martes, 31 de octubre de 2017

A cien años de la Revolución rusa







A cien años de la Revolución rusa

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A cien años del primer experimento de aplicación práctica de la teoría marxista, que impidió la democracia y culminó en estalinismo.
Si por Revolución Rusa se entiende la caída del régimen autocrático zarista a manos de aquellos que intentaron, sin éxito, establecer un sistema republicano de gobierno, entonces dicho acontecimiento debió celebrar su centenario el mes de marzo pasado (febrero en el calendario juliano). Si, en cambio y como es moneda corriente, se llama revolución al golpe de Estado (contrarrevolucionario) de la facción bolchevique contra la democracia en ciernes que se había iniciado en marzo, la fecha se corre para el 7 de noviembre (25 de octubre del calendario juliano). El zar Nicolás II y la dinastía Romanov fueron expulsados del poder por el gobierno provisional surgido del consenso de los partidos políticos en marzo de 1917. Lenin, Trotsky, Kamenev, Zinoviev y las principales figuras bolcheviques, para esa época se encontraban fuera de Rusia, a miles de kilómetros del lugar donde se desarrollaban los hechos, la ciudad de San Petersburgo.


Un conjunto de factores explosivos se conjugó entre marzo y noviembre de 1917. En las grandes ciudades, el reclamo de elementales derechos individuales se hacía sentir; por su parte, los pueblos no rusos subyugados al imperio pugnaban por su independencia; el campesinado (que constituía la mayoría de la población) exigía una reforma agraria que los hiciera propietarios; por último y fundamentalmente, el rechazo generalizado a un conflicto bélico que diezmaba a la población y la sumía en la miseria (la Primera Guerra Mundial). El zar Nicolás II, pésimo militar, contribuyó eficientemente a la debacle al asumir el mando de sus ejércitos. En el frente interno político tuvo similar desempeño al permitir la intromisión del monje Rasputín en los cruciales asuntos de Estado. Lo que desvaneció, entre propios, la poca autoridad que le quedaba. Rota la cadena de mandos, el ejército de andrajosos y famélicos entró en disolución. Los soldados mataban a sus jefes para desertar en masa y regresar a sus aldeas en estado de conmoción. Nicolás II abdicó y el gobierno provisional de Kerensky intentó construir poder y detener el desbande militar exhortando al patriotismo guerrero. Era lo último que querían oír los que estaban o venían del frente. El poder se encontraba al garete y, como siempre en estos casos, a merced de la facción que pudiera organizar una fuerza represora lo suficientemente brutal, dadas las circunstancias, que impusiera el codiciado orden para dar por finalizada la angustia que genera el vacío de poder.
Lenin, el líder de los bolcheviques, había esperado esta oportunidad toda su vida. No la desaprovecharía. Supo interpretar como ninguno el desconcertante caos político-social y sacar las conclusiones correctas en relación a lo que se debía decir y hacer para tomar “el cielo por asalto”. Prometió, en caso de acceder al poder, entregar la tierra a los campesinos; conceder la autonomía a los pueblos no rusos que la demandaran; y, principalmente, declarar unilateralmente el fin de la guerra. Tales promesas no fueron suficientes para ganar la adhesión de las mayorías (los bolcheviques siempre fueron minoría); sin embargo, tuvieron el efecto de posicionarlos, de hecho, en la dirección de los acontecimientos. No fueron las masas las que tomaron el Palacio de Invierno, sede del gobierno provisional, sino un comando bolchevique que no encontró resistencia. El primer experimento marxista había comenzado. Lenin, Trotsky y los bolcheviques aplicarían su diseño de ingeniería social a 130 millones de personas como si fueran conejillos de indias. El ineludible exterminio hasta sus cenizas del capitalismo “criminal” daría paso al “hombre nuevo” que el “profeta de Tréveris” (Marx) había anunciado. Nada era más importante ni nadie debía interponerse ante semejante objetivo y para ello contaban con una herramienta: “el terror de masas”. La primera medida del gobierno de Lenin fue la creación de la Cheka: la policía secreta con amplísimos poderes y casi sin límite legal alguno dirigida por el comisario Feliks Dzerzhinski. Su función, “suprimir y liquidar” todo acto “contrarrevolucionario” o “desviacionista”. Entre 1918 y 1922, durante el “Terror Rojo”, la Cheka asesinó a un millón de personas por motivos políticos o religiosos (la Rusia zarista ejecutó entre 1825 y 1917 a 6.321 personas). Como la revolución tampoco era compatible con la libertad de prensa se amordazó a la oposición. Lenin falleció en 1924. Le sucedió el siniestro Stalin: el esteta del terror que hizo de éste un sofisticado arte.
La Revolución Rusa (bolchevique) se ha convertido en un tipo clásico del golpe de Estado. Tiene la virtud de mostrar cómo un conjunto relativamente minoritario de políticos profesionales, dado un contexto de conmoción social, puede, si actúa con decisión, audacia y absoluta falta de escrúpulos, adueñarse del poder frente a una mayoría de pusilánimes. La puesta en práctica de las ideas de Marx devino en tragedia bíblica para los millones de rusos, ucranianos, cosacos, tártaros, georgianos que, asesinados, torturados, esclavizados en los Gulag o simplemente cautivos del régimen, las sufrieron. Eso y no otra cosa fue la tristemente célebre Revolución Rusa. Ello, sin embargo, no ha sido óbice para que los que se consideran de izquierda continúen presumiendo de superioridad moral. Es que, el marxismo, aunque lo simule, no es una ciencia sino una fe. En ese sentido la Revolución Rusa es un ejemplo más de las consecuencias amargas de mezclar religión y política.
Mauricio Ortín