La tragedia de la Semana Santa
12/04/17 12:10 am
Entonces
los principales sacerdotes y los fariseos convocaron un concilio, y
decían: ¿Qué hacemos? Porque este hombre hace muchas señales. Si le
dejamos seguir así, todos van a creer en Él, y los romanos vendrán y nos
destruirán el Templo y nuestra nación (Jn 11,47).
Tal como
me van pasando los años, voy percibiendo con mayor dramatismo la Semana
Santa. Me conmueve profundamente la rememoración de la Pasión y muerte de Cristo. Y lo que más me conmueve es contemplar ese dramatismo en los rostros de los fieles que asisten al Vía Crucis.
A veces, me conmueve más contemplarlos a ellos, que contemplar la cruz.
Cada año deja una huella más profunda en mi alma la celebración de la
Semana Santa. ¡Bendito sea Dios!
En el último Vía Crucis escuché que un feligrés pronunciaba de vez en cuando, casi en cada estación, la palabra “tragedia”.
Me dio mucho que pensar. El hombre es muy culto, es un profesor de
filosofía jubilado; y para él, la carga de significado de la palabra nos
viene de la cultura griega: en este caso, de la tragedia griega. Por
eso me dio tanto que pensar la calificación de tragedia para la reconstrucción de la Pasión de Cristo paso por paso. Porque eso nos lleva inexorablemente a la función de rito catártico
-purificación de las pasiones del ánimo mediante las emociones que
provoca la contemplación de una situación calamitosa- que tenía la
tragedia griega. Y lo que se dice del Vía Crucis vale también y con
igual intensidad, aunque de otro género, para las procesiones de Semana Santa.
En la Pasión de Cristo veo la pasión de la humanidad. Mel Gibson
nos enseñó a mirar la Pasión no desde Cristo, sino desde los verdugos,
desde los sacerdotes que manipulan al pueblo para que pidan la
absolución de Barrabás y la crucifixión de Jesús, desde la más trágica
veleidad del pueblo, al que le da lo mismo la entrada triunfal en
Jerusalén que la tortura y muerte de Jesús, lo mismo Jesús que Barrabás,
lo mismo la inocencia que el crimen. Y ahí, en ese otro plano, estamos
nosotros. Y al recordar cada año la Pasión, y verme cada vez más claro
en el bando de los que causan esta Pasión o asisten a ella con total
indiferencia, me estremezco. Y no sólo por mí, sino por toda la
humanidad de la que formo parte: la humanidad a la que Cristo quiso redimir y no se dejó ni se deja. ¡Crucifícalo!, gritaron entonces y gritamos ahora. Pero es que no veo sólo a Cristo en la cruz. Veo a la humanidad crucificada en él.
Si hemos de ver en el pobre el rostro de Cristo,
por el mismo motivo hemos de ver en el rostro de Cristo el rostro de
cada pobre, de cada enfermo, de cada perseguido, de cada miembro de la
humanidad sacrificado a la avaricia, a la ambición, a la lujuria. Hemos
de ver en el rostro de Cristo a la humanidad sacrificada y humillada.
Es
que en la Pasión de Cristo, no se la jugaba él sólo: nos la jugábamos
todos, porque ahí estaba en juego la redención de toda la humanidad. Si
nos da lo mismo quién ha de regir nuestros destinos y preferimos a
Barrabás, estamos vaciando de sentido la Pasión y muerte de Jesús.
Y
bien, aunque la celebración solemne de la Pasión de Cristo haya sido
desplazada de la liturgia a la tragedia, como postula nuestro anciano
profesor de filosofía, aún nos queda el consuelo de su fuerza catártica.
En efecto, el mismo concepto de Semana Santa aquí en España sólo de
forma residual se refiere a la liturgia; en cambio se ha convertido en
sinónimo de procesiones absolutamente espectaculares en
la calle. La Semana Santa se ha alejado de los templos, en los que cada
vez hay menos fieles, y está volcada en las calles como sobrecogedor
espectáculo. Y promocionada como irresistible atractivo turístico.
Son casualmente los penitentes,
los “malos” en los tiempos de lucha por la integridad de la fe y de la
moral (enfrente estaban moros y judíos), los expulsados temporalmente
del templo, los que organizaron sus espectaculares estaciones de penitencia.
Eran tantísimos los penitentes, que sobraban para crear centenares de
cofradías y hermandades, y armar unos pasos suntuosos, llevados a
hombros por costaleros a menudo descalzos, seguidos y precedidos de más y
más penitentes, todos con el capirote para preservar el anonimato y en
ocasiones con verdaderos instrumentos de penitencia como cadenas y
grilletes en los pies o pesadas cruces a cuestas.
Estas procesiones, con intensos tintes trágicos, representan la tragedia de Cristo y de su Santa Madre. Pero representan también la tragedia de la humanidad reflejada en los dos máximos protagonistas. Y es la contemplación de tanto dolor, junto con la aceptación de la penitencia por haber sido su causa, lo que de algún modo sanea las conciencias y las almas
de participantes y espectadores. La celebración de la Semana Santa nos
purifica de algún modo: en primer lugar, nos sobrecoge; pero además, nos
da energías para soportar el dolor de la vida, nos empuja hacia una
intensa hermandad y nos hace detestar el mal que provoca tanto dolor.
Los
griegos, en la celebración de los juegos olímpicos añadían como pieza
esencial, la celebración de sus grandes tragedias: se les ofrecía con
gran realismo el espectáculo de las peores conductas y sus nefastas
consecuencias, para darles la mejor oportunidad de condenarlas por sí
mismos, sin necesidad de adoctrinamiento. Y condenando el mal, se
sentían limpios y vacunados contra la tentación de incurrir en él. Ésa
era la catarsis de la tragedia.
Sin duda, la puesta en escena de la tragedia de la Pasión de Cristo
y de su Madre con los tintes más dramáticos, que a su vez nos pone
frente a la tragedia que vive la humanidad, ejerce un gran poder de catarsis sobre la sociedad entera. Obsérvese que los gobiernos más anticatólicos se atreven a intentar la expropiación de las catedrales (se las quitan a los curas y sobre todo a los obispos); pero no se atreven con la Semana Santa.
El único intento que hicieron, se frustró de inmediato. Primero, porque
la Semana Santa no es de los curas, sino del pueblo. Y segundo, porque
la Semana Santa, el drama de la Pasión, tiene unas raíces hondísimas en
el alma de nuestro pueblo, siempre manipulado y despreciado por todos
los sanedrines civiles y eclesiásticos de la historia.
Custodio Ballester Bielsa, pbro.