MEDITACIONES DE LOS MISTERIOS DE LA PASIÓN Y MUERTE DE NUESTRO REDENTOR
Fray Luis de Granada
MEDITACIONES
para el jueves en la noche
EL TEXTO DE LOS EVANGELISTAS DICE ASÍ:
Acabada la cena, vino el Señor con sus discípulos al huerto que se dice Getsemaní, y díjoles: esperad aquí hasta que vaya allí, y haga oración. Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos del Zebedeo, comenzó a temer y entristecerse; y díjoles: triste está mi ánima hasta la muerte, esperadme aquí, y velad conmigo. Y adelantándose un poquito de ellos, postróse en tierra, y caído sobre su rostro, oró, y dijo: Padre mío, si es posible, pase este cáliz de mí, mas no se haga como yo lo quiero, sino como tú. Y vino a los discípulos, y hallólos durmiendo; y dijo a Pedro: ¿Así? ¿No pudiste una hora velar conmigo? Velad y orad porque no entréis en tentación. El espíritu está pronto, más la carne flaca. Y otra vez volvió, e hizo la misma oración, diciendo: Padre mío, si no puede este cáliz pasar sin beberlo yo, hágase tu voluntad. Y vino otra vez, y halló los discípulos durmiendo; porque estaban sus ojos cargados de sueño; y dejándolos así, volvió la tercera vez., e hizo la misma oración. Y aparecióle allí un Ángel del cielo, confortándole; y puesto en agonía, hacía más larga su oración. E hízose el sudor de él así como gotas de sangre, que corrían hasta el suelo. Entonces vino a sus discípulos, y díjoles: dormid ya, y descansad; veis aquí llegada la hora, y el Hijo de la Virgen será entregado en manos de pecadores. Levantaos, y vamos, atended, que ahora vendrá el que me ha de entregar. Aún él estaba hablando, y he aquí a Judas, uno de los doce, que vino, y con él mucha compañía de gente con espadas, y lanzas, y hachas, y armas y linternas, enviados por los príncipes de los sacerdotes y ancianos del pueblo. Y el que lo traía vendido dioles esta señal, diciendo; al que yo besare, prendedle vosotros y llevadle a buen recaudo; y luego llegándose a Jesús, dijo; Dios te salve, Maestro. Y diole paz en el rostro. Y díjole Jesús: amigo, ¿a qué viniste? Pues Simón Pedro como tuviese una espada, desenvainóla, e hirió a un criado del pontífice, y cortóle la oreja derecha. Y llamábase el criado Malco. Dijo entonces Jesús a Pedro: mete la espada en su vaina. El cáliz que me dio mi Padre, ¿no quieres que lo beba? Y como le tocase la oreja, sanóle. En aquella hora dijo Jesús a los príncipes de los sacerdotes, y a los príncipes del templo, y a los ancianos que habían venido a él: como a ladrón salisteis a mí con espadas y lanzas. Y habiendo yo cada día estado con vosotros en el templo, no pusisteis las manos en mí; mas esta es vuestra hora, y el poder de las tinieblas. Entonces la gente de guerra, y el tribuno y los ministros de los judíos pusieron las manos en Jesús, y atáronle, y así atado le trajeron primero a casa de Anás, porque era suegro de Caifás, el cual era pontífice aquel año. Entonces todos los discípulos dejaron al Señor, y huyeron.
MEDITACIÓN
Sobre estos pasos del texto
¿Qué haces, anima mía? ¿Qué piensas? No
es ahora tiempo de dormir. Ven conmigo al huerto de Getsemaní, y allí
oirás y verás grandes misterios. Allí verás cómo se entristece la
alegría, y teme la fortaleza, desfallece la virtud, y se confunde la
majestad, y se estrecha la grandeza, y se anubla y oscurece la gloria.
Considera pues primeramente como acabada
aquella misteriosa cena, se fue el Señor con sus discípulos al Monte de
los Olivos a hacer oración antes que entrase en la batalla de su Pasión,
para enseñarnos como en todos los trabajos y tentaciones de esta vida
hemos siempre de recurrir a la oración, como a una sagrada ancora, por
cuya virtud nos será quitada la carga de la tribulación, o se nos darán
fuerzas para llevarla, que es otra gracia mayor. Porque (como dice San
Gregorio) mayor merced nos hace el Señor cuando nos da esfuerzo para
llevar los trabajos, que cuando nos quita los mismos trabajos.
Para compañía de este camino tomó consigo
aquellos tres más amados discípulos, San Pedro, Santiago y San Juan,
los cuales habían sido testigos poco antes de su gloriosa
transfiguración; para que ellos mismos viesen cuán diferente figura
tomaba ahora por amor de los hombres el que tan glorioso se les había
mostrado en aquella visión. Y porque entendiesen que no eran menores los
trabajos interiores de su anima que los que por de fuera se comenzaban a
descubrir, díjoles aquellas tan dolorosas palabras. Triste está mi ánima hasta la muerte; esperadme aquí, velad conmigo.
Aquel Dios y hombre verdadero: aquel
hombre más alto que nuestra humanidad y que todo lo criado, cuyos tratos
y conversación era con aquel pecho de la suma Deidad, con la cual sola
comunicaba sus secretos, ahora es en tanta manera entristecido, que
desciende a dar parte de su pena a sus criaturas, y a pedirles su
compañía diciendo: esperadme aquí, y velad conmigo. ¡Oh riqueza del
cielo! ¡Oh bienaventuranza cumplida! ¿Quién te puso, Señor, en tal
estrecho? ¿Quién te echó por puertas ajenas? ¿Quién te hizo mendigo de
tus mismas criaturas sino el amor de enriquecerlas?
Dime, oh dulcísimo Redentor, ¿por qué
temes la muerte que Tú tanto deseabas, pues el cumplimiento del deseo
más es causa de alegría que de temor? No tenían los mártires ni la
fortaleza ni la gracia que Tú, sino una sola partecita que de Ti (que
eres fuente de la gracia) se les comunicaba, y con sola ésta entraban
tan alegres en las conquistas de los martirios: ¿y Tú que eres dador de
la fortaleza y de la gracia, te entristeces y temes antes de la batalla?
Ciertamente, Señor, ese temor tuyo no es tuyo, sino mío; así como
aquella fortaleza de los mártires no era de ellos, sino tuya. Tú temes
por lo que tienes de nosotros; y ellos se esforzaron por lo que tenían
de Ti. La flaqueza de mi humanidad se descubre en los temores de Dios; y
la virtud de tu Deidad se muestra en la fortaleza del hombre. Así que
mío es ese temor, y tuya esta fortaleza, y por eso mía es tu ignominia, y
tuya mi alabanza.
Quitaron la costilla al primer Adán para
formar de ella a la mujer; y en lugar del hueso que le quitaron,
pusieron la carne flaca. ¿Pues qué es esto, sino que de Ti
nuestro segundo Adán tomó el Padre Eterno la fortaleza de la gracia para
poner en la Iglesia tu Esposa; y de Ella tomó la carne y la flaqueza
para poner en ti? Pues por esto quedó la mujer fuerte, y tú flaco: ella
fuerte con tu virtud, y tu flaco con su flaqueza. Doblada merced fue
esta que nos hiciste, Padre Nuestro; que no contento con vestirnos de
Ti, te quisiste vestir de nosotros. Por lo uno y por lo otro te bendigan
los Ángeles para siempre, pues ni fuiste avariento en comunicarnos tus
bienes, ni tuviste asco de recibir nuestros males. ¿Pues qué debo yo
hacer considerando esto, sino viéndome lleno de tus misericordias,
gloriarme en ti, y viendo a ti por mi amor lleno de mis miserias,
compadecerme de ti? Por lo uno me alegraré, y por lo otro me
entristeceré; y así con lágrimas y alegría cantaré y amentaré el
misterio de tu sacratísima Pasión, y estudiaré siempre en aquel libro de
Ezequiel que de cantares y lamentaciones era escrito.
Acabadas estas palabras, apartóse el
Señor de los discípulos cuanto un tiro de piedra, y postrado en tierra
con grandísima reverencia comenzó su oración, diciendo: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz; mas no se haga como yo lo quiero, sino como tú.”
Y hecha esta oración tres veces, a la tercera vez fue puesto en tan
grande agonía, que comenzó a sudar gotas de sangre, que corrían por todo
su sacratísimo cuerpo hilo a hilo hasta caer en tierra.
Considera pues al Señor en este paso tan
doloroso, y mira como representándosele allí todos los tormentos que
había de padecer, y aprendiendo perfectísimamente con aquella
imaginación suya nobilísima tan crueles dolores como se aparejaban para
el más delicado de los cuerpos, y poniéndosele delante todos los pecados
del mundo por los cuales padecía; y el desagradecimiento de tantas
animas que no habían de reconocer este beneficio, ni querer aprovecharse
de este tan grande y tan costoso remedio; fue su anima en tanta manera
angustiada, y sus sentidos y carne delicadísima tan turbados, que todas
las fuerzas y elementos de su cuerpo se destemplaron, y la carne bendita
se abrió por todas partes, y dio lugar a la sangre que manase por toda
ella en tanta abundancia, que corriese hasta la tierra. Y si la carne,
que de sola recudida padecía estos dolores, tal estaba, ¿qué tal estaría
el ánima que derechamente los padecía?
En los otros hombres cuando se ve en
algún repentino y grande trabajo suele acudir la sangre al corazón,
dejando los otros miembros fríos y despojados de su virtud por socorrer
al miembro más principal; mas Cristo, por el contrario, como quería
padecer sin alguna manera de consuelo (porque fuese más copiosa nuestra
redención) aun este pequeño alivio de naturaleza no quiso admitir por
nuestro amor.
Mira pues al Señor en esta agonía, y
considera no sólo las angustias de su ánima, sino también la figura de
su sagrado rostro. Suele el sudor principalmente acudir a la frente y a
la cara; pues si salía por todo el cuerpo de Jesús la sangre, y corría
hasta el suelo, ¿qué tal estaría aquella tan clara frente que alumbra a
la luz, y aquella cara tan reverenciada del cielo, estando como estaba
toda goteada y cubierta de sudor de sangre? Y si los que mucho se aman,
en las enfermedades y peligros de muerte suelen estar (digámoslo así)
colgados del rostro de sus amigos mirando el color y los accidentes que
muda la enfermedad; tú, ánima mía, que miras la cara de Jesús, ¿qué
sientes cuando ves en ella señales tan extrañas y tan mortales? ¿Qué
dolores serán los de adelante cuando al principio de la enfermedad le
toma tal agonía? ¿Qué sentirá padeciendo los dolores, pues en sólo
pensarlos suda sangre?
Si en este paso no te compadeces del
Salvador, y si cuando Él suda sangre de todo su cuerpo, tú no viertes
lágrimas de tus ojos, piensa que tienes corazón de piedra. Si no puedes
llorar por falta de amor, a lo menos llora por la muchedumbre de tus
pecados, pues ellos fueron causa de este dolor. No le azotan ahora los
verdugos, no le coronan los soldados, no son los clavos ni las espinas
las que ahora le hacen salir la sangre, sino tus culpas. Estas son las
espinas que le punzan, estos los verdugos que le atormentan, y esa la
carga tan pesada que le hace sudar ese sudor. ¡Oh cuán cara te cuesta,
Salvador mío, mi salud y mi remedio! ¡Oh mi verdadero Adán, salido del
paraíso por mis pecados, que con sudores de sangre ganas el pan que yo
tengo de comer!
Considera también en este mismo paso por
una parte aquella tan grande agonía y vigilias de Cristo; y por otra el
sueño tan profundo de los discípulos, y verás aquí representado un
grande misterio. Porque verdaderamente no hay cosa más para sentir en el
mundo, que ver el descuido en que viven los hombres, y el poco caso que
hacen de un negocio tan grande como es el de su salvación.
¿Qué cosa puede ser más para sentir que
tan grande descuido en tan grande negocio? Pues si quieres entender lo
uno y lo otro, mira al Salvador, y mira a los discípulos en este paso.
Mira como el Salvador, entendiendo en este negocio, está puesto en un
tan profundo cuidado y agonía, que le hace sudar gotas de sangre; y mira
a los discípulos por el contrario tendidos por aquel suelo, durmiendo
con un sueño tan pesado, que no bastaba ni la reprensión del Maestro, ni
la mala cama que allí tenían, ni el desabrigo y sereno de la noche para
hacerlos volver en sí.
Mira pues qué tan grande es el negocio de
la salvación de los hombres, pues basta para hacer sudar gotas de
sangre al que sostiene los cielos; y mira por otra parte en cuán poco lo
tienen los mismos hombres, pues tan dormidos y descuidados están al
tiempo que así por ellos se desvela el mismo Dios. No se pudo más
encarecer lo uno y lo otro, que por estas dos cosas tan extrañas. Pues
si trabajos ajenos pusieron a Dios en tanto cuidado; ¿cómo vive con tan
extraño descuido aquel cuyo es el trabajo y el negocio, el provecho y el
daño?
En este mismo cuidado y descuido podrás
entender cuán de verdad sea este Señor nuestro padre; y cómo tiene para
con nosotros entrañas y corazón de padre. ¿Cuántas veces acaece estar la
hija durmiendo a sueño suelto, y estar el padre toda la noche desvelado
pensando en su remedio? Pues así este piadoso Padre, estando nosotros
tan dormidos y descuidados de nuestra salud, como aquí se representa,
está Él toda la noche velando, trasudando, y agonizando sobre dar orden
cómo se pusiese cobro en nuestra vida.