martes, 10 de noviembre de 2020

LO QUE VIENE: LA IGLESIA SUBTERRÁNEA

LO QUE VIENE: LA IGLESIA SUBTERRÁNEA

 
Esa iglesia pequeña y casi invisible, sufrida y hasta perseguida es donde se conserva la verdadera fe y es la Esposa Inmaculada del Cordero. La otra, la iglesia de los obispos, de los templos y del tutti frutti es la que Meinvielle llamaba iglesia de la publicidad y que, al decir de Viganò, se ha sobrepuesto a la iglesia verdadera. Creo que hacia eso vamos, al menos en Argentina.
Hace exactamente dos años, me reuní con un grupo de buenos amigos. Allí nos preguntamos sobre cómo veíamos el futuro de la iglesia. Mi opinión en ese momento fue que el estado de descomposición de la fe promovido por el Papa Francisco y secundado por la enorme mayoría de los obispos, provocaría que muchos sacerdotes fueran exonerados de sus parroquias y labores pastorales y suspendidas sus licencias puesto que se resistirían a acatar la nueva doctrina pretendidamente católica. Esto provocaría la aparición de una suerte de “parroquias” o “comunidades” organizadas por los católicos laicos en torno a esos sacerdotes fieles, y desligadas del obispo, y serían ellas las que mantendrían la fe. La Iglesia oficial poseería los edificios, y la pompa y circunstancia, mientras que una iglesia subterránea y clandestina mantendría la fe de los apóstoles. 
 

Alguien del grupo me objetó con razón que la iglesia siempre se construye en torno a una jerarquía, y que no sería propio de la iglesia católica estar asentada solamente sobre sacerdotes y fieles, sin obispos. Y me pareció que tenía razón.

Sin embargo, habiendo pasado apenas dos años esa conversación, creo que la razón la tenía yo. Y lo creo por las circunstancias que estamos viviendo y quien ha venido a expresar mi idea mucho mejor que yo es el arzobispo Viganò en su su conferencia del 26 de octubre. A la iglesia subterránea, que es ese resto fiel o pusillus grex, se superpone una jerarquía traidora y cismática.

Esa iglesia pequeña y casi invisible, sufrida y hasta perseguida es donde se conserva la verdadera fe y es la Esposa Inmaculada del Cordero. La otra, la iglesia de los obispos, de los templos y del tutti frutti es la que Meinvielle llamaba iglesia de la publicidad y que, al decir de Viganò, se ha sobrepuesto a la iglesia verdadera. Creo que hacia eso vamos, al menos en Argentina.

Es posible que en otros países la situación sea distinta. Estados Unidos, por ejemplo, tiene un laicado tradicionalista y conservador mucho más fuerte, organizado y poderoso que el que poseen los países hispanos. En Europa el movimiento tradicionalista es también relativamente fuerte y numeroso. Lo que nos llevamos la peor parte somos los hispanos y, de entre ellos, los argentinos.

La iglesia en nuestro país está perdida, al menos para las próximas décadas. Bergoglio se dedicó a destruirla con un plan sistemático. Y lo logró. Durante su pontificado colonizó el episcopado argentino con nuevos obispos, en una cantidad inusitada e injustificada —por ejemplo, diócesis pequeñas con obispos auxiliares—, y todos ellos poseedores de las mismas características: sin formación (generalmente apenas la básica del seminario o, en el peor de los casos, con alguna licenciatura en “teología pastoral” conseguida en la UCA), progresistas berretas, puramente pastoralistas, obsecuentes y sumisos a Bergoglio, ignorantes absolutos de la tradición litúrgica y teológica de la iglesia y, en general, vulgares y zafios. El paradigma es Mons. Chino Mañarro, a quien le dedicamos algunas entradas (aquí y aquí).

Paralelamente, se dedicó a neutralizar de la peor forma y sin ahorrar humillaciones a los obispos que por un motivo u otro tenía en la mira, y que en general eran de tendencia conservadora: Zecca, Sarlinga y Martínez. Esperó ansioso la jubilación de otros como Aguer o Marino, y se aprovechó del ánimo vil y rastrero de otro, como el caso de Mons. Taussig, que pasará a ser uno de los pocos obispos argentinos que gozará de la damnatio memoriae de toda su diócesis.

Justamente, lo ocurrido en los últimos meses con la nominación de Mons. Barba en San Luis y la previsible liquidación del pequeño seminario conservador de esa diócesis y el exterminio del seminario de San Rafael por parte de Mons. Taussig, siguiendo órdenes vaticanas, indican claramente que Bergoglio quiere tierra arrasada en su propio país. La situación de la iglesia argentina es irremontable, y lo será en las próximas tres décadas, por más bueno que sea el Papa que suceda a Francisco.

Sin embargo, en Argentina hay muchos sacerdotes buenos, piadosos y católicos, y con verdadero celo por la salvación de las almas. Ellos ya están siendo perseguidos por sus obispos; yo conozco a varios, aún cuando no me precio de frecuentar ambientes clericales, y su número aumentará con el paso del tiempo.

Las medidas draconianas impuestas por el gobierno argentino en razón de la famosa pandemia y dócilmente aceptadas por los obispos, ha sacado a la luz a muchos de esos buenos curitas que se han resistido, por ejemplo, a dar la comunión en la mano o a dejar de celebrar la misa para sus fieles. Y como nos dice el Señor en el evangelio, “las ovejas conocen la voz del pastor”, y están siendo esas ovejas las dan cobijo a sus pastores aporreados por los báculos episcopales.

Los datos que se están manejando en la mayor parte de las diócesis argentinas son escalofriantes: aún cuando los oficios religiosos ya están autorizados con un aforo limitado, lo cierto es que nadie va a misa. El cupo de treinta personas rara vez se alcanza, y los curas no saben ya qué imaginar para acercarle a sus fieles el número de sus cuentas bancarias para implorar una limosna. Y el motivo por el que la gente dejó de ir a misa no es el temor a una peste. 

Es que se tomaron muy en serio lo que los obispos se cansaron de decirle: no hay obligación de cumplir con el precepto, celebren Semana Santa en su casa, comulguen espiritualmente ya que es lo mismo que comulgar sacramentalmente y, si quieren recibir la comunión, lo deben hacer en la mano. La gente se acostumbró a “ir a misa” por televisión, a la hora que les conviene, y cómodamente sentados en su sofá.

Y aquellos que no se conformaron con el abandono al que fueron arrojados, se buscaron sacerdotes que celebraran en secreto en casas de familia, que dieran la comunión en la boca y que continuaran administrando los sacramentos. Y otros, poblaron las capillas de la FSSPX.

Yo estimo que esto no es más que el comienzo de un movimiento que se acelerará en los próximos meses: crecimiento de las comunidades tradicionalistas, mayor presión y persecución por parte de los obispos a los sacerdotes considerados críticos a la nueva iglesia francisquista y, consecuentemente, surgimiento de comunidades de fieles en torno a estos sacerdotes perseguidos que, fuera de toda jurisdicción episcopal, se preocupan de administrar los sacramentos y mantener viva la llama de la fe.

Haciendo un ejercicio de imaginación, podríamos pensar que el sostén episcopal que falta a esta iglesia subterránea puede que sea dado por un grupo pequeñísimo de obispos que se animen a dar un paso análogo. Mons. Viganò ya lo dio, y quizás pronto deba darlo Mons. Schneider. Y, ¿quién dice?, por qué no lo darían otros obispos de los tantos que han sido humillados y depuestos por Bergoglio.

Justo es decirlo: estoy describiendo un camino paralelo al que hizo Mons. Marcel Lefebvre a comienzos de los ’70. Y es necesario reconocer, como lo hace Mons. Viganò, que tenía razón. Lefebvre vio con décadas de anticipación lo que ocurriría, y se animó a decirlo y a actuar en consecuencia. Él, los sacerdotes y los fieles que lo siguieron fueron expuestos sistemáticamente al ludibrio público una y otra vez, de todos las maneras posibles, y hasta fueron vergonzosa e infamemente excomulgados por Juan Pablo II. Ahora vemos que tenían razón.

Wanderer