sábado, 8 de abril de 2017

Luterándonos: Devotio moderna y obediencia ciega

Luterándonos: Devotio moderna y obediencia ciega

Ya hemos analizado en otro lado los rasgos característicos de la Devotio moderna, una corriente de espiritualidad que, especialmente en el siglo XV comenzó a inmiscuirse lentamente dentro de los mejores círculos católicos y que aún perdura en el presente[1].
Entre sus características principales mencionábamos un reglamentarismo excesivo que terminaba por anular la persona al minar literalmente la conciencia. Por cierto y a modo de atenuante, hay que decir que Lutero había nacido en tiempo y forma para recibir lo peor y lo mejor de su época: una teología escolástica decadente y –por ende–una espiritualidad alejada de la tradición católica; no por nada Taulero era su “místico preferido”[2] e incluso,


“el célebre Gerardo Groote gozaba de gran autoridad aun para Lutero. Todos saben cuán poderosa fue la influencia de Groote sobre la vida monástica de su época[3] (…). “Con el espíritu de Rusbrokio (Ruysbroeck) está redactado el librito de la Imitación de Cristo que en tiempo de Lutero ya se había extendido muchísimo, tanto manuscrito como impreso. Está en las manos de todos, incluso de los protestantes”[4].

Al inicio de su vida religiosa, el fraile alemán será un férreo defensor de la virtud (y el voto) de obediencia, entendida ésta como “la más grande de las virtudes”. Por ejemplo, antes de su ruptura con la Iglesia de Roma,


“hace hincapié con toda su fuerza en que los súbditos cultiven la obediencia, sin la cual no hay salvación, y que sacrifiquen sus ejercicios privados a los generales y claustrales, esto es, a los prescritos por las reglas, en una palabra, a la obediencia: ‘nadie es justo sino el obediente’[5].

En líneas generales –nadie lo duda– llevaba la razón, sin embargo, en nombre de dicha virtud no pocas veces se han cometidos enormes tropelías dentro de los claustros, haciendo convirtiendo a “inferiores” en “superiores” y –por ende- en tiranuelos que, esa ley de la compensación, de la cual hablaba Castellani, serían incapaces de faltar a la castidad, pero sí muchas veces a la caridad y a la prudencia.
Al Lutero agustino y observantérrimo le parecía que uno podía salvarse siempre a tenor de la conciencia del prelado, es decir, del superior, poniendo en suspenso o en “modo obediencia” –con perdón de la expresión– la propia alma:


“durante una buena serie de años lo vemos en el claustro ejercitar exteriormente y en las observancias exteriores una obediencia ciega (…). En cuanto lo podemos rastrear por sus escritos, siempre sostiene la necesidad de la ciega obediencia claustral (…). Interpretando el versículo 2º del salmo 1.: ‘En la ley del Señor está su voluntad’, escribe Lutero: ‘hay, en el día especialmente, muchos religiosos que se reservan el juicio sobre lo que a ellos les mandan sus superiores, lo cual no es estar bajo el superior, sino sobre el superior. Al religioso debe bastarle un solo motivo para obedecer, que es el dé haber prometido obediencia. No debe, como la serpiente del paraíso, preguntar el ‘porqué’. Dios no quiere sacrificios sino obediencia, ni necesita de nuestras grandes obras, pues que Él puede hacerlas mucho mayores, sino que nos pide únicamente la obediencia. Resalta su valor hasta en un mandamiento mínimo y despreciable, mientras que la desobediencia es infinitamente ruin hasta en las obras más grandes e importantes’. El año siguiente repite Lutero la misma idea: ‘cualquiera cosa que hagamos sin relación a la obediencia, es obra defectuosa’”[6].

Por el contrario, Santo Tomás de Aquino a quien hay que acudir siempre, planteaba ya en pleno siglo XIII que es la conciencia (incluso cuando es errónea) la que obliga al alma más que el precepto del prelado[7] y que –por ende– es imposible suspender su ejercicio a fuer de un mandato superior.
Pero podríamos preguntarnos ¿de dónde este reglamentarismo u obediencialismo tan lejano a la concepción tradicional? ¿No cabría mejor un “subjetivismo” en pleno Renacimiento? Pues no: al alejarse el hombre de Dios como de su principio y fin, y colocarse en el ápice de la realidad natural y sobrenatural, es necesario que nada haya más arriba que la ley positiva que hará clamar a Luis XIV su “l’État c’est moi!”.
El hombre moderno pondrá al hombre (¡a todo hombre!) como origen de la ley; por el contrario, muy diversa era la idea de obediencia en la espiritualidad tradicional, la cual le hacía proclamar a San Bernardo, al momento de su profesión:


“‘prometo… obediencia según la regla de san Benito’, y por lo tanto, no según la voluntad o capricho del presidente”[8].

Santo Tomás lo decía aún más claramente:


“el que hace la profesión no hace voto de observar todas y cada una de las cosas que prescribe la regla, sino que lo hace de la observancia de la vida regular cuya esencia está comprendida en esos votos. Hace voto, no de la regla, sino de vivir según la regla esto es, procurar que ‘sus costumbres sean ajustadas a la regla como a un patrón’”[9].

Es decir: la obediencia ni era ciega ni era idiota ni era absoluta, sino que buscaba seguir lo esencial de una regla, bajo la guía prudente de un superior que gobernaba en un ámbito de caridad y confianza mutua. Lutero, por el contrario, la entendía según la corriente de la Devotio moderna:

“He aquí que yo he hecho voto de toda la regla de san Agustín”, por lo que había jurado cumplir cada uno de los artículos y exhortaciones de la regla de allí que fuera imposible ver la regla como algo amable. En la regla de san Agustín se dice, por ej.: ‘No vayan a bañarse sino es necesario y al menos de a dos o de a tres’, por lo que si alguien, siendo ermitaño no fuese en compañía de otros, estaría quebrantando el voto”[10].

Como señala el P. Denifle,

“En sus obras y sermones posteriores, la idea que Lutero más a menudo repite en todos los tonos, es que los religiosos colocan a sus fundadores en lugar de Dios y de Cristo[11].
Y tenía razón en algunos casos. Con el tiempo y por una natural (¿?) rebeldía, diría justamente lo contrario:


“Cuando me pongo a pensar que nada justifica delante de Dios, sino la sangre de Cristo, luego a luego me salta a la vista la consecuencia siguiente: en ese caso, los estatutos de los papas y las reglas de los fundadores nos apartan del camino verdadero lo cual es motivo suficiente para que sean arrasados todos los conventos”[12].

Se trataba de una decadencia no tanto de la vida religiosa sino de un juridicismo y hasta diríamos, una interpretación farisaica de las leyes que se iba introduciendo a partir de ese reglamentarismo indecente propugnado por la nueva corriente de espiritualidad:


“Bajo el papado se aterrorizaban cándidamente las conciencias, porque, por. ej., si él cuando era monje, hubiera salido de la celda sin escapulario, hubiera creído cometer en ello pecado mortal, porque un monje no puede andar sin escapulario”[13].

Y de obediencialista pasará al extremo contrario como leemos ya en 1531 a decir que la Iglesia,


“permite, sin embargo, enseñar y creer que el que suelta un preso en el roquete (hacer una flatulencia), hace un pecado mortal, y el que ventosea en el altar, es un condenado. Pero oigamos su insigne artículo de fe: el que, lavándose la boca con agua, traga una gota, no puede celebrar misa; el que, teniendo la boca abierta, se la cuela un mosquito en el gaznate, aquel día no puede recibir el Sacramento, y por este mismo estilo, tienen un sinnúmero de artículos espléndidos, excelentes y sublimes, sobre los cuales está fundada su iglesia cochina”[14].

Para ver la diferencia entre esta concepción rigorista de la ley y la devoción tradicional, otra vez debemos volver al Aquinate quien, ante una objeción referida el ayuno eucarístico, decía:

“Si el sacerdote se acuerda, después de la consagración, de que ha comido o bebido algo, debe completar el sacrificio y asumir el sacramento. Igualmente, si se acuerda de que ha cometido un pecado, debe arrepentirse con propósito de confesar y satisfacer, de tal manera que asuma el sacramento no indigna, sino fructuosamente. Y la misma razón vale para el caso de acordarse de que está excomulgado. Debe proponerse pedir la absolución. Y así le absolverá el invisible Pontífice, Jesucristo, para este acto de acabar los divinos misterios”[15].

¿Dónde entonces el rigorismo? Sólo en la concepción de Lutero.


Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi