MEDITACIONES DE LOS MISTERIOS DE LA PASIÓN Y MUERTE DE NUESTRO REDENTOR
MEDITACIÓN
De la paciencia que hemos de tener en los trabajos a imitación de Cristo
Enseñado me has, Señor, desde esa cátedra
las leyes de la templanza; enséñame también ahora las de la paciencia,
que me es mucho necesaria. Curado has la parte concupiscible de mi
ánima, cura también la irascible, pues tu cruz es medicina de todo el
hombre, y las hojas de ese árbol sagrado son sanidad de las gentes.
Algunas veces he dicho entre mí: no
querría airarme con nadie, con todos querría tener paz; y para esto me
parece que sería bien huir de toda compañía por excusar todas las
ocasiones de turbación y de ira. Mas ahora conozco en esto mi flaqueza,
porque no es vencer la ira huir de la compañía, sino cubrir la
imperfección. Quiero pues de aquí adelante estar aparejado para hacer
vida, no solamente con los buenos, sino también con los malos, y tener
paz con los que aborrecen la paz. Yo propongo de hacerlo así; dame tú,
Dios mío, gracia para que lo pueda cumplir.
Si me quitaren la hacienda, no por eso me
entristezca yo, pues te veo en esa cruz tan despojado y desnudo. Si me
quitaren la honra, tampoco esto me haga perder la paz, pues ahí te veo
tan deshonrado y tan abatido. Si me faltaren los amigos, no por eso me
confunda yo, pues ahí te veo solo y desamparado, no sólo de tus
discípulos y amigos, sino también de tu mismo Padre. Y si de Ti me
pareciere alguna vez que soy desamparado, no por eso pierda la
confianza, pues no la perdiste Tú, que acabando de decir: Dios mío, ¿por
qué me desamparaste? luego encomendaste tu espíritu en las manos de
Aquel que te había desamparado.
Pues yo os llamo desde aquí, angustias y
persecuciones, que vengáis a dar sobre mí, pues no me podéis hacer otra
cosa que darme ocasión para ser imitador de mi Señor Jesucristo.
Más, oh Señor mío, si los trabajos fueren
largos y prolijos, ¿con qué me consolaré? Porque los tuyos, aunque
fueron grandes, parece que fueron breves, porque aún no duró veinte
horas todo el martirio de tu Pasión. Pues el que ha diez años que está
en una cama o en una cárcel, o en continuas necesidades y guerras dentro
de su misma casa, ¿qué consuelo hallará en Ti para tan larga contienda?
Responde, Señor mío a esta pregunta, pues
Tú eres la palabra y la sabiduría del Padre. Dime si eres Tú el
consuelo universal de todos los males, aunque sean prolijos, ¿oh si
hemos de buscar para estos otro consolador? Ciertamente no es menester
otro consuelo sino Tú; porque sin duda esa cruz en que padeces no fue
martirio de un solo día, sino de toda la vida. Porque donde la misma
hora y punto de tu santísima concepción se te puso delante así la cruz,
como todo lo que en ella habías de padecer, y así la trajiste delante de
los ojos esos días que viviste. Porque así como todas las cosas pasadas
y venideras estaban presentes a tu divino entendimiento, así también lo
estaban todos los martirios e instrumentos de tu Pasión. Allí estaba la
cruz y los clavos, y los azotes y las espinas, y la lanza cruel; allí
estaban todos estos cuchillos tan presentes, como cuando los viste con
tus ojos el mismo viernes de la cruz.
Nosotros por recios males que padezcamos,
siempre tenemos alguna hora de reposo cuando la medicina o el alivio
nos lo da; mas tu pena casi siempre fue continua, o a lo menos muchas
veces te atormentaba en el ánima mientras en este mundo viviste. Y
aunque esta pena no te atormentara, bastaba para continuo tormento el
celo de la honra del Padre, y de la salud de nuestras ánimas, el cual de
verdad comía y despedazaba tu corazón; y te era más cruel martirio que
el de la misma muerte.
Juntábase con esto la obstinación de
aquel pueblo rebelde, y la dureza de todos los otros pecadores, para
cuyo remedio fuiste enviado; los cuales no habían de querer aprovecharse
de este beneficio, ni reconocer el tiempo de tu visitación. De aquí
nacieron aquellas piadosas lágrimas que derramaste sobre Jerusalén; y de
aquí aquella queja que diste por Isaías, diciendo: yo dije, en vano he
trabajado; de balde, y sin causa he gastado mi fortaleza.
Pues aquí tienes, ánima mía, con quien
acompañarte y consolarte en los largos trabajos; porque aunque los
trabajos postrimeros de aquel santo Cuerpo fueron breves, los de su
piadoso Corazón y ánima fueron prolijos y largos.
Contemplarás la lanzada que se dio al Salvador, y el descendimiento de la Cruz, con el llanto de nuestra Señora, y oficio de la sepultura.
EL TEXTO DE LOS EVANGELISTAS DICE ASÍ:
En aquel tiempo los judíos, porque era Pascua, no queriendo que los cuerpos se quedasen en la cruz el día del sábado porque era muy solemne aquel día del sábado, rogaron a Pilato, que les quebrasen las piernas, y los quitasen de la cruz. Vinieron pues los soldados, y quebraron las piernas del primero de los crucificados, y luego del otro. Y como viniesen a Jesús, y le viesen ya muerto, no le quebraron las piernas, sino uno de los soldados abrió con una lanza su costado, y luego saltó de él sangre y agua. Y el que lo vio da de ello testimonio, y sabemos que su testimonio es verdadero. Y como se llegase ya la tarde, vino José de Arimatea, noble caballero, el cual esperaba también el reino de Dios, y osadamente entró a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús. Y Pilato maravillóse que ya fuese muerto. Y llamando al Centurión, preguntóle si era ya muerto. Y como supiese de él que lo era, concedió a José el cuerpo. Vino también con él Nicodemus, aquel que había venido a bajar a Jesús de noche; el cual traía casi cien libras de ungüento, hecho de mirra y áloe; y José compró una sábana, y bajándole de la cruz , envolviéronle en aquel lienzo con aquellos olores, según que los judíos tienen por costumbre sepultar los muertos. Y había en aquel lugar donde le crucificaron un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, donde ninguno había sido sepultado. Allí pues por razón de la Pascua de los judíos, porque estaba cerca la sepultura, pusieron a Jesús. Y María Magdalena y María madre de José miraban el lugar donde le ponían.
MEDITACIÓN
Para el Viernes Santo por la noche sobre estos pasos del texto
Hasta aquí has celebrado, ánima mía, la
muerte y dolores del Hijo; tiempo es ya que comiences a celebrar y
lamentar los de la Madre. Pues para esto asiéntate ahora un poco a los
pies del profeta Jeremías; y tomándole las palabras de la boca, con
amargo y doloroso corazón, suspirando, di así: ¿cómo quedas ahora sola,
inocentísima Virgen? ¿Cómo queda viuda la Señora del mundo?
¿Y sin tener ninguna culpa, te han hecho
tributaria de tanta pena? Oh Virgen santísima, querría consolarte, y no
sé cómo; querría aliviar un poco la grandeza de tus dolores, y no sé por
qué camino. Reina del cielo, si la causa de tus dolores eran los de tu
Hijo bendito, y no los tuyos, porque más amabas a Él que a Ti, ya han
cesado sus dolores, pues el cuerpo no padece, y toda su ánima es ya
gloriosa; cese pues la muchedumbre de tus gemidos, pues cesó la causa de
tu dolor.
Lloraste con el que lloraba, justo es que
goces ahora con el que ya se goza. Ciérrense las fuentes de esos
purísimos ojos, más claros que las aguas de Hesebón, y ahora turbios y
obscurecidos con la lluvia de tantas lágrimas. Aplacada es ya la ira del
Señor con el sacrificio del verdadero Noé; cese pues el diluvio de tus
sacratísimos ojos, y esclarézcase la tierra con nueva serenidad. Salida
es ya la paloma del arca; señales traerá cuando vuelva de la clemencia
divina; alégrate con esta esperanza, y cesen ya tus gemidos.
El mismo Hijo tuyo pone silencio a tus
clamores, y te convida a nueva alegría en sus cantares, diciendo: el
invierno es ya pasado; las lluvias y torbellinos han cesado; las flores
han parecido en nuestra tierra; levántate, querida mía, hermosa mía y
paloma mía, que moras en los agujeros de la piedra, y en las aberturas
de la cerca, que es en las heridas y llagas de mi cuerpo; deja ahora esa
morada, y ven conmigo.
Bien veo, Señora, que no basta nada de
esto para consolaros, porque no se ha quitado, sino trocado vuestro
dolor. Acabóse un martirio, y comienza otro. Renuévanse los verdugos de
vuestro corazón, e idos unos, suceden otros con nuevos géneros de
tormentos, para que con tales mudanzas se os doble el tormento de la
Pasión. Hasta aquí llorabas sus dolores, ahora su muerte; hasta aquí su
Pasión, ahora vuestra soledad; hasta aquí sus trabajos, ahora su
ausencia; una ola pasó, y otra viene a dar de lleno en lleno sobre Vos;
de manera, que el fin de su pena es comienzo de la vuestra.
Y como si esta pena fuera pequeña, veo
que os aparejan otra no menor. Cerrad, Señora mía, cerrad los ojos, y no
miréis aquella lanza que va enristrada por el aire, dónde va a parar.
Cumplido es ya vuestro deseo; escudo sois hecha de vuestro Hijo, pues
aquel golpe a vos hiere, y no a Él. Deseabas los clavos y las espinas,
eso era para su Cuerpo; la lanza se guardaba para Vos.
¡Oh crueles ministros! ¡Oh corazones de
hierro! ¿Y tan poco os parece lo que ha padecido el Cuerpo vivo, que no
lo queréis perdonar después de muerto? ¿Qué rabia de enemistad hay tan
grande, que no se aplaque cuando ve el enemigo ya muerto delante de sí?
Alzad un poco esos crueles ojos, y mirad aquella cara mortal, aquellos
ojos difuntos, y aquel caimiento de rostro, y aquella amarillez y sombra
de muerte; que, aunque seáis más duros que el hierro y el diamante,
vosotros mismos, viéndolo, os amansaréis. ¿Por qué no os contentáis con
las heridas del Hijo, sino también queréis herir a la Madre? A Ella
herís con esa lanza, a Ella tira ese golpe, a sus entrañas amenaza la
punta de ese hierro cruel.
Llega pues el ministro con la lanza en la
mano, y atraviésala con gran fuerza por los pechos desnudos del
Salvador. Estremecióse la cruz en el aire con la fuerza del golpe, y
salió de allí agua y sangre, con que se lavan los pecados del mundo.
¡Oh río que sales del paraíso, y riegas
con tus corrientes toda la haz de la tierra! ¡Oh llaga del costado
precioso, hecha más con el amor de los hombres, que con el hierro de la
lanza cruel! ¡Oh puerta del cielo, ventana del paraíso, lugar de
refugio, torre de fortaleza, santuario de los justos, sepultura de
peregrinos, nido de las palomas sencillas, y lecho florido de la esposa
de Salomón! Dios te salve, llaga del costado precioso, que llagas los
devotos corazones; herida que hieres las ánimas de los justos, rosa de
inefable hermosura, rubí de precio inestimable, entrada para el Corazón
de Cristo, testimonio de su amor, y prenda de la vida perdurable. Por Ti
entran los animales a guarecerse del diluvio en el arca del verdadero
Noé, a Ti se acogen los atentados, en Ti se consuelan los tristes,
contigo se curan los enfermos, por Ti entran al cielo los pecadores, en
Ti duermen y reposan dulcemente los desterrados y peregrinos.
¡Oh fragua de amor, casa de paz, tesoro
de la Iglesia, y vena de agua viva que salta hasta la vida eterna!
Ábreme, Señor, esa puerta; recibe mi corazón en esa tan delectable
morada, dame por ella paso a las entrañas de tu amor; beba yo de esa
dulce fuente, sea yo lavado con esa santa agua, y embriagado con ese tan
precioso licor, adormézcase mi ánima en ese pecho sagrado; olvide aquí
todos los cuidados del mundo, aquí duerma, aquí coma, aquí cante
dulcemente con el profeta diciendo: esta es mi morada en los siglos de
los siglos; aquí moraré, porque esta morada escogí.
MEDITACIÓN
Del descendimiento de la cruz, y llanto de la Virgen
Después de esto considera como fue
quitado aquel santo Cuerpo de la Cruz, y recibido en los brazos de la
Virgen. Llegan pues el mismo día sobre tarde aquellos dos santos varones
José y Nicodemo, y arrimadas sus escaleras a la Cruz, descienden en
brazos el Cuerpo del Salvador.
Como la Virgen vio, que acabada ya la
tormenta de la Cruz, llegaba el sagrado Cuerpo a tierra, aparejase Ella
para darle puerto seguro en sus pechos, y recibirlo de los brazos de la
Cruz en los suyos. Pide pues con grande humildad a aquella noble gente,
que pues no se había despedido de su Hijo, ni recibido de Él los
postreros abrazos en la Cruz al tiempo de su partida, la dejen ahora
llegar a Él, y no quieran que por todas partes crezca su desconsuelo, si
habiéndoselo quitado por un cabo los enemigos vivo, ahora los amigos se
le quitan muerto.
¡Oh por todas partes desconsolada Señora!
Porque, si te niegan lo que pides, desconsolarte has; y, si te lo dan
como lo pides, no menos te desconsolarás. No tienen tus males consuelo
sino en sola tu paciencia. Si por una parte quieres excusar un dolor,
por otra parte se dobla.
¿Pues qué haréis, santos varones? ¿Qué
consejo tomaréis? Negar a tales lágrimas y a tal Señora cosa que pide,
no conviene; y darle lo que pide, es acabarla la vida. Teméis, por una
parte, desconsolarla; y teméis, por otra, no seáis por ventura homicidas
de la Madre, como fueron los enemigos del Hijo. Finalmente, vence la
piadosa porfía de la Virgen, y pareció a aquella noble gente, según eran
grandes sus gemidos, que sería mayor crueldad quitarle el Hijo, que
quitarle la vida; y así se lo hubieron de entregar.
Pues cuando la Virgen lo tuvo en sus
brazos, ¿qué lengua podrá explicar lo que sintió? Oh Ángeles de paz,
llorad con esta sagrada Virgen; llorad, cielos; llorad, estrellas del
cielo, y todas las criaturas del mundo acompañad el llanto de María.
Abrázase la Madre con el Cuerpo
despedazado, apriétalo fuertemente en sus pechos (para esto sólo le
quedaban fuerzas), mete su cara entre las espinas de la sagrada cabeza,
júntanse rostro con rostro, tíñese la cara de la Madre con la Sangre del
Hijo, y riégase la del Hijo con las lágrimas de la Madre.
¡Oh dulce Madre! ¿Es ese por ventura
vuestro dulcísimo Hijo? ¿Es ese el que concebisteis con tanta gloria, y
disteis a luz con tanta alegría? ¿Pues qué se hicieron vuestros gozos
pasados? ¿Dónde se fueron vuestras alegrías antiguas? ¿Dónde está aquel
espejo de hermosura, y en quien Vos os mirabas? Ya no os aprovecha
mirarle a la cara, porque sus ojos han perdido la luz. Ya no os
aprovecha darle voces, y hablarle, porque sus oídos han perdido el oír,
ya no se menea la lengua que hablaba las maravillas del cielo, ya están
quebrados los ojos que con su vista alegraban al mundo. ¿Cómo no habláis
ahora, Reina del cielo? ¿Cómo han atado los dolores vuestra lengua? La
lengua estaba enmudecida; mas el Corazón allá dentro hablaría con
entrañable dolor al Hijo dulcísimo, y le diría:
¡Oh vida muerta! ¡Oh lumbre obscurecida! ¡Oh hermosura afeada! ¿Y qué manos han sido aquellas que tal han parado vuestra divina figura? ¿Qué corona es esta que mis manos hallan en vuestra cabeza? ¿Qué herida es esta que veo en vuestro costado?
¡Oh Sumo Sacerdote del mundo! ¿Qué insignias son estas que mis ojos ven en vuestro cuerpo? ¿Quién ha manchado el espejo y hermosura del cielo? ¿Quién ha desfigurado la cara de todas las gracias?
¡Estos son aquellos ojos que obscurecían al sol con su hermosura! ¡Esas son las manos que resucitaban los muertos a quien tocaban! ¡Esta es la boca por do salían los cuatro ríos del paraíso! ¡Tanto han podido las manos de los hombres contra Dios! Hijo mío y sangre mía, ¿de dónde se levantó a deshora esta fuerte tempestad? ¿Qué ola ha sido esta que así te me ha llevado? Hijo mío, ¿qué haré sin Ti? ¿Adónde iré? ¿Quién me remediará? Los padres y los hermanos afligidos venían a rogarte por sus hijos y por sus hermanos difuntos, y Tú con tu infinita virtud y clemencia los consolabas y socorrías.
Más yo, que veo muerto a mi Hijo, y mi Padre, y mi hermano y mi Señor; ¿a quién rogaré por Él? ¿Quién me consolará? ¿Dónde está el buen Jesús Nazareno, Hijo de Dios vivo, que consuela a los vivos, y da vida a los muertos? ¿Dónde está aquel grande Profeta, poderoso en obras y palabras?
Hijo, antes de ahora descanso mío, y ahora cuchillo de mi dolor, ¿qué hiciste para que los judíos te crucificasen? ¿Qué causa hubo para darte tal muerte? ¿Estas son las gracias de tan buenas obras? ¿Este es el premio que se da a la virtud? ¿Esta es la paga de tanta doctrina? ¿Hasta aquí ha llegado la maldad del mundo? ¿Hasta aquí la malicia del demonio? ¿Hasta aquí la bondad y clemencia de Dios? ¿Tan grande es el aborrecimiento que Dios tiene contra el pecado? ¿Tanto fue menester para satisfacer por la culpa de uno? ¿Tan grande es el rigor de la divina justicia? ¿En tanto tiene Dios la salud de los hombres?
Oh dulcísimo Hijo mío, ¿qué haré sin ti? Tú eras mi Hijo, mi Padre, mi Esposo, mi Maestro y toda mi compañía. Ahora quedo como huérfana sin padre, viuda sin esposo, y sola sin tal maestro y tan dulce compañía. Ya no te veré más entrar por mis puertas, cansado de los discursos y predicación del Evangelio. Ya no limpiaré más el sudor de tu rostro asolado y fatigado de los caminos y trabajos. Ya no te veré más asentado a mi mesa comiendo y dando de comer a mi ánima con tu divina presencia. Fenecida es ya mi gloria, hoy se acaba mi alegría, y comienza mi soledad.
Hijo mío, ¿no me habláis? Oh lengua del cielo, que a tantos consolaste con vuestras palabras, a tantos distes habla y vida; ¿quién os ha puesto tanto silencio, que no habláis a vuestra Madre? ¿Cómo no me dejáis siquiera alguna manda con que yo me consuele? Yo la tomaré con vuestra licencia. Esta corona real será la manda: de estos clavos y de esta lanza quiero ser vuestra heredera. Estas joyas tan preciosas guardaré yo siempre en mi corazón; allí estarán hincados vuestros clavos, allí estará guardada vuestra corona, vuestros azotes y vuestra cruz. Este es el mayorazgo que yo elijo para mí mientras durare la vida.
¡Cómo dura poco la alegría en la tierra, y cómo se siente mucho el dolor después de mucha prosperidad! ¡Oh Belén y Jerusalén, cuan diferentes días he llevado en vosotras! ¡Qué noche fue aquella tan clara, y qué día este tan obscuro! ¡Qué rica entonces, y qué pobre ahora! No podía ser pequeña la pérdida de tan grande tesoro ¡Oh Ángel bienaventurado! ¿Dónde están ahora aquellas tan grandes alabanzas de la antigua salutación? No era vana mi turbación, ni mi temor en aquella hora, porque a grandes alabanzas, por fuerza es que se ha de seguir oh grande caída, oh gran cruz.
No quiere el Señor que estén sus dones ociosos; nunca da honra sin carga, ni mayoría sin servidumbre, ni muchas gracias sino para mucho trabajo. Entonces me llamaste llena de gracia; ahora estoy llena de dolor. Entonces bendita entre todas las mujeres; ahora la más afligida de las mujeres. Entonces dijiste: el Señor es contigo; ahora también está conmigo; más no vivo sino muerto, como lo tengo en mis brazos.
¡Oh dulce Redentor mío! ¿Fue alguna culpa tenerte yo en mis brazos con tanta alegría recién nacido por do viniese ahora a tenerte en ellos tan atormentada? ¿Fue algún pecado recibir tanto gozo en darte la dulce leche de mis pechos, porque ahora me hayas querido dar a beber un cáliz de tanta amargura? ¿Fue algún yerro mirarme yo en tu rostro como en un espejo luciente; porque ahora has querido que te vea yo tan afeado y atormentado? ¿Fue algún delito amarte tanto, porque ahora has querido que el amor se me hiciese verdugo, y que tanto más padeciese, cuanto más te amo?
¡Oh Padre Eterno! ¡Oh amador de los hombres! ¡Piadoso para con ellos, y para con vuestro Hijo riguroso! Vos sabéis cuán grandes sean las olas y tempestad de mi corazón. Vos sabéis que cuantos azotes y heridas ha recibido este santo Cuerpo, tantas muertes ha llevado este corazón. Mas con todo esto, yo la más afligida de todas las criaturas, os doy gracias infinitas por este dolor. Bástame quererlo Vos para que yo me consuele. De vuestra mano, aunque sea el cuchillo, le meteré yo en mis entrañas. Por los favores y por los dolores igualmente os doy las gracias; por el usufructo de vuestros bienes, de que hasta aquí he gozado, os bendigo; y porque ahora me le quitáis, no me indigno, sino antes os vuelvo vuestro depósito con nacimiento de gracias. Por lo uno y por lo otro os bendigan los Ángeles, y mis lágrimas también con ellos os bendigan.
Más os suplico, Padre mío, si Vos de ello sois servido, os deis por contento con treinta y tres años de martirio que hasta aquí se han pasado. Vos sabéis que desde el día que aquel santo Simeón me anunció este martirio, se echó acíbar en todos mis placeres, y desde entonces traigo este día atravesado en el corazón. En medio de mis alegrías me salteaba siempre la memoria de este dolor, y nunca tuve gozo tan puro, que no se aguase con los dolores y temores de este día. Bien sé que todo esto fue encaminado por vuestra Providencia, y que vos quisisteis que desde entonces tuviese yo conocimiento de este misterio, para que así como el Hijo trajo siempre la cruz ante los ojos desde el día de su concepción, así también la trajese la Madre. Así queréis Vos que los vuestros en esta vida siempre padezcan, y en este valle de lágrimas no queréis que sean grandes, ni perpetúas nuestras alegrías, aunque sean en Vos. Pues, ¡oh Rey mío! Tened ya por bien que sea este el postrero de mi martirio, si Vos de ello sois servido; y si no, hágase en esto y en todo vuestra divina voluntad.
Si para una mujer os parece poco un martirio, bien sabéis Vos que tantas veces he sido mártir, cuantas fue herido el Cuerpo de mi Salvador. Ya se acabaron sus martirios; y el mío viéndolo se renueva. Mandad a la muerte que vuelva por los despojos que dejó, y lleve a la Madre con el Hijo a la sepultura.
¡Oh dichosa sepultura, que has sucedido en mi oficio, y la corona que a mí quitan, a ti la dan, pues encerrarás dentro de ti al que tuve yo encerrado en mis entrañas! Mis huesos se alegrarían si allí se viesen, y allí sería de verdad mi vida en la sepultura. El corazón y ánima que yo puedo, yo la sepultaré; mas Vos también, Señor mío, el cuerpo, que yo no puedo sin vos. Oh muerte, ¿por qué eres tan cruel, que me apartas de aquel, en cuya vida estaba la mía? Más cruel eres a las veces en perdonar que en matar. Piadosa fueras para mí si nos llevaras a entrambos; mas ahora fuiste cruel en matar al Hijo, y más cruel en perdonar a la Madre.
Tales palabras en su Corazón diría la
Virgen, y semejantes las dirían aquellas santas Marías que le
acompañaban. Lloraban todos los que presentes estaban, lloraban aquellas
santas mujeres, lloraban aquellos nobles varones, lloraba el cielo y la
tierra, y todas las criaturas acompañaban las lágrimas de la Virgen.
Lloraba otrosí el santo Evangelista, y
abrazado con el cuerpo de su Maestro, decía: ¡oh buen Maestro y Señor
mío!, ¿quién me enseñará de aquí adelante? ¿A quién iré con mis dudas?
¿En cuyos pechos descansaré? ¿Quién me dará parte de los secretos del
cielo? ¿Qué mudanza ha sido esta tan extraña? Antenoche me tuviste en
tus sagrados pechos, dándome alegría de vida; y ahora; te pago aquel tan
grande beneficio teniéndote en los míos muerto. ¡Este es el rostro que
yo vi transfigurado en el monte! ¡Esta es aquella figura más clara que
el sol de mediodía!
Lloraba también aquella santa pecadora, y
abrazada con los pies del Salvador, decía: ¡oh lumbre de mis ojos, y
remedio de mi ánima! Si me viere fatigada de los pecados, ¿quién me
recibirá? ¿Quién curará mis llagas’? ¿Quién responderá por mí? ¿Quién me
defenderá de los fariseos? ¡Oh cuán de otra manera tuve yo estos pies, y
los lavé cuando en ellos me recibiste! ¡Oh amado de mis entrañas, quién
me diese ahora que yo muriese contigo! Oh vida de mi ánima, ¿cómo puedo
decir que te amo, pues estoy viva, teniéndote delante de mis ojos
muerto?
De esta manera lloraba y lamentaba toda
aquella santa compañía, regando y lavando con lágrimas el Cuerpo
sagrado. Llegada pues ya la hora de la sepultura, envuelven el santo
Cuerpo en una sábana limpia; atan su rostro con un sudario; y puesto
encima de un lecho, caminan con Él al lugar del monumento, y allí
depositan aquel precioso tesoro.
El sepulcro se cubrió con una losa, y el
corazón de la Madre con una obscura niebla de tristeza; allí se despide
otra vez de su Hijo; allí comienza de nuevo a sentir su soledad; y allí
se ve ya desposeída de todo su bien; y allí se le queda el Corazón
sepultado, donde quedaba su tesoro.