¿QUÉ ORDENA LA MORAL EN CASOS COMO UNA EPIDEMIA?
(Con información de diversas fuentes)
La Iglesia ya tiene una larga experiencia, milenaria, con el tema de las epidemias. Estuvo ahí cuando la gripe española, la gripe asiática, el cólera, la viruela, la tifo, la peste negra, la peste bubónica, la lepra, la malaria, el sarampión y todas las demás. En todas ellas, siempre la Iglesia ha respetado y valorado la autoridad de los médicos para evitar poner en mayores riesgos la salud de los fieles y de todos los hombres: ha ordenado encierro, restringido iglesias, suspendido procesiones y devociones de culto público temporalmente, ha disminuido al mínimo indispensable el número de actos litúrgicos y ha tomado todas las prevenciones posibles.
El papado incluso condenó a sectas que con pretextos moralistas (no morales) se revelaron contra estos ordenamientos, como el caso de la excomunión de los flagelantes.
De 1347 a 1350 la peste negra asoló Europa, siendo la más atroz de las epidemias que Europa ha sufrido en su historia y, según historiadores, causa de la desaparición de una tercera parte de su población.
Durante la epidemia, por órdenes médicas, el papa Clemente VI estuvo sentado entre dos fuegos que se atizaban permanentemente. Probablemente por obedecer esta indicación médica, el papa mantuvo a las pulgas (vector de contagio) a distancia y sobrevivió. La peste negra produjo además en Europa un rebrote por causa de los flagelantes. Viajaban en grupos organizados, unidos por votos que los obligaban a abstenerse de todo placer físico y les incitaba a soportar torturas y flagelaciones por 33 días, en memoria de los 33 años de la vida de Jesucristo. El Papa Clemente VI los acusó de fanáticos. Se rebelaron y salieron a hacer procesiones que provocaron un rebrote de la peste. El papa Clemente VI los excomulgó con la bula Inter sollicitudines” de 1349. Sin embargo, no consigue erradicarlos por completo, terminando el movimiento por recibir la condena absoluta en el concilio de Constanza (1414-1418).
Durante la peste negra del siglo XVI en Milán, San Carlos Borromeo, consciente del peligro de contagio, ordenó a sus sacerdotes “no descuiden los medios humanos, como los medicamentos, los mismos médicos y todo lo que se pueda usar para prevenir infecciones, ya que estos medios no se oponen a nuestro deber”.
Cada vez que la gente le pedía a San Carlos que evitara riesgos innecesarios en su persona, él respondía heroicamente: “Dios puede reemplazarnos“. Pero al mismo tiempo, no era imprudente. Respondiendo a una preocupación del obispo de Brescia, San Carlos declaró: “Desde el principio, decidí ponerme completamente en manos de Dios, sin descuidar los remedios comunes”.
San Carlos emitió pautas prudentes conforme a los conocimientos de la época. Los fieles recibieron instrucciones de no reunirse entre la multitud y evitar el contacto entre ellos. Las misas no se cancelaron, sino que solo se celebraron al aire libre si la iglesia estaba aglomerada. Ordenó más misas que antes para evitar aglomeraciones. Su consejo para el clero y los magistrados fue “considerar la plaga del alma más que el contagio del cuerpo que, por muchas razones, es menos dañino”.
Como los contagiados no podían abandonar sus hogares para asistir a las misas o procesiones, San Carlos estableció diecinueve columnas en toda la ciudad. Al pie de estos pilares, se celebraban misas públicas todas las mañanas. Esto permitió a los enfermos asistir a misa todos los días y a los sacerdotes distribuir la Sagrada Eucaristía a todas las víctimas de la plaga a través de sus ventanas. Incluso hoy, estos pilares con cruces en la parte superior son visibles en todo el país.
Para la Navidad de 1577, la plaga había disminuido. Al final de la plaga, 17 mil personas murieron en Milán, de una población de 120 mil. Ese número incluía 120 sacerdotes.
San Carlos, al final da gracias a Dios por la conclusión de la epidemia con la siguiente frase:
“No por nuestra prudencia -confesaba- que estaba dormida. No por la ciencia de los médicos que no pudieron descubrir las fuentes de contagio, y mucho menos una cura. No por el cuidado de aquellos con autoridad que abandonaron la ciudad. No, mis queridos hijos, sino solo por la misericordia de Dios.
El olvido y el negacionismo
Cinco décadas más tarde, a causa de la hambruna en Milán, las autoridades reunieron a los más hambrientos en el antiguo lazareto, donde se hacinaron por miles. El caldo de cultivo estaba listo: faltaba el inóculo. El 22 de octubre de 1627 éste llegó con la entrada en Milán de Pedro Antonio Lovato, soldado italiano al servicio de España, que estaba de guarnición en Lecco y quiso asistir a las fiestas. Aunque el Cardenal Federico Borromeo (sobrino de San Carlos) ya se había adelantado, enviando una circular a los párrocos para quemar las ropas de los enfermos, el Tribunal no había estado tan ágil en el sentido de prohibir la compra ventajosa de vestimenta a los alemanes, de manera que el soldado entró con un gran lío de ropa comprada o robada a los invasores y lo dejó en casa de su tío Giancarlo, quien fue a parar al hospital con un bubón axilar. El Tribunal de Sanidad de Milán ordenó quemar su cama y vestidos, pero era demasiado tarde: murieron los dos practicantes y el sacerdote que asistieron al enfermo y la peste se extendió.
Se produjo en la ciudad un curioso fenómeno de negación de la evidencia, al que cooperaron incluso algunos médicos, quienes, no queriendo reconocer que se habían equivocado, para evitar la vergüenza acarreada por su ignorancia, hablaban de fiebres pestilentes. El profesor Settala, campeón de la teoría de la peste contagiosa, fue apedreado por una turba que lo acusaba de atemorizar “con una plaga inexistente” a fin de aumentar su consulta y así enriquecerse con el terror de la población; más, cuando el mismo protomédico, su mujer, dos hijos y siete criados cayeron enfermos, comenzó la plebe a dudar…
Las autoridades civiles y médicas descubrieron un nuevo brote y le advirtieron al pueblo. Pero el cardenal Federico Borromeo expresó sabiamente que una masiva procesión sería ocasión pintada para que la concurrencia de mucha gente facilitaría el contagio, y al final cometió el error de ceder a los pedidos de realizar una procesión, contra la determinación de las autoridades médicas, el Tribunal de Sanidad, el cual dividido finalmente aceptó la exhibición, pero hizo cerrar las puertas de la ciudad a los extranjeros y clavar las puertas y ventanas de las casas de los apestados, que eran unas quinientas.
“La procesión se hizo. Fue inmensa, magnífica, lujosa, atravesó la ciudad y desde las ventanas enfermos y sanos saludaban al cadáver de San Carlos, que fue llevado como símbolo de la esperanza. El resultado fue espantoso: al día siguiente creció el número de casos en forma abrupta y masiva, como nadie hubiera podido siquiera imaginar. Y aunque el Tribunal de Sanidad y Federico Borromeo lo reconocieron como la facilitación de un contagio masivo, “persona a persona”, el vulgo lo atribuyó a “una conspiración”, que se debía a los untadores infiltrados, quienes habían dispersado polvos venenosos”.
La catástrofe fue total. Los muertos pasaban de quinientos diarios y el lazareto aumentó de dos mil a doce mil pacientes. Según Tadino, la mortalidad llegó en su peor momento a tres mil quinientos por día y el lazareto a quince mil enfermos.
Federico Borromeo entregó la administración del lazareto a los capuchinos, encabezados por el heroico padre Félix Casatti, lo cual fue un gran avance y salvó innumerables vidas. También colaboró el clero organizando cuadrillas de sepultureros, recogiendo cadáveres y cavando fosas con un amor que jamás hubieran imaginado los siniestros monatos. Y si los médicos del lazareto se extinguieron muy rápido (no había muchos por entonces) los religiosos, que asumieron las funciones terapéuticas y de enfermería, sufrieron pérdidas más horrorosas, muriendo “ocho de cada nueve” y “más de sesenta párrocos”. Federico vio a su alrededor como desaparecían sus familiares y amigos, pero se resistió a retirarse a una quinta vecina al Lago Maggiore (Isola Bella no era habitable en esa época), permaneciendo en la ciudad, visitando los enfermos y recorriendo las calles, exhortando al clero a cumplir con sus funciones, metiéndose una y otra vez al lazareto y a las casas condenadas. Convencido del contagio como verdadero mecanismo de transmisión, desechando definitivamente la fábula de los untadores, admirábase este Borromeo “de haber salido con bien”. Su fortuna no salió, en todo caso ilesa, pues socorrió generosamente de su bolsillo a la ciudad entera, comprando todo el grano necesario y manteniendo siempre su puerta y su bolsa abiertas a todos las veinticuatro horas del día. Había seleccionado seis frailes de entre los más robustos, por estimarlos con mayores posibilidades de sobrevivir a la plaga, y los enviaba día a día, divididos en tres parejas, cargados de víveres y de consuelos para repartir puerta a puerta entre los necesitados, no importando si estas puertas estaban clavadas. Estas parejas, por cierto, debieron renovarse más de una vez