Los falsos demócratas.
Casi todo el planeta cayó en la trampa de repetir esa secuencia de
simplificaciones sin sentido, tan hipócritas como peligrosas. Es así como se ha
idealizado a la democracia sin advertir sus reales inconvenientes.
Obviamente que no todos razonan de igual modo frente a este apasionante debate.
Algunos prefieren inmolarse defendiendo a rajatablas todo lo ya conocido. Eso les
impide evaluar cualquier otra alternativa superadora.
Otros, casi con resignación, prefieren apelar a aquella famosa frase que
se le atribuye a Winston Churchill cuando decía que “la democracia es el peor
de los sistemas, excepto todos los demás”. Interesante reflexión, pero
demasiado inconducente cuando se trata de resolver dilemas con sensatez.
Ambas posturas, las del fanatismo ciego que no acepta discusión alguna y
la del conformismo inundado de justificaciones, no ayudan para nada a entender
la complejidad de la coyuntura global y los desafíos que se vienen.
Pero, indudablemente, los más peligrosos son los rufianes que pululan en
el mundo académico y político, esos que amparados en la presunta inmutabilidad
de la democracia vigente, se apalancan en ella, sin recato, en la medida que
les resulta funcional a sus propios intereses.
Estos farsantes, ni siquiera tienen el coraje de decir a cara
descubierta que ellos aborrecen este sistema y que solamente lo utilizan para,
desde ese inmaculado pedestal, alcanzar cada uno de sus cuestionables fines.
No tienen la integridad moral suficiente para ser intelectualmente honestos
y confesar que ellos detestan esta modalidad y solo creen en una autocracia en la
que un minúsculo grupo de personas define los destinos del resto.
Estos perversos personajes deambulan por ahí recitando su cantinela sin
pudor alguno. Por un lado se muestran muy respetuosos de los valores
democráticos, esos mismos en los que no creen para nada, pero cuando ostentan
el poder no les tiembla el pulso para exhibir su peor costado.
Su cinismo es infinito. Ellos saben que mienten descaradamente, pero cultivan
aquello de que “el fin justifica los medios”. Su credo dice que la democracia
es solo un puente que hay que traspasar para llegar a la meta.
Desde su perspectiva, la mentira no es un defecto sino solo un
instrumento que ayuda a lograr sus propósitos. Por eso lo hacen sin siquiera
sonrojarse. Se mantienen imperturbables cuando dicen lo que no piensan, porque
están convencidos de que necesitan engañar a sus potenciales votantes.
Su irrespeto por las personas es de tal magnitud que manipulan a la gente
deliberadamente y sin culpa. Ellos se creen los elegidos, los iluminados, que
tienen la misión de orientar a su pueblo hacia su fraudulenta cima.
La estafa es esencial en esa gran parodia montada. Lo importante no es
el “mientras tanto”, sino que lo colectivo se imponga a lo individual. Todo
vale en ese juego en el que terminarán liderando ese desvergonzado despliegue.
Es cierto que todo sistema político es siempre un mero engranaje y no
constituye un objetivo en sí mismo. Cualquier forma de gobierno elegida tiene
como máxima ambición favorecer a una armoniosa convivencia cívica.
Es bueno recordar que los regímenes autoritarios han nacido, muchas
veces, al amparo de estas permisivas reglas democráticas. El pérfido socialismo
del siglo XXI y cada una de sus variantes regionales, se han desarrollado
gracias a las bondades de un sistema tan frágil como obsoleto.
Esto ha sucedido, en el marco de un proceso en el que cientos de intelectuales
prepararon el caldo de cultivo perfecto para que la sociedad compre esa idea de
que el partido que obtiene la mayor cantidad de votos hace lo que quiere con la
sociedad, sin restricción alguna.
Ellos han alimentado este retorcido esquema matemático en el que tener
un voto más que la mitad significa representar a todos, mientras que cuando se
logra solo una cifra que no alcanza a la mitad, eso equivale a cero.
Su rutina es simple. Mientras todo esto les sirve lo utilizan. Cuando ya
no cuentan con el acompañamiento mayoritario giran velozmente y promueven insurrecciones,
sembrando el caos a su paso, para cumplir con todas las enseñanzas que
aprendieron de sus ideólogos e inspiradores del pasado.
Es muy saludable la idea de cuestionar a la democracia. Es sumamente
peligroso aferrarse a cualquier sistema utilizando el débil argumento de que siempre
todo fue así. Esta lógica es muy endeble y puede conducir a las sociedades hacia
un interminable callejón sin salida.
Si la humanidad se comportara de idéntica forma en otros aspectos
cotidianos el progreso sería inviable. Para mejorar algo, hay que tener el valor
de dejar atrás lo que ya no funciona, reemplazándolo por otro modelo con más
atributos asumiendo, obviamente, los riesgos de esa transición.
Es vital cuidarse mucho de los embaucadores seriales que se disfrazan de
corderos para aprovecharse de cualquier circunstancia que los pueda favorecer.
Esos fundamentalistas solo quieren el poder para saquear a la comunidad y
destruir a los que no piensan como ellos.
En los lugares en los que han gobernado lo han hecho sin
contemplaciones. Abundan testimonios en el presente que pueden dar fe de sus
crueles andanzas. No importa como prefiera etiquetarlos la gente. De un lado y del
otro, siempre defienden ideas intervencionistas en lo económico y justifican la
concentración del poder para instaurar un fascismo sistemático.
La difícil tarea de una sociedad madura consiste en cuestionarse todo,
revisarlo hasta el cansancio, pero siempre buscando nuevas posibilidades y
discutiendo con honestidad y sin falsificaciones que tergiversen el debate.
El mundo precisa un intercambio de ideas que permita encontrar una
salida inteligente a esta disyuntiva contemporánea. Hay que estar muy atentos
porque en ese itinerario aparecerán, como siempre, los impostores
profesionales, esos mismos que hoy brotan como falsos demócratas.
Alberto Medina Méndez