MEDITACIONES PARA EL DOMINGO DE PASCUA DE RESURRECCIÓN
Contemplarás en el misterio de la
Santa Resurrección, en el cual podrás meditar estos cuatro pasos
principales; conviene a saber, el descenso del Señor al Limbo, la
Resurrección de su sagrado Cuerpo, la aparición a Nuestra Señora, y
después a la Magdalena y a los Discípulos.
EL TEXTO DE SAN JUAN EVANGELISTA DICE ASÍ:
El Domingo siguiente, después del Viernes de la Cruz, vino María Magdalena muy de mañana, antes que esclareciese, al sepulcro, y vio quitada la piedra de él, y que no estaba allí el cuerpo. Pues como no le halló, estábase allí fuera de la casa del monumento, en el huerto llorando. Y estando así llorando, inclinóse, y miró en el monumento, y vio a dos ángeles asentados, vestidos de blanco, uno a la cabecera, y otro a los pies del lugar donde fuera puesto el cuerpo de Jesús. Los cuales la dijeron: mujer, ¿por qué lloras? Y ella respondió: porque han llevado a mi Señor, y no sé dónde le pusieron. Y como dijo esto volvió el rostro, y vio al Señor, y no le conoció. Díjole pues el Señor: mujer; ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella creyendo que era el hortelano de aquel huerto, díjole: Señor, si tú le tomaste, dime dónde le pusiste, que yo lo llevaré. Dijo entonces el Señor: ¿María? Respondió ella: ¡Maestro! Dícele el Señor: no toques en mí, sino ve, y di a mis hermanos, que subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Vino luego María Magdalena, y dio cuenta de esto a los discípulos, diciendo: vi al Señor, y díjome esto y esto que os dijese.
En este mismo día en la tarde estando las puertas cerradas, donde estaban ayuntados los discípulos por miedo de los judíos, vino el Señor, y púsose en medio de ellos, y díjoles: paz sea con vosotros. Y como esto dijese, mostróles las manos y el costado. Alegráronse pues los discípulos visto el Señor. Díjoles otra vez: paz sea con vosotros. Así como el Padre me envió al mundo, así yo envío a vosotros. Y dichas estas palabras, sopla, y díjoles: recibid el Espíritu Santo. Cuyos pecados perdonareis serán perdonados, y los que retuviereis serán retenidos.
En este tiempo Tomás, uno de los doce, que se llama por otro nombre Dídimo, no estaba con los discípulos cuando vino Jesús, y después de venido, dijéronle los otros discípulos: visto hemos al Señor. A los cuales él respondió: si no viere en sus manos los agujeros de los clavos, y pusiera mi dedo en el lugar de ellos, y mi mano en su costado, no lo creeré. Y pasados ocho días, estando otra vez los discípulos dentro del cenáculo, y Tomás también con ellos, vino el Señor otra vez cerradas las puertas, y puesto en medio de ellos, díjoles: paz sea con vosotros. Y luego dijo a Tomás: pon aquí tu dedo; mira mis manos, y llega tú mano; y ponla en mi costado; y no quieras ser incrédulo, sino fiel. Respondió Tomás, y dijo: Señor mío y Dios mío. Y díjole el Señor: porque me viste, Tomás, creíste. Bienaventurados los que no vieron y creyeron. Otras muchas señales hizo Jesús en presencia de sus discípulos, que no están escritas en este libro. Mas estas se escribieron para que creáis que Jesucristo es Hijo de Dios, y para que creyéndolo así, alcancéis vida por él.
MEDITACIÓN
sobre estos pasos del texto
Este es el día que hizo el Señor;
regocijémonos y alegrémonos en él. Todos los días hizo el Señor, que es
el Hacedor de los tiempos, mas éste señaladamente se dice que hizo Él,
porque en éste acabó la más excelente de sus obras, que fue la obra de
nuestra redención. Pues así como ésta se llama por excelencia la obra de
Dios, por la ventaja que hace a todas sus obras; así también éste se
llama día de Dios, porque en él se acabó ésta que fue la más excelente
de todas sus obras.
Dícese también, que este día hizo el
Señor, porque todo lo que hay en él fue hecho por sola su mano. En las
otras fiestas y misterios del Salvador siempre se halla algo que hayamos
hecho nosotros, porque siempre hay en ellos algo de pena, y la pena
nació de nuestra culpa; y por esto hay algo de nos. Mas este día no es
día de trabajo, ni de pena, sino destierro de toda pena, y cumplimiento
de toda gloria; y así todo él es puramente de Dios.
Pues en tal día como éste, ¿quién no se
alegrará? En este día se alegró toda la Humanidad de Cristo, y se alegró
la Madre de Cristo y se alegraron los discípulos de Cristo, y se alegró
el cielo y la tierra, y hasta el mismo infierno cupo parte de esta
alegría.
Más claro se ha mostrado el sol este día,
que todos los otros, porque razón era que sirviese al Señor con su luz
en el día de sus alegrías, así como lo sirvió con sus tinieblas en el
día de su Pasión.
Los cielos, que viendo padecer al Señor
se habían obscurecido por no ver a su Criador desnudo, estos ahora
parece que con singular claridad resplandecen, viendo cómo sale vencedor
del sepulcro. Alégrese pues el cielo; y tú, tierra, toma parte de esta
alegría, porque mayor resplandor nace hoy del sepulcro, que del mismo
sol que alumbra en el cielo.
Dice un doctor contemplativo, que todos
los Domingos cuando se levantaba a Maitines, era tanta la alegría que
recibía, acordándose del misterio de este día, que le parecía que todas
las criaturas del cielo y de la tierra en aquella hora cantaban a
grandes voces, y decían: en tu Resurrección, Cristo, aleluya; los cielos
y la tierra se alegran, aleluya.
Pues para sentir algo del misterio de
este día, piensa primeramente como el Salvador, acabada ya la jornada de
su Pasión, con aquella misma caridad que subió por nosotros en la Cruz,
descendió a los infiernos a dar cabo a la obra de nuestra reparación;
porque así como tomó por medio el morir para librarnos de la muerte, así
también el descender al infierno para librar a los suyos de él.
Desciende pues el noble Triunfador a los
infiernos, vestido de claridad y fortaleza; cuya entrada describe
Eusebio Emiseno por estas palabras: ¡oh luz hermosa! que resplandeciendo
desde la alta cumbre del cielo, vestiste de súbita claridad a los que
estaban en tinieblas y sombras de muerte. Porque en el punto que el
Redentor allí descendió, luego aquella eternal noche resplandeció, y el
estruendo de los que lamentaban cesó, y toda aquella cruel tienda de
atormentadores tembló viendo al Salvador presente. Allí fueron
conturbados los príncipes de Edom, y temblaron los poderosos de Moab, y
pasmaron los moradores de la tierra de Canaam. Luego todos aquellos
infernales atormentadores, en medio de sus obscuridades y tinieblas,
comenzaron entre sí a murmurar, diciendo: ¿quién es este tan terrible,
tan poderoso y tan resplandeciente? Nunca tal hombre como éste se vio en
nuestro infierno, nunca a estas cuevas tal persona nos envió hasta hoy
el mundo. Acometedor es éste, no deudor; quebrantador es, no pecador;
Juez parece, no culpado; a pelear viene, no a penar. Decidme, ¿dónde
estaban nuestras guardas y porteros cuando este Conquistador rompió
nuestras cerraduras y por fuerza nos entró? ¿Quién será éste que tanto
puede? Si éste fuese culpado, no sería tan osado. Y si trajera alguna
obscuridad de pecado, no resplandecieran tanto nuestras tinieblas con su
luz. Más si es Dios, ¿qué tiene que ver con el infierno? Y si es
hombre, ¿cómo tiene tanto atrevimiento? Si es Dios, ¿qué hace en el
sepulcro? Y si es hombre, ¿cómo ha despojado nuestro limbo? ¡Oh Cruz,
que así has burlado nuestras esperanzas, y causado nuestro daño! En un
madero alcanzamos todas nuestras riquezas, y ahora en un madero las
perdimos.
Tales palabras murmuraban entre sí
aquellas infernales compañías, cuando el noble Triunfador entró allí a
libertar sus cautivos. Allí estaban recogidas, todas las ánimas de los
justos que desde el principio del mundo hasta a aquella hora habían
salido de esta vida. Allí vieras un profeta aserrado, y otro apedreado, y
otro quebradas las cervices con una barra de hierro; y otros que con
otras maneras de muertes glorificaron a Dios. ¡Oh compañía gloriosa! ¡Oh
nobilísimo tesoro del cielo! ¡Oh riquísima parte del triunfo de Cristo!
Allí estaban aquellos dos primeros hombres que poblaron el mundo; que
así como fueron los primeros en la culpa; así lo fueron en la fe y en la
esperanza. Allí estaba aquel santo viejo, que con la fábrica de aquella
grande arca guardó simiente para que se volviese a poblar el mundo
después de las aguas del diluvio. Allí estaba aquel primer padre de los
creyentes, el que mereció primero que todos recibir el testamento de
Dios, y la señal y divisa de los suyos en su carne. Allí estaba su
obediente hijo Isaac, que llevando acuestas la leña en que había de ser
sacrificado, representó el sacrificio y el remedio del mundo. Allí
estaba el santo padre de las doce tribus que ganando con ropas ajenas y
hábito peregrino la bendición del padre, figuró el misterio de la
Humanidad y Encarnación del Verbo divino. Allí estaba también como
huésped y nuevo morador de aquella tierra el santo Bautista, y el
bienaventurado anciano, que no quiso salir del mundo hasta que viese con
sus ojos el remedio del mundo, y lo recibiese en sus brazos, y cantase
antes que muriese, como cisne, aquella dulce canción. También tenía su
lugar allí el pobrecito Lázaro del Evangelio, que por medio de sus
llagas y paciencia mereció ser participante de tan noble compañía y
esperanza.
Todo este coro de ánimas santas estaban
allí gimiendo y suspirando por este día, y en medio de ellos (como
maestro de capilla) aquel santo rey y profeta repetía sin cesar aquella
su antigua lamentación, diciendo: como el ciervo desea las fuentes de
las aguas, así desea mi ánima a ti, mi Dios. Fuéronme mis lágrimas pan
de noche y de día, mientras dicen a mi ánima: ¿dónde está tu Dios? ¡Oh
santo Rey! Si esa es la causa de tu lamentación, cesa ya de ese cantar,
porque aquí está ya tu Dios presente, y aquí está tu Salvador. Muda pues
ahora ese cantar, y canta lo que mucho antes en espíritu cantaste,
cuando escribiste: bendijiste, Señor, a tu tierra, y sacaste a Jacob del
cautiverio. Perdonaste la maldad de tu pueblo, y disimulaste la
muchedumbre de sus pecados. Y tú, santo Jeremías, que por el mismo Señor
fuiste apedreado, cierra ya el libro de las lamentaciones que
escribías, por ver a Jerusalén destruida, y el templo de Dios asolado,
porque otro más hermoso templo que ese verás de aquí a tres días
reedificado, y otra más hermosa Jerusalén por todo el mundo renovada.
Pues como aquellos bienaventurados padres
vieron ya sus tinieblas alumbradas y su destierro acabado, y su gloria
comenzada, ¿qué lengua podrá explicar lo que sentirían? Cuán de veras
(viéndose ya salidos del cautiverio de Egipto, y ahogados sus enemigos
en el mar Bermejo) cantarían todos, y dirían: cantemos al Señor, que
gloriosamente ha triunfado, pues al caballo y al caballero arrojó en el
mar ¿Con qué entrañas aquel primer padre de todo el género humano,
derribado ante los pies de su Hijo y Señor, diría: viniste ya, muy amado
Señor, y muy esperado, a remediar mi culpa; viniste a cumplir tu
palabra, y no echaste en olvido a los que esperaban en Ti. Venció a la
dificultad del camino la piedad grande, y a los trabajos y dolores de la
Cruz, la grandeza del amor.
No se puede con palabras explicar la
alegría de estos padres; mas mucho mayor era sin comparación la que el
Salvador tenía, viendo tanta muchedumbre de ánimas remediadas por su
Pasión. ¿Por cuán bien empleados darías entonces, Señor, los trabajos de
la Cruz, cuando vieses el fruto que comenzaba ya a dar aquel árbol
sagrado? Con dos hijos que nacieron al patriarca José en la tierra de
Egipto, ya no hacía caso de todos sus trabajos pasados. Y en
significación de esto; al primero que en aquella tierra nació, puso por
nombre Manasés, diciendo: hecho me ha Dios olvidar de todos mis
trabajos, y de la casa de mi padre. ¿Pues qué sentiría el Salvador,
cuando se viese ya cercado de tantos hijos, acabado el martirio de la
Cruz? ¿Cuándo se viese aquella oliva preciosa con tantos y tan hermosos
pimpollos alrededor de sí?
MEDITACIÓN
De la resurrección del Cuerpo del Salvador
Más ¡oh Salvador mío! ¿Qué hacéis que no
das parte de vuestra gloria a aquel Cuerpo santísimo, que os está
aguardando en el sepulcro? Acordaos que la ley del repartimiento de los
despojos dice: que igual parte ha de caber al que se queda en las
tiendas, que al que entra en la batalla. Vuestro santo Cuerpo quedó
aguardándoos en el sepulcro, y vuestra Ánima santísima entró a pelear en
el infierno; repartid con Él vuestra gloria, pues habéis ya vencido la
batalla.
Estaba el santo Cuerpo en el sepulcro con
aquella dolorosa figura que el Señor lo había dejado, tendido en
aquella losa fría, amortajado con su mortaja, cubierto el rostro con un
sudario, y sus miembros todos despedazados. Era ya después de la
medianoche, a la hora del alba, cuando quería prevenir el Señor de
justicia al de la mañana, y tomarle en este camino la delantera.
Pues en esta hora tan dichosa entra
aquella Ánima gloriosa en su santo Cuerpo, ¿y qué tal (si piensas) lo
ornamentó? No se puede esto explicar con palabras; más por un ejemplo se
podrá entender algo de lo que es. Acaece algunas veces estar una nube
muy obscura y tenebrosa hacia la parte del poniente; y si cuando el sol
se quiere ya poner la toma delante, y la hiere y embiste con sus rayos,
suele pararla tan hermosa, tan arrebolada y tan dorada, que parece al
mismo sol. Pues así aquella Ánima gloriosa, después que embistió en
aquel santo Cuerpo, y entró en Él, todas sus tinieblas convirtió en luz,
y todas sus fealdades en hermosura, y del Cuerpo más afeado de los
cuerpos hizo el más hermoso de todos ellos.
De esa manera resucita el Señor del
sepulcro, todo ya perfectamente glorioso, como primogénito de los
muertos, y figura de nuestra resurrección. Este es aquel santo patriarca
José, salido ya de la cárcel, trasquilados los cabellos de su
mortalidad, vestido de ropas inmortales, y hecho señor de las tierras de
Egipto.
Este es aquel santo Moisés, sacado de las
aguas y de la pobre canastilla de juncos, que después vino a destruir
todo el poder y carros del Faraón.
Este es aquel santo Mordoqueo, despojado
ya de su saco y cilicio, y vestido de vestiduras reales, el cual vencido
su enemigo, y crucificado en su misma cruz, libró a todo su pueblo de
la muerte.
Este es aquel santo Daniel, salido ya del lago de los leones, sin haber recibido perjuicio de las bestias hambrientas.
Este es aquel fuerte Sansón, que estando
cercado de sus enemigos, y encerrado en la ciudad, se levanta a la media
noche, y quebranta sus puertas y cerraduras, dejando burlados sus
propósitos y consejos de los adversarios.
Este es aquel santo Jonás, entregado a la
muerte por librar de ella a sus compañeros, el cual entregado en el
vientre de aquella gran bestia, al tercer día es lanzado en la rivera
del Nínive.
¿Quién es este que estando entre las
hambrientas quijadas de la bestia carnicera, no pudo ser comido de ella?
¿Y engolfado en los abismos de las aguas gozó de aires de vida, y
sumido en el profundo de la perdición la misma muerte le sirvió?
Este es nuestro Salvador glorioso, a
quien arrebató aquella cruel bestia que jamás se harta, que es la
muerte, la cual después que le tuvo en la boca, conociendo la presa,
tembló en tenerla; porque dado caso que la tierra después de muerte le
tragó, más hallándole libre de la culpa no pudo detenerle en su morada,
porque la pena, no hace al hombre culpado, sino la causa.
MEDITACIÓN
De cómo el Salvador apareció a la
Virgen Nuestra Señora
Ya, Señor, habéis glorificado y alegrado
esa carne santísima que con vos padeció en la Cruz; acordaos que también
es vuestra carne la de vuestra Madre y que también padeció Ella con
Vos, viéndoos padecer en la Cruz. Ella fue crucificada con Vos, justo es
que también resucite con Vos. Sentencia es de vuestro Apóstol que los
que fueron compañeros de vuestras penas, también lo han de ser de
vuestra gloria; y pues esta Señora os fue fiel compañera desde el
pesebre hasta la Cruz en todas vuestras penas, justo es que también
ahora lo sea de vuestras alegrías.
Serenad aquel cielo obscurecido,
descubrid aquella luna eclipsada, deshaced aquellos nublados de su ánima
entristecida, enjugad las lágrimas de aquellos virginales ojos, y
mandad que vuelva el verano florido después del invierno de tantas
aguas.
Estaría la santa Virgen en aquella hora
en su oratorio recogida, esperando esta nueva luz. Clamaba en lo íntimo
de su corazón, y como piadosa leona daba voces al Hijo muerto al tercero
día, diciendo: levántate, gloria mía; levántate, salterio y vihuela;
vuelve, triunfador, al mundo; recoge, buen pastor, tu ganado; oye, hijo,
los clamores de tu afligida Madre; y pues estos fueron parte para
hacerte bajar del cielo a la tierra, estos te hagan ahora subir de los
infiernos al mundo.
En medio de estos clamores y lágrimas
resplandece súbitamente aquella pobre casita con lumbre del cielo, y
ofrécese a los ojos de la Madre el Hijo resucitado y glorioso. No sale
tan hermoso el lucero de la mañana, no resplandece tan claro el sol de
mediodía, como resplandeció en los ojos de la Madre aquella cara llena
de gracias, aquel espejo sin mancilla de la gloria divina. Ve el cuerpo
del Hijo resucitado y glorioso, despedidas ya todas las fealdades
pasadas, vuelta la gracia de aquellos ojos divinos, y restituida y
acrecentada su primera hermosura. Las aberturas de las llagas, que eran
para la Madre cuchillos de dolor, velas hechas fuentes de amor. Al que
vio penar entre ladrones velo acompañado de Santos y Ángeles. Al que la
encomendaba desde la Cruz al discípulo, ve como ahora extiende sus
amorosos brazos, y le da dulce paz en su rostro. Al que tuvo muerto en
sus brazos, vele ahora resucitado ante sus ojos. Tiénele, y no le deja;
abrázale, y pídele que no se le vaya. Entonces, entumecida de dolor, no
sabía qué decir; ahora, enmudecida de alegría, no puede hablar.
¿Qué lengua, qué entendimiento podrá
comprender hasta donde llegó este gozo? No podemos entender las cosas
que exceden nuestra capacidad, sino por otras menores, haciendo una como
escalera de lo bajo a lo alto, y conjeturando las unas por las otras.
Pues para sentir algo de esta alegría,
considera la alegría que recibió el patriarca Jacob, cuando después de
haber llorado con tantas lágrimas a José su muy amado hijo por muerto,
le dijeron que era vivo, y señor de toda la tierra de Egipto. Dice la
escritura divina, que cuando le dieron estas nuevas fue tan grande su
alegría y su espanto, que como quien despierta de un pesado sueño, así
no acababa de entrar en su acuerdo, ni podía creer lo que los hijos le
decían. Y ya que finalmente lo creyó, dice el texto, que volvió su
espíritu a revivir de nuevo, y que dijo estas palabras: bástame este
solo bien, si José mi hijo es vivo; iré, y verlo he antes que muera.
Pues dime ahora, si quien tenía otros
once hijos en casa, tanta alegría recibió en saber que uno solo, a quien
él tenía por muerto, era vivo, ¿qué alegría recibiría la que no tenía
más que uno, y ese tal y tan querido, cuando después de haberle visto
muerto le viese ahora resucitado glorioso, y no señor de toda la tierra
de Egipto, sino de todo lo criado?
¿Hay entendimiento que esto pueda
comprender? Verdaderamente tan grande fue esta alegría, que no pudiera
su corazón sufrir la fuerza de ella, si por especial milagro de Dios no
fuera para ello confortado.
¡Oh Virgen bienaventurada! Basta sólo
este bien, basta que tu Hijo sea vivo, y que le tengas delante, y que lo
veas antes que mueras, para que no tengas más que desear.
¡Oh Señor, y cómo sabes consolar a los
que padecen por ti! No parece ya grande aquella primera pena en
comparación de esta alegría. Si así has de consolar a los que por Ti
padecen, bienaventuradas y dichosas sus pasiones, pues así han de ser
remuneradas.
¿Pues qué diré de la alegría de aquellas
santas Marías, y especialmente de aquella que perseveraba llorando par
del sepulcro, cuando se derribase ante los pies del Señor, y le viese en
tan gloriosa figura? Y mira bien que después de la Madre, a aquella
primera apareció, que más amó, más perseveró, mas lloró, y más
solícitamente le buscó; para que así tengas por cierto que hallarás a
Dios, si con estas mismas lágrimas y diligencias le buscares.