“Revolcaos en un merengue…”
Uno
de los indicadores de la decadencia moral de una sociedad debería ser
el grado de aversión a la mentira que acreditan funcionarios públicos,
periodistas, autoridades eclesiásticas y ciudadanos en general.
Falsificar los hechos históricos y promover su difusión desde el Estado
y/o los medios masivos de comunicación constituye lisa y llanamente un
delito aberrante; tolerarlo, un acto de cobardía o de idiotez política.
En vigencia del Estado de derecho, el gobierno tiene la obligación de
decir la verdad y los ciudadanos el deber cívico de exigirla.
Pues bien,
en la Argentina, en términos generales, luego de 35 años de democracia
no sucede ni lo uno ni lo otro. El hecho evidente que lo refrenda es la
circunstancia de que la legislatura la provincia de Buenos Aires aprobó
la ley que obliga a los tres poderes del Estado a adoptar como
verdadera, en todas sus manifestaciones oficiales en que el tema lo
amerite, la mentira palmaria según la cual durante el gobierno militar
que comenzara con el golpe de Estado de 1976, se cometió un genocidio
que hizo desaparecer a 30.000 civiles. En la Cámara de Diputados, dicha
ley-mentira obtuvo 91 votos a favor y sólo uno en contra (el del
diputado Guillermo Castello).
El engendro en cuestión, sin
embargo, no ha merecido de legislador nacional o gobernador alguno
siquiera un monosílabo que la resista. El ignominioso silencio se
extiende también a la prensa, la iglesia, sindicatos y demás
asociaciones civiles.
La verdad al respecto o, si se quiere, lo
más aproximado a ella es el número oficial que obra en la Secretaría de
DD.HH. de la Nación, el cual confirma que la cifra de desaparecidos
durante el gobierno militar asciende de 6.348. Número que surge de las
denuncias presentadas por los deudos en los últimos 35 años. Verdad es
también que no hubo ningún genocidio y que la represión “genocida” a las
bandas subversivas que asolaban el país fue ordenada por el gobierno
peronista. En el colmo del cinismo el senador Norberto Amílcar García
alegó que “los militares” desaparecieron a 30.000 civiles porque
“pensaban distinto”. Pero ni la represión comenzó el 24 de marzo de 1976
ni fue por pensar diferente. Fue Juan Perón (del que nadie puede negar
su filiación peronista) y no el general Jorge Rafael Videla el que, en
discurso por Cadena Oficial del 20 de enero de 1974, los definió: “El
aniquilar cuanto antes este terrorismo criminal es una tarea que compete
a todos los que anhelamos una patria justa, libre y soberana…” (Otra
que “pensaban distinto”).
Ahora bien, si este fuera un país
medianamente decente, los legisladores nacionales (Carrió, Pinedo,
Massa, Tonelli, Stolbizer, Wolf, Negri y algún otro de los que todavía
se puede esperar algún gesto de dignidad) estarían haciendo cola para
pedir la intervención federal del Poder Legislativo de la provincia de
Buenos Aires; también y por su parte, la gobernadora María Eugenia Vidal
hubiera vetado in limine la ley mamarracho. Mas, no somos Dinamarca, ni
Perú, ni Uruguay; pero ni en Venezuela una ley semejante hubiera sido
aprobada por unanimidad. La triste circunstancia de que los políticos
locales, por acción u omisión, hayan traicionado con descaro los más
elementales principios republicanos revela que la inhabilidad moral no
es un fenómeno aislado que afecta solo a una provincia sino un tsunami
que encharca casi sin excepción a todo el arco dirigencial argentino y
que estamos, como dice el tango, “en un mismo lodo todos manoseaos…”