EL SUPER
CAPITALISMO INTERNACIONAL
SU DOMINIO DEL MUNDO
EN EL AÑO 2000
PEDRO
PIÑEYRO
IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depósito que exige
la ley 11.723
Buenos Aires
1970
edición del
autor 1970
Al genial filósofo,
sociólogo, economista,
creador del materialismo dialéctico,
fundador del socialismo científico,
organizador de la "Primera Internacional",
autor del "Manifiesto del Partido Comunista",
de "El Capital",
de cien obras medulosas que acicatearon la gesta
proletaria.
Quien, a lo largo de cuarenta años de áspera lucha,
ignoró sistemáticamente la
existencia de
la Banca Rothschild,
el más formidable bastión
del supercapitalismo.
La narración de la presente obra, ha sido estampada en mas de 700 hojas, razón por la cual nos obligamo a no traducirlo en toda su integridad y adaptar su publicaón agrupando sus capítulos en diferentes espacios, por intrpretarlos de fácil lectura y comprensión.
Los mas extenso de esos contenidos evitados, comprenden especialmente a los clásicos PROLOGOS.
Se evidencia en él, la ambición desproporcionada que ha movido la humanidad a guiar su vida, además de esa "AMBICION MATERIAL", innumerables otros pecados que CRISTO NUESTRO SEÑOR, predijo a que sean evitado.
Es además "EL SUPER CAPIRALISMO MUNDIAL", una larga leyenda de personaje históricos que reinaron en el pasado con sus siempres posibles resultados "EL BIEL O EL MAL".
Cuenta así mismo, resultados que se pueden deducir actualmente evitando terribles falencias y guerras promovidas en toda la tierra.
De nuestros limitados pensamientos, deducimos personalmente, que da al pretendido "NUEVO ORDEN MUNDIAL" bases con suficientemente certeras y efectivas.
La puesta en escenas de tantos ex "LIDERES MUNDIALES" citados en lo escrito, sus ambiciones, proyectos y falta de aplicar "DOGMAS Y MANDAMIENTOS" de la "LEY DIVINA", el hombre debe comprender, corregir, responsabilizar y volcarse a la elección de los estrechos callejones elegidos a los que opto sumergirse o terminantemente inclinarse a los señalados por su creador y dueño.
NOMINA DE CAPITULOS DEL PRIMER ESPACIO
1-Reacción defensiva inicial
2-La necesidad de creer
3-Un Papa: Inocencio III
4-La Poderosa Iglesia Romana
5-Bonifacio VIII
6-Carlod de Anjón
7-Las sangrientas "ísperas Sicilanas"
8-Felipe el Hermoso
9-Felipe destruye a Bonifacio
10-Consolids su triunfo sobre Roma
1.
REACCIÓN DEFENSIVA INÍCIAL
La Revolución Francesa y la que en 1917
derrocó al régimen zarista, fueron meras etapas de la magna Revolución
Universal que empezó a tomar forma concreta en los comienzos del siglo XVI y se
halla hoy, a 450 años de entonces, en el momento culminante de su evolución.
Los revolucionarios habían determinado los
dos formidables pilares que deberían derribar: el Cristianismo y la Nobleza.
Con el fin de perfeccionar el planteo
original, agregaron posteriormente la Burguesía.1
En realidad esta nueva clase social no
inspiraba preocupación. Carecía de raíces y autonomía; sus integrantes no eran
nobles ni pertenecían a la privilegiada organización religiosa. Eran plebeyos
que se habían hecho fuertes al enriquecerse en el comercio pero no tenían
religión ni patria. No sentían otra mística que la del becerro de oro. Su
poderío económico era enorme pero su esencial venalidad les llevaría a
someterse y adaptarse a cualquiera fuerza política que eventualmente asumiera
la dirección del movimiento.3
No hay constancia de que la idea original
de la Revolución Universal se deba a una determinada concepción individual.
Si pensamos que la doctrina mosaica —más
tarde cristianaron sus dogmas, su culto, su liturgia y esa maravillosa novela
que es la Biblia, fue concebida, complementada y perfeccionada por los más
brillantes pensadores de cada época en el curso de treinta siglos, podremos
también admitir que la idea de la Revolución Universal haya ido estructurándose
como producto de reacciones individuales concurrentes contra papas y obispos
que desvirtuaron su apostolado para satisfacer su concupiscencia y contra reyes
y señores feudales que se apoyaron en sus ejércitos para imponer sus despóticos
gobiernos.
La idea fundamental de la Revolución
Universal —originalmente simple expresión de repudio contra mercaderes de la
fe cristiana y señores de horca y cuchilla— se fue transformando y
complementando en el curso de siglos hasta llegar a ser lo que es hoy: un
definido propósito de eliminar religiones obsoletas, para reemplazarlas por una
única religión materialista que pronto habrá de imperar, ineludiblemente, en
todo el mundo.
2.
LA NECESIDAD DE CREER
Si nos limitáramos a considerar
objetivamente la dura evolución de la Iglesia Romana, con sus penosísimos
períodos de lucha, las mortales persecuciones de que se la hizo víctima y el
desprestigio en que la hundieron tantas veces sus propios papas, cardenales,
obispos y sacerdotes, sus asombrosas reacciones nos resultarían tan
inexplicables como su portentosa capacidad de subsistir.
Ningún enemigo, por fuerte que hubiere sido,
pudo destruirla.
Reyes poderosos la desterraron de sus
dominios y lograron aparentemente su propósito, pero sólo aparentemente porque
los súbditos a quienes su soberano había prohibido creer, necesitaban creer
tanto como necesitaban comer, dormir o respirar.
Necesitaban creer en Aquél que les
prometía, aunque fuera en otra vida, generosa compensación por las mil y una
penurias a que estaban irremisiblemente condenados en su paso por la Tierra.
El derecho de creer era el derecho de
concebir una ilusión y las gentes simples que ejercían ese derecho no
analizaban si el Rey tenía o no el derecho de negárselos. Sólo
atinaban a esconderse para juntar sus manos y orar. El peligro de ser
sorprendidos y castigados por su desobediencia exaltaba su fe; la hacía tan
profunda y mística que entraban en un estado de arrobamiento en el que sentían
que sus almas se separaban de sus cuerpos para entrar en inefable comunión con
Dios.
Alcanzar ese dulcísimo estado de éxtasis
equivalía a un premio y constituía un anticipo de la maravillosa paz que
habrían de gozar por toda la eternidad quienes llegaran a merecer el Cielo.
Gregorio vh, el más sagaz pontífice romano que
haya existido, supo capitalizar la fe de millones de creyentes y llevó su papado
hasta un tipo de super-estado cristiano que parecía emular la potestad de la
Roma cesárea.
La influencia de la valiente filosofía
agustina ("La Iglesia impera sobre el
pensamiento y el Estado" y "El Papa impera sobre los emperadores y
reyes") se reflejaba en la no menos valiente política pontifical de Gregorio
VII.3
Lo probaban cada una de las siete cláusulas
de su categórico Dictatus:
1°: la Iglesia Romana no ha errado ni podrá errar jamás; 2º: el Papa
es el Supremo Juez; 3º: nadie en la Tierra tiene poder para juzgar al Papa; 4°:
ningún sínodo podrá convocarse sin orden del Papa; 5º: sólo el Papa puede
nombrar o deponer obispos; 6º: el Papa merece el homenaje de todos los
príncipes; 7º: el Papa puede deponer a cualquier Emperador4.
Al lograr que el soberbio Enrique IV,
Emperador de Alemania a quien acababa de excomulgar y deponer, peregrinara
descalzo hasta Canosa, en lo más alto de los Apeninos, a implorarle perdón,
los postulados del Dictatus adquirieron incontrastable fuerza de ley y el poder
político del Papa superó el máximo poder jamás alcanzado por César.
El informe que Gregorio VII enviara a los
príncipes alemanes reunidos para designar el sucesor de Enrique IV, permite
apreciarlo:
Enrique vino a Canosa, acompañado de sólo dos personas. Se presentó a la
puerta del castillo, descalzo, vistiendo sólo un tosco manto de lana que no le
preservaba del intenso frío y nos rogó humildemente que le concediéramos
nuestro perdón y nuestra absolución. Continuó presentándose durante tres días
consecutivos hasta que nos compadecimos de su aflicción, levantamos la
excomunión que pesaba sobre él y le recibimos nuevamente en el seno de nuestra
Santa Madre Iglesia,5
El postulado gregoriano de la República
Europea Cristiana fue tan vigoroso y definido que a la muerte de su creador y
sostenedor, Roma siguió privando, por inercia, en la evolución del mundo
occidental.
La magnífica gestión de Gregorio fue
seguida por los insubstanciales gobiernos de veinte papas que no debieron
haber pasado de curas párrocos.
Exactamente cien años después —1177— cupo a
Alejandro ni repetir en Venecia la proeza de Gregorio VII.
Federico I de Alemania, comúnmente llamado
Barbarroja, distaba de ser un gallardo héroe de la mitología germana. Era, en
cambio, ambicioso y astuto.
Rodeado de los hombres más brillantes de su
época, alemanes y extranjeros, atendió con empeño a su formación intelectual y
llegó a ser considerado un gobernante de vasta cultura.
Fervoroso
admirador de Constantino I, el vencedor del Emperador Majencio; de Justiniano,
el vencedor de vándalos y persas, y de Carlomagno, el extraordinario estadista
y guerrero que llegara a ostentar los títulos de Emperador de Oriente y Occidente
y del Sagrado Imperio Romano, Barbarroja hizo canonizar a sus tres ídolos por
su Antipapa Víctor V y buscó en sus hazañas la inspiración que le permitiera
revitalizar el Santo Imperio que Carlomagno fundara en la Navidad del año 800.
Aspiraba a ser titular del Sacro Imperio
Romano pensando que ello le acordaría equivalencia con el Papa y le permitiría
considerarse un segundo Vicario de Dios. Los juristas de Bolonia que le
enseñaban Derecho Romano admitieron que su título de Emperador de Alemania le
permitía considerarse Rey de Lombardía.
El Papa Alejandro ni se negó a aceptarlo
así y las ciudades lombardas rechazaron al "Podestá" que pretendía
gobernar por delegación del Emperador.
Enardecido por la firme resistencia que
Milán opusiera durante dos años a su asedio, Federico la quemó totalmente cuando,
por fin, pudo apoderarse de ella.
Alejandro ni le excomulgó y las demás
ciudades lombardas: Bolonia, Módena, Parma, Cremona, Bergamo, Brescia, Mantua,
Ferrera, Treviso, Padua, Verona, Vicenza y la misma Milán, se constituyeron en
una Liga Lombarda que derrotó a Federico en Legnano obligándole a aceptar una
tregua de seis años.
Fue entonces cuando el Emperador alemán se
humilló ante Alejandro y besó su pie desnudo.
Barbarroja y el Papa
se reconciliaron y la excomunión fue levantada.
1 J. W. thompson, Historia Sor;,./ y Económica
de la Edad
Media, pág. 801.
2 carlos marx, Manifiesto del Partido
Comunista: "La burguesía
ha desempeñado, en realidad,
una función cniincnicmentc revolucionaria. Ha ahogado los sentimientos
religiosos en las heladas aguas del cálculo egoísta... Ha hecho de la dignidad
personal un simple valor de cambio ...".
3
J. bryce, Holy Román Empire.
4
Cambridge Medieval History, vol. V.
5 O. thatcher
and E. Me neal, Source Book for Medieval History, pág. 159.
3.
UN PAPA: INOCENCIO III
Otra vez, a la muerte de Alejandro III y tal
como ya había ocurrido al morir Gregorio VII, volvieron a sucederse los papas
carentes de audacia y capacidad política: Lucio III, Urbano III, Gregorio VIII,
Clemente III y Celestino III ocuparon sin pena ni gloria el sitial de San
Pedro.
En 1198, Inocencio III pareció destinado a
infundir nuevas fuerzas a la languidecente hegemonía cristiana.
Hijo del Conde Segni, rico terrateniente,
había estudiado Filosofía y Teología en París y más tarde Derecho Civil y
Canónico en los centros de Altos Estudios de Bolonia.
Poseedor de una excepcional inteligencia
puesta al servicio de una enfermiza ambición, regresó a Roma apenas cumplidos
los veinticinco años y causó admiración que rayó en el asombro por la
profundidad de sus conocimientos y por su singular genio político.
No resultó extraño, por previsto, que a los
treinta años alcanzara el purpurado ni que, sólo siete años después, al
producirse la primera acefalía pontificia, fuera consagrado Papa por aquel
conjunto de ancianos cardenales que veían en él a un predestinado continuador
de la obra de Gregorio VII.
Inocencio III ascendió al trono pontificio
cuando moría el Emperador Enrique VI, el Cruel, señor de la mitad Sur de
Italia.
Enrique VI había estado a punto de
concretar los proyectos de su padre —Barbarroja— al adueñarse de la Italia
meridional y Sicilia. Salvo los estados pontificios, toda Italia se sometió a
su voluntad. Provenza, el Delfinado, Borgoña, Alsacia, Lorena, Suiza, Holanda,
Alemania, Austria, Bohemia, Moravia y Polonia constituían la homogénea base de
su Imperio; Inglaterra le rendía vasallaje; Antioquía, Cilicia y Chipre le
habían pedido protección; los moros almohades de Andalucía y Marruecos le
pagaban tributo. Cuando Enrique VI murió, víctima de la disentería, sólo tenía
treinta y tres años de edad y cumplía el séptimo año de su reinado.
Era indudable que se proponía invadir
España y Francia pero había concedido prioridad a la conquista de Bizancio y
sus primeras legiones desembarcaban ya en las costas de Tesalia para preparar
el ataque cuando acaeció su sorpresiva muerte, dejando un Príncipe Heredero de
sólo tres años de edad.
Inocencio III actuó con tanta celeridad
como eficacia. Con promesas de la más variada índole y alcance, logró ganar la
confianza de la Emperatriz viuda, de cuyo hijo se proclamó oficialmente
padrino, tutor y preceptor.
Tomó prisionero al Prefecto designado por
Enrique VI para Roma, invadió los feudos alemanes de Spoleto y Perusa, sometió
a todos los señores feudales y terratenientes que habían convertido la
Toscana en un heterogéneo damero y restableció la autoridad papal sobre los
huérfanos estados pontificios. Al obtener de la Emperatriz viuda la
transferencia de las Dos Sicilias completó su exclusivo señorío sobre la
unificada Italia.
Durante ese primer año de su mandato actuó
con la irresistible violencia de un huracán. Todo lo endeble, artificial,
podrido o foráneo que había en la península fue desarraigado y barrido por la
ejecutividad de su directa diplomacia o por la enérgica acción de su
reorganizado ejército.
Como Gregorio VII y Alejandro III, fue un
Papa con mentalidad de César romano. Como ellos, sostenía que el poder
espiritual estaba por encima del poder secular de cualquier Emperador de la
Tierra.
Despreciaba los poderes terrenales pero
trataba de conquistarlos para contar con la fuerza que le permitiera
mantenerse al frente del mundo con la adhesión o con la sumisión de todos los
gobiernos y de todos los pueblos.
Inocencio III resolvió entonces que su
próximo paso político, consagratorio y definitivo, no podría ser otro que una
Cruzada victoriosa.
Pero habría de ser preciso que hilara muy
fino si quería llegar a crear intereses sobre bases tan deleznables como un
simple propósito personal y el negativo recuerdo de las tres cruzadas ya
infructuosamente intentadas.
La necesidad de conquistar Bizancio
anticipándose a la notoria intención de los turcos seléucidas, quienes venían
arrasando toda Asia y acababan de hacerse fuertes en Bagdad, respondía al común
interés de Roma, Francia, Inglaterra, Alemania y aún de las poderosas ciudades
comerciantes del Norte de Italia: Venecia, Genova, Pisa y de la sureña Amalfi.
De la pacífica, incruenta anexión de
Bizancio —Inocencio estaba convencido de que podría conquistársela sin
inferirla daño ni ofensas— el Papado sólo esperaba obtener el beneficio de
atraer la iglesia ortodoxa a Roma.
La conquista de Bizancio y la absorción de
su Iglesia permitirían revitalizar la concepción del Sagrado imperio Romano de
Carlomagno, que había constituido el sueño político del malogrado Barbarroja y
era premio harto generoso para colmar las aspiraciones del más ambicioso
monarca de la tierra.
Restaba aún una tercera razón: la conquista
del monopolio comercial con el Medio Oriente, proyectado hasta la India,
referido a la venta de artículos manufacturados en trueque por materias primas
y especias, que ofrecía la seguridad de un magnífico negocio que Occidente
manejaría a su antojo.
En suma y por lo que a él concernía, la
Cuarta Cruzada que Inocencio III trataba de organizar sólo se proponía
reconquistar el Santo Sepulcro, anexar la Iglesia de Bizancio a Roma para salvarla
del Islam y hacer del Papado el centro latente del consolidado imperio
espiritual que soñara Gregorio VII.
Tal era y no otro, el exclusivo interés, lealmente
confesado, del Papa Inocencio III.
Dejaba los beneficios materiales —el poder
político y el poder económico— para que se lo repartieran entre sí quienes
contribuyeran con ejércitos y quienes resolvieran los problemas logísticos de
esos ejércitos.
La muerte del temible Saladino pareció
favorecer los planes de Inocencio III porque eliminaba el más serio motivo de
preocupación. En realidad, le privó de la segura colaboración de Ricardo I,
quien al abandonar el campo, luego del fracaso de la Tercera Cruzada, había
anticipado al gran guerrero musulmán su propósito de volver a Oriente en busca
de desquite.
Felipe Augusto, que compartiera con Ricardo
I los riesgos y sinsabores de la anterior Cruzada, recordaba las mil
vicisitudes y la seria enfermedad que le había obligado a retornar a Francia
presa de altas fiebres. No le atraía la problemática posibilidad de conquistar
tesoros a cambio de cierto riesgo de sucumbir a las asechanzas de los astutos
musulmanes o a las enfermedades que se contraían al beber agua o al ser picado
por cualquier insecto.
Venecia, Pisa y Genova aceptaban financiar
la Cruzada a cambio del futuro monopolio comercial pero ya habían advertido
que tampoco
habrían de arriesgar las enormes sumas calculadas si no contaban con razonables
garantías de éxito.
Inocencio III logró que los condes Balduino
de Flandes, Simón de Montfort, Luis de Blois y Godofredo de Villehardouin
reclutaran veinte mil infantes, diez mil escuderos y cinco mil caballeros
montados.
Venecia suministraría hasta seiscientas
naves para el transporte de esas tropas a cambio de un compromiso equivalente a
casi diez millones de dólares actuales y a la promesa conjunta de asignarle la
mitad del botín que se conquistara.6
En el planteo inicial de su proposición, el
hábil Inocencio III había tratado de vencer algunas resistencias formales
sugiriendo, como agregado, la fácil empresa de atacar a Egipto y saquearlo,
para seguir luego a Palestina.
Venecia aparentó aceptar esta sugestión
que, de concretarse, la habría beneficiado en una parte alícuota, lo mismo que
a sus asociadas Pisa, Genova y Amalfi, pero se apresuró a enviar un emisario a
los egipcios advirtiéndoles del peligro así como de su leal propósito de hallar
modo de evitarlo.
Venecia comerciaba exclusivamente con los
egipcios desde mucho tiempo atrás y era lógico que apelara a cualquier recurso
para que no se diera muerte a su gallina de los huevos de oro.
Tal como había ocurrido en las anteriores
cruzadas, la católica Francia proporcionaba la mayor parte del elemento humano.
De acuerdo a la costumbre, cada cruzado
aportaba todo el dinero de que disponía y aún el que había podido reunir entre
sus parientes y amigos.
La suma de estos aportes individuales
alcanzaba escasamente a cincuenta mil marcos de plata, es decir, treinta y
cinco mil marcos menos de lo que Venecia había presupuesto como costo del
transporte de las tropas.
El anciano Dux Dándolo ofreció dar
por cancelada la diferencia si los cruzados aceptaban atacar Zadar, puerto del
Adriático, sobre la costa dálmata, que seguía en importancia a Venecia.
Fue inútil que el Papa Inocencio III, desde
Roma, amenazara excomulgar a quienes participaran de esa operación militar no
prevista. Los cruzados atacaron y saquearon Zadar y luego trataron de
tranquilizar al Papa ofreciéndole la mitad del botín obtenido.
Lograron así que el Papa les absolviera
pero no cumplieron su parte del convenio y sin preocuparse de la indignación
del burlado Inocencio, ultimaron los preparativos para el ataque a
Constantinopla.7
Inocencio ni intentó de nuevo torcer ese
rumbo y llegó a amenazar, esta vez individualmente, a cada uno de los cuatro
comandantes responsables, pero todos sus esfuerzos resultaron nuevamente
inútiles.
Una ciudad tan rica y tan mal defendida
como Constantinopla constituía una tentación demasiado fuerte para treinta mil
hombres que podían olvidar a Cristo apenas vislumbraran la posibilidad de
enriquecerse.
Constantinopla fue ignominiosamente
arrasada.
Primero lo fueron sus palacios y templos.
Cuanto metal precioso, reliquia u objeto de valor se halló en ellos fue
llevado a las bodegas de los centenares de barcas ancladas en la bahía.
El saqueo colmó los límites del absurdo. Lo
que no interesaba robar, se quemaba. Según el grado de cultura de quien
dirigiera cada operación, dependía el destino que se daba a valiosísimos
manuscritos en pergamino que eran pasto de las llamas o se reservaban, como
objeto de curiosidad, si su aspecto resultaba atrayente o su encuadernación
permitía concederle algún valor.
En la biblioteca de la Universidad y en
otras importantes bibliotecas privadas que fueron totalmente quemadas se
perdieron obras de Sófocles y Eurípides, la colección más completa de los
libros de medicina —sesenta, en total— de Oribasio de Pérgamo, médico de
Juliano el Apóstata, muerto a comienzos del siglo V. Otro compendio médico de
Accio de Amida, médico de Justiniano, realizado a semejanza del anterior aunque
especializado sobre dolencias de los ojos, oídos, nariz, garganta y dientes,
también fue quemado.
Las residencias de nobles, magistrados o
comerciantes enriquecidos fueron las primeras en ser invadidas y saqueadas por
la soldadesca.
Ancianos inermes, niños de corta edad
fueron brutalmente apuñaleados y las mujeres, niñas, jóvenes, adultas,
ancianas, enfermas o a punto de parir, fueron indiscriminadamente violadas y
muchas de ellas estranguladas para que cesaran en sus molestas manifestaciones
histeriformes.
Luego de diez días de excesos, los cruzados
consideraron que la participación que correspondía a cada uno constituía un provecho
razonable y decidieron retornar a sus tierras sin preocuparse por Jerusalen ni
por el rescate del Santo Sepulcro.
Balduino de Flandes fue coronado Rey de
Constantinopla, oficializó el idioma francés, cedió a Venecia el Epiro, las
Islas Jónicas, gran parte del Peloponeso, las Islas del Egeo y tres octavos de
Constantinopla; en cambio, los genoveses, aunque compensados medianamente en
el reparto del botín, fueron desposeídos de sus emporios comerciales.
El Papa Inocencio aceptó la fusión de la
iglesia griega con la latina y procedió al envío de todos los frailes latinos
que fueran menester para reemplazar totalmente a los miembros del clero griego.
El vergonzoso resultado de esta Cruzada
sumado al rotundo fracaso de la Cruzada anterior pareció indicar que no
volvería a insistirse en este tipo de expediciones pero, algunos años después,
en 1215, con ocasión de celebrase el IV Concilio de Letrán, Inocencio III
volvió a insistir sobre la necesidad de recuperar Jerusalen e inició la
organización de la Quinta Cruzada.
El Papa aprovechó el magno acontecimiento
—el IV Concilio de Letrán era el XII Concilio Ecuménico y se hallaban presentes
todos los prelados del mundo cristiano— para tratar de sanear la moral de la
clerecía.
Nuestro clero —apostrofó
Inocencio III—
es la fuente de toda corrupción y ésta es la razón por la que se pierde la
fe y se desnaturaliza la religión, ocasionando los graves males que sufre la
cristiandad. Asi se multiplican los herejes, se envalentonan los cismáticos,
se fortalecen los incrédulos y triunfan los sarracenos8.
Atacó "la venta al por menor de
reliquias falsas", la "inconveniente blandura de prelados que no
temen conceder indulgencias sin importarles desvirtuar el verdadero concepto de
la penitencia" y censuró severamente "la embriaguez, la inmoralidad,
los matrimonios clandestinos y todo trato sexual de los clérigos".9
Pese a sus concesiones y altibajos,
Inocencio III consolidó la estructura eclesiástica concebida por Gregorio VII.
Habilísimo estadista, extraordinario legislador, sutil diplomático, el Papa
Inocencio llevó a la Iglesia de Cristo a su máximo grado de poder y esplendor.
6
B. adams, Law of Civilization and Decay, pág. 133.
7 G. de
villehardouin, Chronicle of the Fourth Crusade,
EverymaE's
Editorial, London.
8
H. C. lea, Historia de la Inquisición en la Edad Media, vol.
I,
pág. 129.
9 Cambridge
Medieval History, vol. VI, pág. 694
4.
LA PODEROSA IGLESIA ROMANA
Un nuevo siglo medió entre la desaparición
de Inocencio III y la entronización de Bonifacio VIII, otro Papa que, aunque por decientes razones, también
marcó una nueva época en la evolución de la Iglesia de Roma.
Los dieciseis papas intermedios entre
Inocencio III y Bonifacio VIII se habían limitado a ocupar la silla de Pedro
como anodinos Santos Padres.
La Iglesia resultaba ser, por su condición
de super-estado espiritual del mundo, la institución política más difícil de
dirigir. Era
preciso ser joven, enérgico, moralmente puro, tan inteligente, agresivo y
sagaz como para ser al mismo tiempo rígido y elástico y ésto no podía
encontrarse en ancianos pontífices que sólo tenían pasta de beatos.
Después de Carlomagno, todas las tierras de la
cristiandad, según leyes vigentes en cada uno de los países de Occidente,
debían pagar a
la Iglesia de Roma un diezmo o diez por ciento de sus entradas brutas.
Los clérigos eran los celosos cobradores.
Centralizaban sus recaudaciones, minuciosamente controladas, en los obispados
de cada diócesis.
Además, la Iglesia obtenía rentas que
provenían del arriendo o explotación de tierras de su propiedad, adquiridas
siempre a muy bajo precio, donadas, heredadas o incautadas por ejecución de
embargos hipotecarios.
El régimen feudal imponía que cada
propietario legara algo a la Iglesia para que se le sepultara en tierra
sagrada. Dado
que muy pocos laicos sabían en esa época leer y escribir, era preciso recurrir
a un cura para hacer testamento.
El Papa Alejandro III decretó —año 1170—
que ningún testamento tendría validez si no se había cumplido el indispensable
requisito de extenderlo en presencia de un sacerdote. Esto había creado la
costumbre de que fuera un sacerdote quien lo extendiera y aún lo firmara, por
voluntad y en nombre del testador analfabeto. El incumplimiento de esta
condición equivalía a la automática, excomunión del testador y del notario
laico.10
Como la propiedad de la Iglesia estaba
exenta del pago de todo impuesto, su capital crecía hasta resultar más rica que
el propio Estado.
En el año 1200 la Iglesia de Roma era dueña
de más de la tercera parte de Alemania y Francia, del quinto de Inglaterra y de
la mitad de Livonia.11
Los obispos, reales administradores,
transferían las rentas a Roma luego de haber aplicado las quitas para atender a
sus propios gastos. La fiscalización que ejercían ambulantes delegados papales
ad-hoc, era relativa ya que estaba sujeta al mayor o menor interés que tuviera
el delegado por escudriñar entre líneas.
Todos los obispos vivían con una pompa y un
boato que resultaban agresivamente espectaculares.
Los curas debían resignarse a su propio
negocio del menudeo en base a la explotación de los peces chicos de sus
respectivas parroquias.
Ya era cosa común que los perdones e
indulgencias fueran comercializados, en un pecado de simonía que había dejado
de pesar sobre las conciencias a fuerza de hacerse común y repetido.
Todo llegó a venderse por dinero o
especies, considerados como tales, un pollo, un cochinillo o el cuerpo de una
pecadora en el que resultara apetecible saciar instintos carnales.
Monseñor Guillaume Durand, Obispo de Mende,
presentó al Concilio celebrado en 1311 en Viena, una ponencia en la que se
consignaban, con singular sinceridad y valentía, los graves males que aquejaban
a la Iglesia:
La Iglesia del mundo podría reformarse —expresaba— si la Iglesia Romana tomara la
iniciativa y diera el ejemplo, suprimiendo los malos ejemplos que ella misma
ofrece... Esos malos ejemplos con los que escandaliza y corrompe al pueblo
cristiano... Porque así y no de otro modo, es como la Iglesia de Roma se ha
ganado en todas partes tan mala reputación.. .12
Los más prestigiosos dignatarios de la
Iglesia coincidían en expresiones semejantes y las repetían de viva voz,
tratando de evitar así que se les incluyera a ellos mismos en el ya común
denominador de los frailes licenciosos.
El muy ilustre y respetado Obispo de
Burgos, Monseñor Alvaro Pelayo, había tomado por costumbre iniciar sus sermones
con una admonición que lanzaba con voz tonante:
¡Los lobos mandan en nuestra Santa Iglesia!. . . Lobos ávidos de la
sangre de la feligresía cristiana.,13
Muchas voces como estas se alzaron dentro y
fuera de los ámbitos eclesiásticos para fustigar la conducta licenciosa de la
mayoría de los representantes de la Iglesia de Cristo, sin distinción de
jerarquías.
Los frailes rasos,
monjes mendicantes genéricamente llamados "frailucos de misa y
olla", eran quienes escandalizaban en mayor grado por su estrecho y
permanente contacto con las gentes de pueblo.
Habían llegado a constituir una casta que
vivía desaprensivamente en pecado.
En constante inobservancia de sus votos, sólo
oficiaban misa cuando veían abundante vino, circunscribiendo el ritual de la
ceremonia a elevaciones y libaciones que repetían mientras quedara sangre de
Cristo en el jarro, sin parar mientes en el mendrugo que simbolizaba la carne
del Redentor. En continua holganza, vagaban, frecuentaban tabernas, forzaban
convites o forzaban créditos para comer y beber al fiado, sin dejar un instante
de discutir, reñir, jurar, blasfemar o maldecir. Portaban puñal oculto en los
insondables bolsillos de sus pringosos hábitos y lo mismo fornicaban con monjas
y rameras que con humildes mujeres de labor a quienes sorprendían en ausencia
de sus maridos.
En todas las diócesis de todos los países
cristianos se repetía el escándalo.
El Arzobispo de Canterbury prohibió, bajo
pena de excomunión, que los obispos, abades y frailes tuvieran contacto carnal
con monjas.14
El Obispo Ivo de Chames denunciaba que las
monjas del convento de Santa Fara ejercían la prostitución con el cómplice
beneplácito de la Madre Superiora.15
El Papa Inocencio III había intervenido el
convento de Santa Ágata "porque era un lupanar".10
Monseñor Rigaud,
Obispo de Rúan, se refería a un convento de treinta y dos monjas, ocho de las
cuales habían confesado la práctica de la prostitución.17
No había prohibición del sagrado Decálogo
que obispos, abades, frailes y monjas no burlaran con despreocupación nacida
del hábito de hacerlo.
Las quejas contra los contumaces bigardones
llegaban periódicamente a Roma, pero Roma no estaba para atender a reclamaciones
de esa naturaleza.
El Papa Celestino V, anciano achacoso,
mentalmente obnubilado por su avanzada arterosclerosis, acababa de anunciar su
determinación de abandonar el solio papal para reanudar sus penitencias en la
más humilde celda de un convento de capuchinos.
Consideramos conveniente una breve crónica
retrospectiva para aclarar la situación.
El Cardenal Gaetani, abogado, político,
diplomático e industrial, poseedor de una fabulosa fortuna personal invertida
en tierras, palacios, obras de arte, joyas y fructíferos negocios, hombre
autoritario, ambicioso, sin escrúpulos demasiado profundos, dominaba en ese
momento el Sacro Colegio.
Ya a la muerte de Clemente IV, ocurrida en
1268, el Cardenal Gaetani y el Rey de las Dos Sicilias, Carlos de Anjou,
verdadera "eminencia gris" de la Santa Sede, habían tratado de copar
el trono. Pero los forcejeos electorales se habían prolongado más de la cuenta.
El pueblo de Roma seguía reuniéndose en la explanada circular de San Pedro y su
impaciencia y nerviosismo habían llegado a producir explosiones de ira, con
denuestos y proyectiles que destrozaban los vitrauxs de la gran sala en que los
cardenales parecían jugar un diabólico torneo de paciencia.
El Cardenal Gaetani y Carlos de Anjou
habían debido sacrificar sus propias ambiciones políticas y admitir que se
eligiera a quien tomó el nombre de Gregorio x, poniendo fin a tres aniquilantes
años de discusiones.
Siete papas habían sucedido a Gregorio x en
los dieciseis años posteriores a su muerte y recién a la desaparición de
Nicolás IV, el último de ellos, el Cardenal Gaetani, ahora solo —Carlos de
Anjou había muerto algunos años antes— volvía a la lucha por la conquista del
trono pontificio. Otra vez veía frente a él -catalán de origen— a los
cardenales de las principales casas italianas: Orsini, Visconti, Savelli, Della
Torre, Uberti, Annibaldi, Corsi, Frangipani, Conti, Pierleoni y los dos
Colonna, Pietro y Jacopo.
Otra vez habían vuelto a caer en el
peligroso juego de transformar la elección de un Papa en una fatigosa partida
de ajedrez.
La solución, una solución de emergencia,
había llegado de pronto, sorpresivamente, luego de dos angustiosos años de tira
y afloja; el virtuoso, insospechable Cardenal Malabranca había tenido un sueño
que el Cónclave de cardenales consideró de inspiración divina: un anciano
monje ermitaño que jamás hubiera pisado Roma ni ninguna otra ciudad importante,
debería ser elevado a la dignidad de Santo Padre.
La irreductibilidad de las facciones en
pugna obedecía al temor de que la elección de cualquier cardenal beneficiara a
un grupo en perjuicio del otro, pero el sueño del Cardenal Malabranca podía
constituir una solución, simplemente porque aseguraba la total imparcialidad
del aun desconocido futuro Papa.
Llenados algunos recaudos formales, se
comisionó al propio Cardenal Malabranca, insospechable de incurrir en
mistificación, la tarea de concretar su sueño.
Tres semanas más tarde, un temeroso, flaco,
raído, anciano anacoreta, que vivía en dura penitencia desde treinta años
atrás, entraba a la Santa Sede. El desconocido fue ungido Papa y adoptó el
nombre de Celestino V. Ocupó el trono pontificio durante sólo cinco meses,
asistido por prelados que le apuntaban al oído las menores indicaciones.
10
G. G. coumon, Life in the Míddle Ages,
val. II, pág. 157.
11
Luis pastor, Historia de los Papas,
vol. I, pág. 87.
12
Luis pastor, Historia de los Papas,
vol. I, pág. 157.
13
Luis pastor, Historia de los Papas,
vol. I, pág. 189. ,
14 H. C. lea,
Histórica! Sketch of
Sacerdotal Celibacy, pág.
264.
15 conde de montalambert, The Monhs of the West, pág. 303.
16 H. O. taylor,
The Medieval Mina, vol. I, pág. 492.
17 conde de
montalambert, The Alonks of the West, pág. 705.
5.
BONIFACIO VIII
Mientras tanto, el Cardenal Gaetani por una
parte y las distintas fracciones de cardenales por las otras, aprovechaban la
tregua que suponía la elección de Celestino v para dedicarse a reunir el caudal
electoral que les permitiera elegir sus propios candidatos.
Una mañana, el Papa Celestino v declaró
que había decidido renunciar a la primera magistratura de la Iglesia Romana. El
Arcángel Miguel le había visitado en su dormitorio, había cubierto su lecho con
las blancas alas desplegadas y le había ordenado, en nombre del Señor, que
abandonara el solio pontifical y retornara a su vida de penitencia.
En uno de sus típicos golpes de audacia, el
Cardenal abogado Gaetani protocolizó la acefalía del Papado y en una muy poco
clara votación preliminar del Cónclave, con quorum estricto, resultó elegido
Papa.
Adoptó el nombre de Bonifacio VIII y su
primera medida consistió en secuestrar y ocultar al dimitente Celestino V.
Los Colonna fueron los más enardecidos
detractores de la maniobra. Jamás admitieron la veracidad de la aparición del
Arcángel y, mucho menos aún, la legitimidad de la elección del Cardenal
Gaetani.
Por el contrario, reclamaron con nerviosa
insistencia un Concilio General al que propondrían gestionara la renuncia de
Bonifacio VIII y la reposición de Celestino V en carácter de Sumo Pontífice.
Para evitar que Bonifacio VIII ordenara la
muerte del octogenario Celestino V, los Colonna consiguieron hacerle huir de
su cautiverio de Roma. El grupo que le conducía al Sur fue capturado en Foggia
y el atemorizado anciano quedó retenido en un monasterio a la espera del
contingente de soldados del Papa que le llevaría de regreso a Roma, pero el
Prior del convento, temiendo lo peor, le proporcionó toscas ropas de campesino,
un trozo de pan ázimo y facilitó su huida.
Ocultándose durante el día, evitando
caminos, durmiendo en cuevas o en establos, el anciano tardó tres meses en
llegar a Brindisi. Creyó haber convencido a unos pescadores para que le
llevaran a Ragusa, en la costa dálmata, pero cometió la imprudencia de confiar
demasiado en ellos y ellos, temiendo comprometerse, consultaron secretamente a
la autoridad eclesiástica de Bari y ésta retrasmitió la consulta a Roma.
Los enviados de Bonifacio VIII apresaron a
Celestino. Un año después —1296— el infeliz moría en prisión.18
Al esbozar sus primeros esquemas políticos,
Bonifacio VIII no se cuidó de
disimular su profundo escepticismo religioso y su terco propósito de imponer a
sangre y fuego aquel férreo Dictatus de Gregorio que le permitiría convertirse
en el dignatario más poderoso de la Tierra.
El poder de Roma no
era, por cierto, el mismo que había exhibido y ejercido Gregorio VII. En dos
siglos, pese a las enérgicas contribuciones de Alejandro III e Inocencio III,
se había debilitado notablemente pero a pesar de ello podía considerársele aún
como el gobierno de mayor fuerza y el Estado de más saneada economía de toda
Europa.
Impaciente por limpiar su huerto de
malezas, Bonifacio VIII exoneró a los cardenales Pietro y Jacopo Colorína
haciendo caso omiso de su linaje, autoridad, prestigio y fortuna. Les excomulgó
y extendió la exoneración y excomunión a otros cinco cardenales que intentaron
mediar en favor de aquéllos.
Idéntica resolución alcanzó a los nobles
que se atrevieron a enviarle un petitorio para que convocara a un Concilio
General.
Confiscó las valiosas posesiones de la
familia Colonna y las tropas pontificias sitiaron y capturaron sus castillos
fortificados.
Los Colonna huyeron a Francia y hallaron
cálido refugio en la Corte de Felipe IV, el Hermoso.
Resultaba lógico suponer que ante problemas
de semejante importancia política, Bonifacio VIII no se interesara demasiado
por la conducta específicamente moral de su ejército de obispos y clérigos.
Por el contrario, habríase dicho que la
proxenética ceguera de Roma, equivalía a la aprobación lisa y llana de todos
los excesos en que seguían cayendo los representantes de su Iglesia.
Pero quienes creían en la Justicia Divina,
tenían la seguridad de que tanto Bonifacio VIII como su clerecía habrían de ser
castigados. Así
pues, el triste fin que sólo siete años más tarde cupo al Sumo Pontífice tuvo,
para aquellos, mucho que ver con el aserto de que Dios y Su justicia utilizan
los más indirectos caminos para castigar a los malos pastores.
18 Catholic Encyclopaedia, vol. II,
pág. 662
6. CARLOS DE ANJOU
Carlos de Anjou (1226-1285) era hermano del
Rey de Francia, Luis IX, San Luis (1214-1270) muerto en Túnez a raíz de haber
contraído la peste negra cuando marchaba hacia Jerusalen al mando de la Octava
Cruzada.
A la muerte de Luis IX le había sucedido su
hijo primogénito y Principe Heredero, quien reinó con el nombre de Felipe III y
el sobrenombre de "El Atrevido".
Tres años después —1273— Carlos de Anjou,
Rey de Napoles y de Sicilia desde 1266 por diplomática imposición de Luis IX al
Papa Clemente IV, pretendió quitar de en medio a su sobrino.
La comprobada ineptitud de Felipe III y el
hecho de que estuviera gobernando bajo la notoria influencia de sus favoritos,
pudo ser el pretexto.
En realidad, Carlos de Anjou, secundón
ambicioso, creía haber hallado la fórmula que le permitiría convertirse en uno
de los monarcas más poderosos de la Tierra.
La tal fórmula —ya intentada por los
Hohenstaufen y Bar-barroja- resultaba ser algo así como el punto de apoyo que
reclamaba Arquímedes para mover el mundo: se trataba de constituir un imperio
mediterráneo para conquistar y anexar luego el Imperio Bizantino. De haber
podido intentarlo luciendo ya la corona imperial francesa sobre su testa,
Carlos de Anjou se habría convertido en una gloriosa reedición de Carlomagno.
Al fracasar en su intento de eliminar a
Felipe III, Carlos de Anjou retornó a Roma y más tarde a sus reinos de Napoles
y Sicilia.
Ya en 1267 había planeado unir Sicilia y
Jerusalen en base a un Tratado secreto por el que la Santa Sede se
comprometía a dispensarle posterior tratamiento y título de Emperador.
Incapaz de realizar la empresa por sus
propios medios trató de aprovechar el profundo misticismo de su hermano Luis IX
para que fuera éste quien la llevara a cabo con gastos a cargo del erario
francés.
Lamentablemente para los comunes propósitos
de Carlos de Anjou y del Papa Clemente IV, Luis IX era gato escaldado. Ya había
intentado redimir Jerusalén y el Santo Sepulcro veinte años antes — 1248— al
ponerse al frente de la Séptima Cruzada cediendo a la fervorosa sugestión del
Papa Inocencio IV y a su propia vocación cristiana.
Su numeroso ejército había sido aniquilado
cuando intentaba cruzar el Nilo, a veinte millas al Norte de El Cairo y él,
Luis IX, hecho prisionero.
Después de pagar el importante rescate
exigido, obtuvo permiso para visitar el Santo Sepulcro como simple penitente.
Necesitó cuatro años para cumplir las duras condiciones que había impuesto a su
peregrinaje. Era de suponer que, luego de tan terrible experiencia, resultara
impermeable a todos los esfuerzos persuasivos de su hermano.
Pero Carlos de Anjou no era hombre de cejar
ante una negativa.
Requirió la ayuda del Papa Clemente IV
quien, desde su lecho de enfermo —murió pocos meses después— envió a Luis IX
dos sucesivos embajadores personales quienes supieron hacer mérito del estado
de salud del Sumo Pontífice y reclamaron de la caridad de Luis IX se prestara a
complacer la que, sin ninguna duda, habría de ser última voluntad de Su
Santidad para contribuir a que muriera feliz y desde el Cielo, por la Gracia de
Dios, protegiera a la Santa Octava Cruzada y la condujera a buen término.
Cuando Clemente IV murió, a comienzos de la
primavera de 1268, Luis IX se sintió fuertemente impresionado por ese acontecimiento.
Interpretó el obsesivo interés del Santo
Padre por la redención del Sacratísimo Sepulcro como una
premonición divina. Llegó a tener la certidumbre de que el Señor había hablado
por boca de Clemente IV.
Eduardo I de Inglaterra resultó accesible a
la invitación que Luis IX le formuló por intermedio de Carlos de Anjou.
Luis IX había designado a su hermano
Embajador Extraordinario para que informara en detalle a Eduardo I del deseo
póstumo del Papa Clemente IV, de aquella obsesiva fijación de la idea de
redimir el Santo Sepulcro que Luis atribuía a influencia divina y de la
garantía de éxito que ofrecía, por anticipado, la segura ayuda del Señor.
Carlos de Anjou encaró el aspecto económico
de la Cruzada y se limitó a hablar de las posibles utilidades materiales.
Era, por otra parte,
el lenguaje que Eduardo I mejor entendía.
7.
LAS SANGRIENTAS "VÍSPERAS SICILIANAS"
Después de ver morir a su hermano Luis IX
en Túnez, Carlos de Anjou compartió con Eduardo I la responsabilidad de la conducción
de la Cruzada.
Pasó por su mente la idea de atacar
Constantinopla pero la escasez de elementos le hizo desistir.
Volvió entonces a Roma y de allí pasó a
Corfú. Comandaba su propio ejército convenientemente reforzado. Se proponía
ocupar nuevamente esos territorios en los que dos años antes había batido a
Miguel II de Epiro porque constituían una base ideal para un ulterior ataque a
Tesalónica y Constantinopla.
Pero en Sicilia, durante las Vísperas de la
Pascua de 1282, mientras Carlos de Anjou se preparaba a invadir Constantinopla,
ocurrió lo imprevisto.
El médico italiano Juan de Prócida,
fervoroso partidario de los Hohenstaufen, —quienes pretendían reivindicar su
condición de verdaderos reyes de Sicilia— sacó ventajas de todos los factores
que podían contribuir a la rebelión: el absolutismo con que gobernaba Carlos de
Anjou, los altos impuestos, la insolencia desdeñosa con que la nobleza, los
soldados, la burocracia y la clerecía francesa trataban a los nativos y las
continuas violaciones de que se hacía víctimas a sus mujeres.
Cuando se abrieron las compuertas del odio
ya no hubo límites para la venganza. En el preciso momento en que las
campanas eran lanzadas a vuelo festejando las Vísperas de Pascua, los
sicilianos desnudaron sorpresivamente sus armas y dieron muerte a todos los
franceses que residían en la isla. No hubo
cuartel, hospital, iglesia o convento que no fuera invadido. La locura de los sicilianos llegó a tales extremos que
también dieron muerte a las nativas que vivían maritalmente con franceses, a
las mujeres embarazadas por franceses y a todos los pequeños hijos de
franceses.19
Carlos de Anjou juró que convertiría a
Sicilia en una isla en la que no quedaría una piedra sobre otra. El Papa, a su
vez, excomulgó a cuantos hubieran esgrimido un arma y aconsejó una Cruzada
contra la isla.20
Carlos de Anjou trató de reconquistar su
reino pero Pedro III de Aragón se le anticipó y fue recibido con los brazos
abiertos. Fingiendo una Cruzada africana, Pedro III desembarcó en las inmediaciones
de Palermo y con el beneplácito de todos los habitantes ocupó militarmente la
isla, llave estratégica que daba al Reino de Aragón el contralor y predominio
del Mediterráneo occidental.
Carlos de Anjou intentó apoderarse de la
isla pero su escuadra fue destruida y él, deprimido y enfermo, se radicó en
Foggia, donde murió en 1285, a pocas semanas de diferencia de su sobrino Felipe
III a quien doce años antes había intentado suplantar en el trono de Francia.
8.
FELIPE EL HERMOSO
Felipe IV el Hermoso, nieto de Luis IX (San
Luis) e hijo de Felipe III el Atrevido y de Isabel de Aragón, fue el undécimo
rey por línea directa que dio a Francia la casa de los Capeto, llamados así
porque Hugo, primer rey de la dinastía, ocupó el trono entre los años 987 a 996
vistiendo invariablemente una corta capa de abad lego.
Al advenir Hugo al trono sobre la base de
un poder solamente feudal, Francia estaba desmembrada por la desintegración del
Imperio de Carlomagno y la autoridad de su realeza virtualmente perimida.
El feudo de Hugo Capeto, con París por
centro, no era más importante que las posesiones de los grandes barones que le
habían reconocido como soberano aunque sólo de una manera nominal porque no le
habían rendido homenaje, prometido obediencia ni pagado tributo.
Su ascensión al trono se había debido a la
decadencia de los carolingios y a los errores políticos cometidos por Lotario y
su hijo Luis V.
A pesar de la fuerte
presión de Roma en favor de su aliada Alemania, Hugo no cedió a las
pretensiones imperiales de los germanos.
Más
tarde, al imponer su propio candidato al Arzobispado de Reims y coronar a su
hijo Roberto para que le sucediera en el trono, Hugo inició una práctica que
era expresión de soberanía e independencia y constituyó, a través de los siglos
—los Capeto reinaron 332 años— la característica típica de esa Casa. Cada
uno de sus diez reyes —sobre todo Felipe II Augusto y Luis IX (San Luis)
durante sus largos reinados de 43 y 44 años respectivamente— aportaron al trono
conquistas políticas, sociales y territoriales que le dieron fuerza propia y
permitieron a Felipe IV el Hermoso concretar su legítima pretensión de ampliar
los límites de Francia hasta las que resultaban ser sus fronteras naturales:
Océano Atlántico, Pirineos, Mediterráneo, Alpes, Rhin
y el Canal tras el cual soñaba someter y destruir algún día a su archi-enemigo
anglo-normando.
En 1293, a los ocho años de iniciar su
reinado, Felipe IV invadió y tomó sorpresiva posesión de Gascuña, anexada
artificialmente a Inglaterra en 1152 por el matrimonio de Leonor de Aquitania
con Enrique II y luego reconocida por el mismo Felipe IV a Eduardo I como
prenda en garantía del pacto concertado entre gascones y normandos.
La traicionera agresión de Felipe IV
liberaba a Eduardo I de la promesa que formulara siete años antes en el sentido
de deponer toda pretensión británica a la posesión de la provincia de Guyena,
en el suroeste de Francia.
Recrudeció así una disputa de siglos por
esos ricos territorios, estratégico triángulo geográfico con vértice en su ciudad
capital, Burdeos, lados en el Océano Atlántico y en el Río Carona y base en los
Pirineos, paralela a la línea demarcatoria superior (Norte) de la provincia
vasca de Navarra.
La guerra entre Eduardo I de Inglaterra y
Felipe IV de Francia se iniciaba en 1294, año en que Bonifacio VIII asumía el
Pontificado.
Felipe IV había agredido a Eduardo I con
plena conciencia del factor oportunidad y con discriminado conocimiento de las
consecuencias que se derivarían de su agresión. Conocía y respetaba la potencialidad
bélica de su enemigo pero también había aquilatado exactamente los factores que
habrían de permitirle alcanzar la victoria.
Llevaba ya diez años de reinado. En ese
lapso había podido cumplir los objetivos fijados desde la hora inicial por
brillantes juristas y economistas que le asesoraban.
Fierre Flotte y Guillaume de Nogaret, dos
extraordinarias figuras de especializados en investigación y análisis del
Derecho de las universidades de Montpellier y Bolonia, habían actuado a la
cabeza de esos homogéneos equipos.
Por esta vía había logrado encauzar el
movimiento social de Francia: todas las clases sociales —nobles,
clérigos y ciudadanos comunes— habían sido puestos bajo la ley, en directa
dependencia del soberano. El tradicional derecho feudal había sido sustituido
por el derecho real, que erigía al Rey en la única autoridad de la Nación.
Sobre esa nueva base legal, los técnicos
financieros napolitanos y lombardos habían aplicado nuevas teorías de economía
y racionalización administrativa —constantemente perfeccionadas en la
práctica— que habían llevado al reino a una situación de extraordinario
poderío económico.
Ese extraordinario poderío económico se
había traducido, poco a poco y sin alharacas, en un extraordinario poderío
militar que cumplía la doble función de imponer respeto en el exterior y sumisa
obediencia de parte de los señores feudales que se dividían el territorio y
habían aprendido a pagar sin chistar los fuertes tributos proporcionales que el
Rey les imponía en períodos regulares.
Al iniciar la guerra contra Eduardo I de
Inglaterra —una guerra que, se descontaba, habría de ser muy larga y muy costosa—
Felipe IV devaluó su moneda y aplicó un impuesto de emergencia del 20 % sobre
las cuantiosísimas entradas del opulento clero francés.
El equipo de economistas de Felipe IV había
llegado a determinar dos premisas sumamente interesantes: tanto en Inglaterra
como en Francia, el Papado cobraba contribuciones que
triplicaban las
recaudaciones de la Corona;21 las rentas pontificias doblaban las
rentas de todos los Estados de Europa.22
En realidad, el grueso chorro de oro
europeo no dejaba de manar copiosamente porque se le aplicara esa reducción del
20 % localizada en el aporte francés, pero el Papa Bonifacio VIII, también
economista y abogado, se negó a admitir que se sentara ese precedente,
inconveniente, a todas luces, para su hacienda.
En febrero de 1296, el Papa Bonifacio VIII
produjo su famosa bula Clericis Laicos que negaba a los gobiernos seglares todo
derecho a imponer tributos sobre los sagrados bienes de la Iglesia y prohibía a
los clérigos obedecer tales disposiciones. Ya
la antigüedad nos había advertido —empezaba diciendo Bonifacio VIII— que
los laicos eran profundamente hostiles a los clérigos y hoy comprobamos que eso
se está repitiendo.
Y luego de una serie
de consideraciones más o menos generalizadas, terminaba resolviendo:
Por nuestra apostólica autoridad, decretamos que si algún clérigo
entregare a laicos cualquiera parte de sus rentas o bienes, sin permiso del
Papa, incurrirá en excomunión, Y también decretamos que toda persona de
cualquier poder o rango, que exigiere o percibiere talas impuestos, embargare
o hiciere embargar la propiedad de la Iglesia o del clero, incurrirá en
excomunión.'23
Felipe IV respondió a la bula pontificia
con un enérgico decreto por el que prohibía, bajo penas físicas severísimas y
elevadas multas conjuntas, la exportación de metales, piedras preciosas y
objetos de arte y en otras cláusulas extendía la prohibición a víveres —el
clero francés exportaba a Roma grandes cargamentos de aceites, vinos, quesos,
etc.— y terminaba disponiendo la inmediata expulsión de Francia de todos los
comerciantes, comisionistas o emisarios extranjeros. (Esta última cláusula
afectaba a agentes del Papa que recorrían el país dispensando indulgencias y
bendiciones directas del Santo Padre a cambio de grandes sumas adicionales
que recaudaban para una próxima Cruzada destinada a un nuevo intento de rescate
del Santo Sepulcro.)
Seis meses después, Bonifacio VIII admitió
su derrota y en una nueva bula que se llamó Ineffabilis Amor concedió al Rey el derecho de
determinar las ocasiones en que el clero debería aportar, voluntariamente,
contribuciones "de emergencia" para ser aplicadas a la defensa del
Estado.
Felipe IV
también dejó sin efecto su decreto restrictivo.
La guerra entre Inglaterra y Francia estaba
ya en su cuarto año. Era una guerra sin altibajos, sobre planes
de esfuerzos sin riesgos, en una monotonía que permitía anticipar su duración
de acuerdo a los años que Eduardo I y Felipe IV vivieran.
Bonifacio VIII
se ofreció para actuar como arbitro y su ofrecimiento fue muy bien
recibido por ambos monarcas.
El Pontífice aprovechó la ocasión para tratar
de reconquistar las simpatías de su mejor cliente (la contribución del clero
francés multiplicaba por ocho lo que aportaba el clero de Inglaterra) y falló
decididamente en favor de Felipe IV.
Los nobles ingleses instaron a su soberano
a impugnar el fallo y recusar al arbitro pero Eduardo I ocultó su desagrado y
evadió la reconsideración.
It was my fault. (Yo tuve la culpa), confesó a sus
consejeros.
Solucionado su
problema con Felipe IV, Bonifacio VIII consideró que el momento era oportuno
para llevar a cabo un ambicioso proyecto que maduraba en su mente desde mucho
tiempo atrás.
Aprovechando la
proximidad del año 1300, organizó un Magno Jubileo a celebrarse en Roma y en
todas las ciudades de los países cristianos con el fin de recaudar fondos para
financiar la Cruzada que le permitiría reconquistar los reinos de Sicilia y
Napoles.24
Pero los sentimientos de gratitud de Felipe
IV no eran profundos ni duraderos.
Apenas dos meses después del favorable
arbitraje de Bonifacio VIII, el Legado
Papal Monseñor Bernard Saisset sostuvo un serio altercado con un alto
funcionario de la Corte de Felipe IV a raíz de su distinta manera de
interpretar el alcance de ciertas prerrogativas eclesiásticas.
Eso bastó para que se le acusara de desacato
y se le considerara incurso en tan grave delito.
Juzgado por los
miembros del gabinete real constituidos en tribunal, fue declarado culpable,
condenado, privado de su libertad y entregado al Arzobispo de Narbona, bajo
custodia.
.Bonifacio VIII,
envalentonado por el rotundo éxito político del reciente jubileo —el éxito
económico no le había ido en zaga— exigió a Felipe IV la inmediata libertad y
reivindicación de su Legado, ordenó al clero francés la suspensión inmediata de
todo pago de impuestos o contribuciones, cualquiera que ellas fueren y dos
meses después lanzó su enérgica bula ¡Ausculta, Fili! (¡Escucha, hijo!) por la que,
en su carácter de Vicario de Cristo, exhortaba a Felipe IV a ser modesto y a
prestar oídos respetuosos a la palabra del monarca espiritual de todos los
reinos de la Tierra; pasaba a reclamar por el enjuiciamiento de un prelado ante
un tribunal civil; reclamaba, asimismo, por la continua exacción de fondos
eclesiásticos para fines seglares y anunciaba que convocaría a todos los obispos
y abades de Francia "a
fin de adoptar medidas para lograr la preservación de los derechos de la
Iglesia, la reforma del orden constitucional dentro del reino y la
rectificación pública formulada por el mismo Rey Felipe IV en espontáneo acto
de humillación".25
La bula ¡Ausculta, Fili! fue quemada
en París ante el Rey y el pueblo. Simultáneamente, Felipe IV rompió relaciones
con el Papado y puso al clero francés bajo la directa dependencia del Rey;
disolvió la Orden de los Templarios, "antro de renegados
revolucionarios" y confiscó sus bienes; determinó la nueva tasa de
impuestos que se aplicaría en adelante al clero francés en su carácter de más
importante terrateniente (los economistas reales habían organizado un censo de
contribuyentes -cense de contribuables— siguiendo la práctica de los
romanos; según el catastro parcelario que servía de base a ese censo, el clero
francés resultaba ser propietario del 29 % de la tierra); desterró a más de
cien mil judíos y confiscó sus bienes; fijó tasa proporcional a todas las
operaciones de exportación e importación discriminando víveres (provisiones de
boca), ropas, artículos suntuarios, etc. y, por último, fijó un impuesto
personal de un penique por cada libra que poseyera todo habitante, fuera quien
fuere, noble, clérigo o simple ciudadano.26
Bonifacio VIII convocó a un Concilio
Eclesiástico a celebrarse en Roma.
Pese a la expresa prohibición de Felipe IV,
alrededor de cincuenta prelados franceses lograron abandonar el territorio. De
inmediato, les fueron confiscados sus bienes e impartida la orden de que se
impidiera su reentrada a Francia.
El Concilio Eclesiástico se reunió en Roma
en octubre de 1302 y produjo la bula Unam Sanctam que parecía inspirada en el Dictatus de Gregorio VII y expresaba:
Existe una sola Iglesia, fuera de la cual no hay salvación; así como uno
sólo es el cuerpo de Cristo y uno sólo su representante: el Papa romano. Hay
dos poderes: el espiritual y el temporal. El primero lo lleva la Iglesia; el
segundo lo lleva el Rey, por voluntad de la Iglesia y consentimiento del
sacerdote. El poder espiritual es superior al poder temporal y tiene el derecho
de encauzarlo y de juzgarlo cuando obra mal. Declaramos, definimos y sentenciamos que
todos los hombres están subordinados al Pontífice romano.27
19
H. D. sedgwick, Italia en el siglo
XIII, pág. 292.
20
H. milman, Historia del
Cristianismo Latino, vol.
VI, pág. 240.
21 J. W. thompson,
Economic and Social
History of the Mídale Ages, pág.
691.
2- J. W. thompson,
Economic and Social
History of Europe in the later Mídale Ages, pág. 12.
23 Catholic Encyclopaedia, vol. II, pág. 4G4.
24 Cambridge Medieval History, vol. VII, pág. 265
23 F. guizot,
Histoire de Frunce, vol. I, pág. 591.
25 Cambridge Medieval History, vol. VII, pag. 18.
26
J. W. thomson, Economic and Social History of the
Mídale Ages, pág. 644.
27 Catholic Encyclopaedia, vol. II, pág. 666.
9.
FELIPE DESTRUYE A BONIFACIO PAPA
Felipe IV convocó a una Asamblea General
que se llevó a cabo dos meses después en París.
Por el voto unánime de sus integrantes, la
Asamblea resolvió acusar al Papa Bonifacio VIII de tirano, hechicero, asesino,
adúltero y simoníaco.
Felipe IV designó a Guillermo de Nogaret
con carácter de Embajador, para que notificara a Bonifacio VIII acerca de la
decisión de la Asamblea.
El Papa se hallaba en su palacio pontificio
de Agnani y allí recibió a De Nogaret, pero no lo hizo para respetar una
práctica diplomática sino para proporcionarse el gusto de insultar a Felipe IV
y rasgar, sin leer, la nota que su embajador acababa de entregarle.
Trémulo de furor, el anciano Papa anticipó
a De Nogaret que excomulgaría a Felipe IV e interdictaría a toda Francia hasta
que toda Francia no depusiera al maldito apóstata.
De Nogaret no regresó a París en demanda de
instrucciones que ya tenía. Todo cuanto acababa de ocurrir había sido previsto. El
exiliado Sciarra Colonna, disfrazado, había integrado su comitiva.
Al frente de un heterogéneo ejército de dos
mil mercenarios, De Nogaret y Sciarra Colonna invadieron el palacio pontificio,
irrumpieron en el Salón del Trono y notificaron de viva voz a Bonifacio VIII de
la exigencia impuesta por el Rey de Francia Felipe IV, en el sentido de que
convocara a un Concilio Eclesiástico y presentara de inmediato su renuncia,
para ser juzgado.
El Concilio oficializaría la acefalía de la
Santa Sede —tal como lo había hecho nueve años antes por imposición del mismo
Bonifacio VIII, entonces Cardenal
Gaetani, al aceptarse la renuncia del Papa Celestino v y procedería a elegir su
reemplazante.28
Durante cuatro días, Bonifacio VIII fue mantenido prisionero en palacio
sin permitirse que nadie le proporcionara alimentos ni le prestara la menor
ayuda.
En cambio, grupos de mercenarios ebrios
forzaban las puertas de su dormitorio a cualquiera hora del día o de la noche
para escarnecerle hasta arrancarle lágrimas.
Cuando los Orsini, al frente de un disciplinado
regimiento de caballería y de una enardecida multitud de feligreses locales ganaron
el patio descubierto del palacio, pusieron en fuga a la sorprendida mesnada de
los Colonna y lograron llegar hasta el prisionero, Bonifacio VIII era un
enfermo que parecía haber perdido las ganas de vivir.
Llevado a Roma para su mejor atención, se
agravó, presentó un cuadro febril agudo y murió una semana después.
28 francisco
guizot, insobornable historiador y político, muchos años ministro de
Luis Felipe I, afirma en su Historia de la Civilización de Europa y Francia, vol. I, pág. 596, que en esas
circunstancias "Sciarra Colonna maltrató de palabra y de hecho al anciano
Pontífice, dándole de puñetes en el rostro hasta ensangrentarle, provocando la
enérgica intervención de Guillaume de Nogaret".
10.
FELIPE CONSOLIDA SU TRIUNFO SOBRE ROMA
El nuevo Papa Benedicto XI, dulce y
virtuoso, era la cabal antítesis de su antecesor.
Había sido elegido por una mayoría de
cardenales que no habían compartido la tesitura política de Bonifacio VIII —por
el contrario, admitían que su muerte facilitaría cualquier enmienda a su
diplomacia de características innecesariamente violentas— pero no ocultaban su
indignación por las vejaciones de que se le había hecho víctima, con total
desprecio de su sagrada condición de Papa.
Era indudable que en la elección de
Benedicto XI había privado el propósito de elevar al Pontificado a un cardenal
que fuera viva expresión de paz y lograra suavizar ese tenso clima diplomático,
tan inconveniente para la Santa Sede.
Sin embargo, la primera medida adoptada por
Benedicto XIdecretaba la excomunión de Guillaume de Nogaret, de Sciarra Colonna
y de una veintena de sus secuaces que habían podido ser identificados.
Un mes más tarde, Benedicto XI apareció
muerto en su lecho.
Se dijo que le habían envenenado gibelinos
italianos infiltrados en la nómina de su personal.29
La imprevista acefalía del Pontificado fue
aprovechada por Felipe IV para hacer llegar al Cónclave la serie de requisitos
que imponía
para concertar la paz: 1°: elegir Papa a Monseñor Bertrand de Got, Arzobispo de
Burdeos, a quien sólo se reclamaría una política amistosa hacia Francia; 2º:
absolución de los excomulgados por el penoso episodio de Agnani, que él,
Felipe IV, era el primero en lamentar; 3º: reconocer al gobierno de Francia el
derecho de aplicar al clero francés un impuesto único del diez por ciento sobre
sus entradas comunes por el término de cinco años; 4º y último: devolución de
títulos y bienes a todos los miembros de la familia Colonna.30
La aceptación lisa y llana de estas
exigencias constituía condición sine qua non para que Felipe iV no rompiera
definitivamente sus relaciones con la Santa Sede y retornara, en cambio, a la
miel sobre hojuelas de la época de San Luis, su canonizado abuelo.
Resulta difícil creer que el Sacro Colegio
comulgara con semejante muela de molino, pero no le quedaba otra alternativa
que aceptar la interesante promesa de Felipe IV.
Se trataba de un rey que apenas contaba 34
años de edad, con un previsible largo reinado por delante —los Capelo se
caracterizaban por su longevidad— y Francia podría seguir siendo la misma
fabulosa mina de oro cuya explotación habría de intensificarse por muy diversos
e indirectos arbitrios.
30 F. guzot,
llistoire de France, vol. 1, pág. 596.