vida privada la única norma reguladora de su conducta,
de la misma manera la razón colectiva debe ser para todos la única regla
normativa en la esfera de la vida pública. De aquí el número como
fuerza decisiva y la mayoría como creadora exclusiva del derecho y del
deber.
Todos estos principios y conclusiones están en contradicción con la
razón. Lo dicho anteriormente lo demuestra. Porque es totalmente
contraria a la naturaleza la pretensión de que no existe vínculo alguno
entre el hombre o el Estado y Dios, creador y, por tanto, legislador
supremo y universal. Y no sólo es contraria esa tendencia a la
naturaleza humana, sino también a toda la naturaleza creada. Porque
todas las cosas creadas tienen que estar forzosamente vinculadas con
algún lazo a la causa que las hizo. Es necesario a todas las naturalezas
y pertenece a la perfección propia de cada una de ellas mantenerse en
el lugar y en el grado que les asigna el orden natural; esto es, que el
ser inferior se someta y obedezca al ser que le es superior. Pero además
esta doctrina es en extremo perniciosa, tanto para los particulares
como para los Estados. Porque, si el juicio sobre la verdad y el bien
queda exclusivamente en manos de la razón humana abandonada a sí sola,
desaparece toda diferencia objetiva entre el bien y el mal; el vicio y
la virtud no se distinguen ya en el orden de la realidad, sino solamente
en el juicio subjetivo de cada individuo; será lícito cuanto agrade, y
establecida una moral impotente para refrenar y calmar las pasiones
desordenadas del alma, quedará espontáneamente abierta la puerta a toda
clase de corrupciones. En cuanto a la vida pública, el poder de mandar
queda separado de su verdadero origen natural, del cual recibe toda la
eficacia realizadora del bien común; y la ley, reguladora de lo que hay
que hacer y lo que hay que evitar, queda abandonada al capricho de una
mayoría numérica, verdadero plano inclinado que lleva a la tiranía.
La negación del dominio de Dios sobre el hombre y sobre el Estado
arrastra consigo como consecuencia inevitable la ausencia de toda
religión en el Estado, y consiguientemente el abandono más absoluto en
todo la referente a la vida religiosa. Armada la multitud con la idea de
su propia soberanía, fácilmente degenera en la anarquía y en la
revolución, y suprimidos los frenos del deber y de la conciencia, no
queda más que la fuerza; la fuerza, que es radicalmente incapaz para
dominar por sí solas las pasiones desatadas de las multitudes. Tenemos
pruebas convincentes de todas estas consecuencias en la diaria lucha
contra los socialistas y revolucionarios, que desde hace ya mucho tiempo
se esfuerzan por sacudir los mismos cimientos del Estado. Analicen,
pues, y determinen los rectos enjuiciadores de la realidad si esta
doctrina es provechosa para la verdadera libertad digna del hombre o si
es más bien una teoría corruptora y destructora de esta libertad.
Liberalismo de segundo grado
13. Es cierto que no todos los defensores del liberalismo están de
acuerdo con estas opiniones, terribles por su misma monstruosidad,
contrarias abiertamente a la verdad y causa, como hemos visto, de los
mayores males. Obligados por la fuerza de la verdad, muchos liberales
reconocen sin rubor e incluso afirman espontáneamente que la libertad,
cuando es ejercida sin reparar en exceso alguno y con desprecio de la
verdad y de la justicia, es una libertad pervertida que degenera en
abierta licencia; y que, por tanto, la libertad debe ser dirigida y
gobernada por la recta razón, y consiguientemente debe quedar sometida
al derecho natural y a la ley eterna de Dios. Piensan que esto basta y
niegan que el hombre libre deba someterse a las leyes que Dios quiera
imponerle por un camino distinto al de la razón natural. Pero al poner
esta limitación no son consecuentes consigo mismos. Porque si, como
ellos admiten y nadie puede razonablemente negar, hay que obedecer a la
voluntad de Dios legislador, por la total dependencia del hombre
respecto de Dios y por la tendencia del hombre hacia Dios, la
consecuencia es que nadie puede poner límites o condiciones a este poder
legislativo de Dios sin quebrantar al mismo tiempo la obediencia debida
a Dios. Más aún: si la razón del hombre llegara a arrogarse el poder de
establecer por sí misma la naturaleza y la extensión de los derechos de
Dios y de sus propias obligaciones, el respeto a las leyes divinas
sería una apariencia, no una realidad, y el juicio del hombre valdría
más que la autoridad y la providencia del mismo Dios. Es necesario, por
tanto, que la norma de nuestra vida se ajuste continua y religiosamente
no sólo a la ley eterna, sino también a todas y cada una de las demás
leyes que Dios, en su infinita sabiduria, en su infinito poder y por los
medios que le ha parecido, nos ha comunicado; leyes que podemos conocer
con seguridad por medio de señales claras e indubitables. Necesidad
acentuada por el hecho de que esta clase de leyes, al tener el mismo
principio y el mismo autor que la ley eterna, concuerdan enteramente con
la razón, perfeccionan el derecho natural e incluyen además el
magisterio del mismo Dios, quien, para que nuestro entendimiento y
nuestra voluntad no caigan en error, rige a entrambos benignamente con
su amorosa dirección. Manténgase, pues, santa e inviolablemente unido lo
que no puede ni debe ser separado, y sírvase a Dios en todas las cosas,
como lo ordena la misma razón natural, con toda sumisión y obediencia.
Liberalismo de tercer grado
14. Hay otros liberales algo más moderados, pero no por esto más
consecuentes consigo mismos; estos liberales afirman que, efectivamente,
las leyes divinas deben regular la vida y la conducta de los
particulares, pero no la vida y la conducta del Estado; es lícito en la
vida política apartarse de los preceptos de Dios y legislar sin tenerlos
en cuenta para nada. De esta noble afirmación brota la perniciosa
consecuencia de que es necesaria la separación entre la Iglesia y el
Estado. Es fácil de comprender el absurdo error de estas afirmaciones.
Es la misma naturaleza la que exige a voces que la sociedad
proporcione a los ciudadanos medios abundantes y facilidades para vivir
virtuosamente, es decir, según las leyes de Dios, ya que Dios es el
principio de toda virtud y de toda justicia. Por esto, es absolutamente
contrario a la naturaleza que pueda lícitamente el Estado despreocuparse
de esas leyes divinas o establecer una legislación positiva que las
contradiga. Pero, además, los gobernantes tienen, respecto de la
sociedad, la obligación estricta de procurarle por medio de una prudente
acción legislativa no sólo la prosperidad y los bienes exteriores, sino
también y principalmente los bienes del espíritu. Ahora bien: en orden
al aumento de estos bienes espirituales, nada hay ni puede haber más
adecuado que las leyes establecidas por el mismo Dios. Por esta razón,
los que en el gobierno de Estado pretenden desentenderse de las leyes
divinas desvían el poder político de su propia institución y del orden
impuesto por la misma naturaleza.
Pero hay otro hecho importante, que Nos mismo hemos subrayado más de
una vez en otras ocasiones: el poder político y el poder religioso,
aunque tienen fines y medios específicamente distintos, deben, sin
embargo, necesariamente, en el ejercicio de sus respectivas funciones,
encontrarse algunas veces. Ambos poderes ejercen su autoridad sobre los
mismos hombres, y no es raro que uno y otro poder legislen acerca de una
misma materia, aunque por razones distintas. En esta convergencia de
poderes, el conflicto sería absurdo y repugnaría abiertamente a la
infinita sabiduría de la voluntad divina; es necesario, por tanto, que
haya un medio, un procedimiento para evitar los motivos de disputas y
luchas y para establecer un acuerdo en la práctica. Acertadamente ha
sido comparado este acuerdo a la unión del alma con el cuerpo, unión
igualmente provechosa para ambos, y cuya desunión, por el contrario, es
perniciosa particularmente para el cuerpo, que con ella pierde la vida.
III. LAS CONQUISTAS DEL LIBERALISMO
Libertad de cultos
15. Para dar mayor claridad a los puntos tratados es conveniente
examinar por separado las diversas clases de libertad, que algunos
proponen como conquistas de nuestro tiempo. En primer lugar examinemos,
en relación con los particulares, esa libertad tan contraria a la virtud
de la religión, la llamada libertad de cultos, libertad fundada en la
tesis de que cada uno puede, a su arbitrio, profesar la religión que
prefiera o no profesar ninguna. Esta tesis es contraria a la verdad.
Porque de todas las obligaciones del hombre, la mayor y más sagrada es,
sin duda alguna, la que nos manda dar a Dios el culto de la religión y
de la piedad. Este deber es la consecuencia necesaria de nuestra
perpetua dependencia de Dios, de nuestro gobierno por Dios y de nuestro
origen primero y fin supremo, que es Dios. Hay que añadir, además, que
sin la virtud de la religión no es posible virtud auténtica alguna,
porque la virtud moral es aquella virtud cuyos actos tienen por objeto
todo lo que nos lleva a Dios, considerado como supremo y último bien del
hombre; y por esto, la religión, cuyo oficio es realizar todo lo que
tiene por fin directo e inmediato el honor de Dios[9],
es la reina y la regla a la vez de todas las virtudes. Y si se pregunta
cuál es la religión que hay que seguir entre tantas religiones opuestas
entre sí, la respuesta la dan al unísono la razón y naturaleza: la
religión que Dios ha mandado, y que es fácilmente reconocible por medio
de ciertas notas exteriores con las que la divina Providencia ha querido
distinguirla, para evitar un error, que, en asunto de tanta
trascendencia, implicaría desastrosas consecuencias. Por esto, conceder
al hombre esta libertad de cultos de que estamos hablando equivale a
concederle el derecho de desnaturalizar impunemente una obligación
santísima y de ser infiel a ella, abandonando el bien para entregarse al
mal. Esto, lo hemos dicho ya, no es libertad, es una depravación de la
libertad y una esclavitud del alma entregada al pecado.
16. Considerada desde el punto de vista social y político, esta
libertad de cultos pretende que el Estado no rinda a Dios culto alguno o
no autorice culto público alguno, que ningún culto sea preferido a
otro, que todos gocen de los mismos derechos y que el pueblo no
signifique nada cuando profesa la religión católica. Para que estas
pretensiones fuesen acertadas haría falta que los deberes del Estado
para con Dios fuesen nulos o pudieran al menos ser quebrantados
impunemente por el Estado. Ambos supuestos son falsos. Porque nadie
puede dudar que la existencia de la sociedad civil es obra de la
voluntad de Dios, ya se considere esta sociedad en sus miembros, ya en
su forma, que es la autoridad; ya en su causa, ya en los copiosos
beneficios que proporciona al hombre. Es Dios quien ha hecho al hombre
sociable y quien le ha colocado en medio de sus semejantes, para que las
exigencias naturales que él por sí solo no puede colmar las vea
satisfechas dentro de la sociedad. Por esto es necesario que el Estado,
por el mero hecho de ser sociedad, reconozca a Dios como Padre y autor y
reverencie y adore su poder y su dominio. La justicia y la razón
prohíben, por tanto, el ateísmo del Estado, o, lo que equivaldría al
ateísmo, el indiferentismo del Estado en materia religiosa, y la
igualdad jurídica indiscriminada de todas las religiones. Siendo, pues,
necesaria en el Estado la profesión pública de una religión, el Estado
debe profesar la única religión verdadera, la cual es reconocible con
facilidad, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella
aparecen como grabados los caracteres distintivos de la verdad. Esta es
la religión que deben conservar y proteger los gobernantes, si quieren
atender con prudente utilidad, como es su obligación, a la comunidad
política. Porque el poder político ha sido constituido para utilidad de
los gobernados. Y aunque el fin próximo de su actuación es proporcionar a
los ciudadanos la prosperidad de esta vida terrena, sin embargo, no
debe disminuir, sino aumentar, al ciudadano las facilidades para
conseguir el sumo y último bien, en que está la sempiterna
bienaventuranza del hombre, y al cual no puede éste llegar si se
descuida la religión.
17. Ya en otras ocasiones hemos hablado ampliamente de este punto[10].
Ahora sólo queremos hacer una advertencia: la libertad de cultos es muy
perjudicial para la libertad verdadera, tanto de los gobernantes como
de los gobernados. La religión, en cambio, es sumamente provechosa para
esa libertad, porque coloca en Dios el origen primero del poder e impone
con la máxima autoridad a los gobernantes la obligación de no olvidar
sus deberes, de no mandar con injusticia o dureza y de gobernar a los
pueblos con benignidad y con un amor casi paterno. Por otra parte, la
religión manda a los ciudadanos la sumisión a los poderes legítimos como
a representantes de Dios y los une a los gobernantes no solamente por
medio de la obediencia, sino también con un respeto amoroso, prohibiendo
toda revolución y todo conato que pueda turbar el orden y la
tranquilidad pública, y que al cabo son causa de que se vea sometida a
mayores limitaciones la libertad de los ciudadanos. Dejamos a un lado la
influencia de la religión sobre la sana moral y la influencia de esta
moral sobre la misma libertad. La razón demuestra y la historia confirma
este hecho: la libertad, la prosperidad y la grandeza de un Estado
están en razón directa de la moral de sus hombres.
Libertad de expresión y libertad de imprenta
18. Digamos ahora algunas palabras sobre la libertad de expresión y la libertad de imprenta.
Resulta casi innecesario afirmar que no existe el derecho a esta
libertad cuando se ejerce sin moderación alguna, traspasando todo freno y
todo límite. Porque el derecho es una facultad moral que, como hemos
dicho ya y conviene repetir con insistencia, no podemos suponer
concedida por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la
virtud y al vicio Existe el derecho de propagar en la sociedad, con
libertad y prudencia, todo lo verdadero y todo lo virtuoso para que
pueda participar de las ventajas de la verdad y del bien el mayor número
posible de ciudadanos. Pero las opiniones falsas, máxima dolencia
mortal del entendimiento humano, y los vicios corruptores del espíritu y
de la moral pública deben ser reprimidos por el poder público para
impedir su paulatina propagación, dañosa en extremo para la misma
sociedad. Los errores de los intelectuales depravados ejercen sobre las
masas una verdadera tiranía y deben ser reprimidos por la ley con la
misma energía que otro cualquier delito inferido con violencia a los
débiles. Esta represión es aún más necesaria, porque la inmensa mayoría
de los ciudadanos no puede en modo alguno, o a lo sumo con mucha
dificultad, prevenirse contra los artificios del estilo y las sutilezas
de la dialéctica, sobre todo cuando éstas y aquéllos son utilizados para
halagar las pasiones. Si se concede a todos una licencia ilimitada en
el hablar y en el escribir, nada quedará ya sagrado e inviolable. Ni
siquiera serán exceptuadas esas primeras verdades, esos principios
naturales que constituyen el más noble patrimonio común de toda la
humanidad. Se oscurece así poco a poco la verdad con las tinieblas y,
como muchas veces sucede, se hace dueña del campo una numerosa plaga de
perniciosos errores. Todo lo que la licencia gana lo pierde la libertad.
La grandeza y la seguridad de la libertad están en razón directa de los
frenos que se opongan a la licencia. Pero en las materias opinables,
dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres, está permitido a
cada uno tener la opinión que le agrade y exponer libremente la propia
opinión. La naturaleza no se opone a ello, porque esta libertad nunca
lleva al hombre a oprimir la verdad. Por el contrario, muchas veces
conduce al hallazgo y manifestación de la verdad.
Libertad de enseñanza
19. Respecto a la llamada libertad de enseñanza, el juicio que hay
que dar es muy parecido. Solamente la verdad debe penetrar en el
entendimiento, porque en la verdad encuentran las naturalezas racionales
su bien, su fin y su perfección; por esta razón, la doctrina dada tanto
a los ignorantes como a los sabios debe tener por objeto exclusivo la
verdad, para dirigir a los primeros hacia el conocimiento de la verdad y
para conservar a los segundos en la posesión de la verdad. Este es el
fundamento de la obligación principal de los que enseñan: extirpar el
error de los entendimientos y bloquear con eficacia el camino a las
teorías falsas. Es evidente, por tanto, que la libertad de que tratamos,
al pretender arrogarse el derecho de enseñarlo todo a su capricho, está
en contradicción flagrante con la razón y tiende por su propia
naturaleza a la perversión más completa de los espíritus. El poder
público no puede conceder a la sociedad esta libertad de enseñanza sin
quebrantar sus propios deberes. Prohibición cuyo rigor aumenta por dos
razones: porque la autoridad del maestro es muy grande ante los oyentes y
porque son muy pocos los discípulos que pueden juzgar por sí mismos si
es verdadero o falso lo que el maestro les explica.
20. Por lo cual es necesario que también esta libertad, si ha de ser
virtuosa, quede circunscrita dentro de ciertos límites, para evitar que
la enseñanza se trueque impunemente en instrumento de corrupción. Ahora
bien: la verdad, que debe ser el objeto único de la enseñanza, es de dos
clases: una, natural; otra, sobrenatural.
Las verdades naturales, a las cuales pertenecen los principios
naturales y las conclusiones inmediatas derivadas de éstos por la razón,
constituyen el patrimonio común del género humano y el firme fundamento
en que se apoyan la moral, la justicia, la religión y la misma
sociedad. Por esto, no hay impiedad mayor, no hay locura más inhumana
que permitir impunemente la violación y la desintegración de este
patrimonio. Con no menor reverencia debe ser conservado el precioso y
sagrado tesoro de las verdades que Dios nos ha dado a conocer por la
revelación. Los principales capítulos de esta revelación se demuestran
con muchos argumentos de extraordinario valor, utilizados con frecuencia
por los apologistas. Tales son: el hecho de la revelación divina de
algunas verdades, la encarnación del Hijo unigénito de Dios para dar
testimonio de la verdad, la fundación por el mismo Jesucristo de una
sociedad perfecta, que es la Iglesia, cuya cabeza es El mismo, y con la
cual prometió estar hasta la consumación de los siglos. A esta sociedad
ha querido encomendar todas las verdades por El enseñadas, con el
encargo de guardarlas, defenderlas y enseñarlas con autoridad legítima.
A1 mismo tiempo, ha ordenado a todos los hombres que obedezcan a la
Iglesia igual que a El mismo, amenazando con la ruina eterna a todos los
que desobedezcan este mandato.
Consta, pues, claramente que el mejor y más seguro maestro del hombre
es Dios, fuente y principio de toda verdad; y también el Unigénito, que
está en el seno del Padre y es camino, verdad, vida, luz verdadera que
ilumina a todo hombre, a cuya enseñanza deben prestarse todos los
hombres dócilmente: "y serán todos enseñados por Dios"[11].
Ahora bien: en materia de fe y de moral, Dios mismo ha hecho a la
Iglesia partícipe del magisterio divino y le ha concedido el privilegio
divino de no conocer el error. Por esto la Iglesia es la más alta y
segura maestra de los mortales y tiene un derecho inviolable a la
libertad de magisterio. Por otra parte, la Iglesia, apoyándose en el
firme fundamento de la doctrina revelada, ha antepuesto, de hecho, a
todo el cumplimiento exacto de esta misión que Dios le ha confiado.
Superior a las dificultades que por todas partes la envuelven, no ha
dejado jamás de defender la libertad de su magisterio. Por este camino
el mundo entero, liberado de la calamidad de las supersticiones, ha
encontrado en la sabiduría cristiana su total renovación. Y como la
razón por sí sola demuestra claramente que entre las verdades reveladas y
las verdades naturales no puede existir oposición verdadera y todo lo
que se oponga a las primeras es necesariamente falso, por esto el divino
magisterio de la Iglesia, lejos de obstaculizar el deseo de saber y el
desarrollo en las ciencias o de retardar de alguna manera el progreso de
la civilización, ofrece, por el contrario, en todos estos campos
abundante luz y segura garantía. Y por la misma razón el magisterio
eclesiástico es sumamente provechoso para el desenvolvimiento de la
libertad humana, porque es sentencia de Jesucristo, Salvador nuestro,
que el hombre se hace libre por la verdad: conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres[12].
No hay, pues, motivo para que la libertad legítima se indigne o la
verdadera ciencia lleve a mal las justas y debidas leyes que la Iglesia y
la razón exigen igualmente para regular las ciencias humanas. Más aún:
la Iglesia, como lo demuestra la experiencia a cada paso, al obrar así
con la finalidad primordial de defender la fe cristiana, procura también
el fomento y el adelanto de todas las ciencias humanas. Buenos son en
sí mismos y loables y deseables la belleza y la elegancia del estilo. Y
todo conocimiento científico que provenga de un recto juicio y esté de
acuerdo con el orden objetivo de las cosas, presta un gran servicio al
esclarecimiento de las verdades reveladas. De hecho, el mundo es deudor a
la Iglesia de estos insignes beneficios: la conservación cuidadosa de
los monumentos de la sabiduría antigua; la fundación por todas partes de
universidades científicas; el estímulo constante de la actividad de los
ingenios, fomentando con todo empeño las mismas artes que embellecen la
variada cultura de nuestro siglo.
Por último, no debemos olvidar que queda un campo inmenso abierto a
los hombres; en el que pueden éstos extender su industria y ejercitar
libremente su ingenio; todo ese conjunto de materias que no tienen
conexión necesaria con la fe y con la moral cristianas, o que la
Iglesia, sin hacer uso de su autoridad, deja enteramente libre al juicio
de los sabios. De estas consideraciones se desprende la naturaleza de
la libertad de enseñanza que exigen y propagan con igual empeño los
seguidores del liberalismo. Por una parte, se conceden a sí
mismos y conceden al Estado una libertad tan grande, que no dudan dar
paso libre a los errores más peligrosos. Y, por otra parte, ponen mil
estorbos a la Iglesia y restringen hasta el máximo la libertad de ésta,
siendo así que de la doctrina de la Iglesia no hay que temer daño
alguno, sino que, por el contrario se pueden esperar de ella toda clase
de bienes.
Libertad de conciencia
21. Mucho se habla también de la Ilamada libertad de conciencia. Si
esta libertad se entiende en el sentido de que es lícito a cada uno,
según le plazca, dar o no dar culto a Dios, queda suficientemente
refutada con los argumentos expuestos anteriormente. Pero puede
entenderse también en el sentido de que el hombre en el Estado tiene el
derecho de seguir, según su conciencia, la voluntad de Dios y de cumplir
sus mandamientos sin impedimento alguno. Esta libertad, la libertad
verdadera, la libertad digna de los hijos de Dios, que protege tan
gloriosamente la dignidad de la persona humana, está por encima de toda
violencia y de toda opresión y ha sido siempre el objeto de los deseos y
del amor de la Iglesia. Esta es la libertad que reivindicaron
constantemente para sí los apóstoles, ésta es la libertad que
confirmaron con sus escritos los apologistas, ésta es la libertad que
consagraron con su sangre los innumerables mártires cristianos. Y con
razón, porque la suprema autoridad de Dios sobre los hombres y el
supremo deber del hombre para con Dios encuentran en esta libertad
cristiana un testimonio definitivo. Nada tiene de común esta libertad
cristiana con el espíritu de sedición y de desobediencia. Ni pretende
derogar el respeto debido al poder público, porque el poder humano en
tanto tiene el derecho de mandar y de exigir obediencia en cuanto no se
aparta del poder divino y se mantiene dentro del orden establecido por
Dios. Pero cuando el poder humano manda algo claramente contrario a la
voluntad divina, traspasa los límites que tiene fijados y entra en
conflicto con la divina autoridad. En este caso es justo no obedecer.
22. Por el contrario, los partidarios del liberalismo, que
atribuyen al Estado un poder despótico e ilimitado y afirman que hemos
de vivir sin tener en cuenta para nada a Dios, rechazan totalmente esta
libertad de que hablamos, y que está tan íntimamente unida a la virtud y
a la religión. Y califican de delito contra el Estado todo cuanto se
hace para conservar esta libertad cristiana. Si fuesen consecuentes con
sus principios el hombre estaría obligado, según ellos, a obedecer a
cualquier gobierno, por muy tiránico que fuese.
IV. LA TOLERANCIA
23. La Iglesia desea ardientemente que en todos los órdenes de la
sociedad penetren y se practiquen estas enseñanzas cristianas que hemos
expuesto sumariamente. Todas estas enseñanzas poseen una eficacia
maravillosa para remediar los no escasos ni leves males actuales,
nacidos en gran parte de esas mismas libertades que, pregonadas con
tantos ditirambos, parecían albergar dentro de sí las semillas del
bienestar y de la gloria. Estas esperanzas han quedado defraudadas por
los hechos. En lugar de frutos agradables y sanos hemos recogido frutos
amargos y corrompidos. Si se busca el remedio, búsquese en el
restablecimiento de los sanos principios, de los que sola y
exclusivamente puede esperarse con confianza la conservación del orden y
la garantía, por tanto, de la verdadera libertad. Esto no obstante, la
Iglesia se hace cargo maternalmente del grave peso de las debilidades
humanas. No ignora la Iglesia la trayectoria que describe la historia
espiritual y política de nuestros tiempos. Por esta causa, aun
concediendo derechos sola y exclusivamente a la verdad y a la virtud no
se opone la Iglesia, sin embargo, a la tolerancia por parte de los
poderes públicos de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la
justicia para evitar un mal mayor o para adquirir o conservar un mayor
bien. Dios mismo, en su providencia, aun siendo infinitamente bueno y
todopoderoso, permite, sin embargo, la existencia de algunos males en el
mundo, en parte para que no se impidan mayores bienes y en parte para
que no se sigan mayores males. Justo es imitar en el gobierno político
al que gobierna el mundo. Más aún: no pudiendo la autoridad humana
impedir todos los males, debe «permitir y dejar impunes muchas cosas que
son, sin embargo, castigadas justamente por la divina Providencia»[13].
Pero en tales circunstancias, si por causa del bien común, y
únicamente por ella, puede y aun debe la ley humana tolerar el mal, no
puede, sin embargo, ni debe jamás aprobarlo ni quererlo en sí mismo.
Porque siendo el mal por su misma esencia privación de un bien, es
contrario al bien común, el cual el legislador debe buscar y debe
defender en la medida de todas sus posibilidades. También en este punto
la ley humana debe proponerse la imitación de Dios, quien al permitir la
existencia del mal en el mundo, «ni quiere que se haga el mal ni quiere
que no se haga; lo que quiere es permitir que se haga, y esto es bueno»[14].
Sentencia del Doctor Angélico, que encierra en pocas palabras toda la
doctrina sobre la tolerancia del mal. Pero hay que reconocer, si
queremos mantenernos dentro de la verdad, que cuanto mayor es el mal que
a la fuerza debe ser tolerado en un Estado, tanto mayor es la distancia
que separa a este Estado del mejor régimen político. De la misma
manera, al ser la tolerancia del mal un postulado propio de la prudencia
política, debe quedar estrictamente circunscrita a los límites
requeridos por la razón de esa tolerancia, esto es, el bien público. Por
este motivo, si la tolerancia daña al bien público o causa al Estado
mayores males, la consecuencia es su ilicitud, porque en tales
circunstancias la tolerancia deja de ser un bien. Y si por las
condiciones particulares en que se encuentra la Iglesia permite ésta
algunas de las libertades modernas, lo hace no porque las prefiera en sí
mismas, sino porque juzga conveniente su tolerancia; y una vez que la
situación haya mejorado, la Iglesia usará su libertad, y con la
persuasión, las exhortaciones y la oración procurará, como debe, cumplir
la misión que Dios le ha encomendado de procurar la salvación eterna de
los hombres.
Sin embargo, permanece siempre fija la verdad de este principio: la
libertad concedida indistintamente a todos y para todo, nunca, como
hemos repetido varias veces, debe ser buscada por sí misma, porque es
contrario a la razón que la verdad y el error tengan los mismos
derechos. En lo tocante a la tolerancia, es sorprendente cuán lejos
están de la prudencia y de la justicia de la Iglesia los seguidores del
liberalismo. Porque al conceder al ciudadano en todas las materias que
hemos señalado una libertad ilimitada, pierden por completo toda norma y
llegan a colocar en un mismo plano de igualdad jurídica la verdad y la
virtud con el error y el vicio. Y cuando la Iglesia, columna y
firmamento de la verdad, maestra incorrupta de la moral verdadera, juzga
que es su obligación protestar sin descanso contra una tolerancia tan
licenciosa y desordenada, es entonces acusada por los liberales de falta
de paciencia y mansedumbre. No advierten que al hablar así califican de
vicio lo que es precisamente una virtud de la Iglesia. Por otra parte,
es muy frecuente que estos grandes predicadores de la tolerancia sean,
en la práctica, estrechos e intolerantes cuando se trata del
catolicismo. Los que son pródigos en repartir a todos libertades sin
cuento, niegan continuamente a la Iglesia su libertad.
V. JUICIO CRÍTICO SOBRE LAS DISTINTAS
FORMAS DE LIBERALISMO
FORMAS DE LIBERALISMO
24. Para mayor claridad, recapitularemos brevemente la exposición
hecha y deduciremos las consecuencias prácticas. El núcleo esencial es
el siguiente: es absolutamente necesario que el hombre quede todo entero
bajo la dependencia efectiva y constante de Dios. Por consiguiente, es
totalmente inconcebible una libertad humana que no esté sumisa a Dios y
sujeta a su voluntad. Negar a Dios este dominio supremo o negarse a
aceptarlo no es libertad, sino abuso de la libertad y rebelión contra
Dios. Es ésta precisamente la disposición de espíritu que origina y
constituye el mal fundamental del liberalismo. Sin embargo, son varias
las formas que éste presenta, porque la voluntad puede separarse de la
obediencia debida a Dios o de la obediencia debida a los que participan
de la autoridad divina, de muchas formas y en grados muy diversos.
25. La perversión mayor de la libertad, que constituye al mismo
tiempo la especie peor de liberalismo, consiste en rechazar por completo
la suprema autoridad de Dios y rehusarle toda obediencia, tanto en la
vida pública como en la vida privada y doméstica. Todo lo que Nos hemos
expuesto hasta aquí se refiere a esta especie de liberalismo.
26. La segunda clase es el sistema de aquellos liberales que, por una
parte, reconocen la necesidad de someterse a Díos, creador, señor del
mundo y gobernador providente de la naturaleza; pero, por otra parte,
rechazan audazmente las normas de dogma y de moral que, superando la
naturaleza, son comunicadas por el mismo Dios, o pretenden por lo menos
que no hay razón alguna para tenerlas en cuenta sobre todo en la vida
política del Estado. Ya expusimos anteriormente las dimensiones de este
error y la gran inconsecuencia de estos liberales. Esta doctrina es la
fuente principal de la perniciosa teoría de la separación entre la
Iglesia y el Estado; cuando, por el contrario, es evidente que ambas
potestades, aunque diferentes en misión y desiguales por su dignidad,
deben colaborar una con otra y completarse mutuamente.
27. Dos opiniones específicamente distintas caben dentro de este
error genérico. Muchos pretenden la separación total y absoluta entre la
Iglesia y el Estado, de tal forma que todo el ordenamiento jurídico,
las instituciones, las costumbres, las leyes, los cargos del Estado, la
educación de la juventud, queden al margen de la Iglesia, como si ésta
no existiera. Conceden a los ciudadanos, todo lo más, la facultad, si
quieren, de ejercitar la religión en privado. Contra estos liberales
mantienen todo su vigor los argumentos con que hemos rechazado la teoría
de la separación entre la Iglesia y el Estado, con el agravante de que
es un completo absurdo que la Iglesia sea respetada por el ciudadano y
al mismo tiempo despreciada por el Estado.
28. Otros admiten la existencia de la Iglesia —negarla sería
imposible—, pero le niegan la naturaleza y los derechos propios de una
sociedad perfecta y afirman que la Iglesia carece del poder legislativo,
judicial y coactivo, y que sólo le corresponde la función exhortativa,
persuasiva y rectora respecto de los que espontánea y voluntariamente se
le sujetan. Esta teoría falsea la naturaleza de esta sociedad divina,
debilita y restringe su autoridad, su magisterio; en una palabra: toda
su eficacia, exagerando al mismo tiempo de tal manera la influencia y el
poder del Estado, que la Iglesia de Dios queda sometida a la
jurisdicción y al poder del Estado como si fuera una mera asociación
civil. Los argumentos usados por los apologistas, que Nos hemos
recordado singularmente en la encíclica Immortale Dei,
son más que suficientes para demostrar el error de esta teoría. La
apologética demuestra que por voluntad de Dios la Iglesia posee todos
los caracteres y todos los derechos propios de una sociedad legítima,
suprema y totalmente perfecta.
29. Por último, son muchos los que no aprueban la separación entre la
Iglesia y el Estado, pero juzgan que la Iglesia debe amoldarse a los
tiempos, cediendo y acomodándose a las exigencias de la moderna
prudencia en la administración pública del Estado. Esta opinión es recta
si se refiere a una condescendencia razonable que pueda conciliarse con
la verdad y con la justicia; es decir, que la Iglesia, con la esperanza
comprobada de un bien muy notable, se muestre indulgente y conceda a
las circunstancias lo que puede concederles sin violar la santidad de su
misión. Pero la cosa cambia por completo cuando se trata de prácticas y
doctrinas introducidas contra todo derecho por la decadencia de la
moral y por la aberración intelectual de los espíritus. Ningún período
histórico puede vivir sin religión, sin verdad, sin justicia. Y como
estas supremas realidades sagradas han sido encomendadas por el mismo
Dios a la tutela de la Iglesia, nada hay tan contrario a la Iglesia como
pretender de ella que tolere con disimulo el error y la injusticia o
favorezca con su connivencia lo que perjudica a la religión.
VI. APLICACIONES PRÁCTICAS
DE CARÁCTER GENERAL
DE CARÁCTER GENERAL
30. De las consideraciones expuestas se sigue que es totalmente
ilícito pedir, defender, conceder la libertad de pensamiento, de
imprenta, de enseñanza, de cultos, como otros tantos derechos dados por
la naturaleza al hombre. Porque si el hombre hubiera recibido realmente
estos derechos de la naturaleza, tendría derecho a rechazar la autoridad
de Dios y la libertad humana no podría ser limitada por ley alguna.
Síguese, además, que estas libertades, si existen causas justas, pueden
ser toleradas, pero dentro de ciertos límites para que no degeneren en
un insolente desorden. Donde estas libertades estén vigentes, usen de
ellas los ciudadanos para el bien, pero piensen acerca de ellas lo mismo
que la Iglesia piensa. Una libertad no debe ser considerada legítima
más que cuando supone un aumento en la facilidad para vivir según la
virtud. Fuera de este caso, nunca.
31. Donde exista ya o donde amenace la existencia de un gobierno que
tenga a la nación oprimida injustamente por la violación o prive por la
fuerza a la Iglesia de la libertad debida, es lícito procurar al Estado
otra organización política más moderada, bajo la cual se pueda obrar
libremente. No se pretende, en este caso, una libertad inmoderada y
viciosa; se busca un alivio para el bien común de todos; con ello
únicamente se pretende que donde se concede licencia para el mal no se
impida el derecho de hacer el bien.
32. Ni está prohibido tampoco en sí mismo preferir para el Estado una
forma de gobierno moderada por el elemento democrático, salva siempre
la doctrina católica acerca del origen y el ejercicio del poder
político. La Iglesia no condena forma alguna de gobierno, con tal que
sea apta por sí misma la utilidad de los ciudadanos. Pero exige, de
acuerdo con la naturaleza, que cada una de esas formas quede establecida
sin lesionar a nadie y, sobre todo, respetando íntegramente los
derechos de la Iglesia.
33. Es bueno participar en la vida política, a menos que en algunos
lugares, por circunstancias de tiempo y situación, se imponga otra
conducta. Más todavía: la Iglesia aprueba la colaboración personal de
todos con su trabajo al bien común y que cada uno, en las medidas de sus
fuerzas, procure la defensa, la conservación y la prosperidad del
Estado.
34. No condena tampoco la Iglesia el deseo de liberarse de la
dominación de una potencia extranjera o de un tirano, con tal que ese
deseo pueda realizarse sin violar la justicia. Tampoco reprende,
finalmente, a los que procuran que los Estados vivan de acuerdo con su
propia legislación y que los ciudadanos gocen de medios más amplios para
aumentar su bienestar. Siempre fue la Iglesia fidelísima defensora de
las libertades cívicas moderadas. Lo demuestran sobre todo las ciudades
de Italia, que lograron, bajo el régimen municipal, prosperidad, riqueza
y nombre glorioso en aquellos tiempos en que la influencia saludable de
la Iglesia había penetrado sin oposición de nadie en todas las partes
del Estado.
35. Estas enseñanzas, venerables hermanos, que, dictadas por la fe y
la razón al mismo tiempo, os hemos transmitido en cumplimiento de
nuestro oficio apostólico, confiamos que habrán de ser fructuosas para
muchos, principalmente al unir vuestros esfuerzos a los nuestros. Nos,
con humildad de corazón, alzamos a Dios nuestros ojos suplicantes y con
todo fervor le pedimos que se digne conceder benignamente a los hombres
la luz de su sabiduría y de su consejo, para que, fortalecidos con su
virtud, puedan en cosas tan importantes ver la verdad y vivir según la
verdad, tanto en la vida privada como en la vida pública, en todos los
tiempos y con inquebrantable constancia.
Como prenda de estos celestiales dones y testimonio de nuestra
benevolencia, a vosotros, venerables hermanos, y al clero y pueblo que
gobernáis, damos con todo afecto en el Señor la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 20 de junio de 1888, año undécimo de nuestro pontificado.
LEÓN PP XIII
Notas
[1] Eclo 15,14.
[2] ASS 18 (1885) 161-180.
[3] Jn 8,34.
[4] Santo Tomás, In Ioannem 8 lect.4 n.3.
[5] San Agustín, De libero arbitrio 1,6,15: PL 32,1229.
[6] Cf. Gál 3,28.
[7] Rom 13,2.
[8] Jer 2,20.
[9] Cf. Santo Tomás, Sum. Theol. II-II q.81 a.6 c.
[10] Véase la Enc. Immortale Dei: ASS 18 ( 1885) 161-180.
[11] Jn 6,45.
[12] Jn 8,32.
[13] San Agustín, De libero arbitrio 1,6,14: PL 32,1228.
[14] Santo Tomás, Sum. Theol. 1 q.19 a.9 ad 3.
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