El día que quemé públicamente una estelada y el linchamiento que vino después
AR.- Espero que alguien que no seamos los mismos traslade, no sólo a
los secesionistas catalanes, sino también a los padres constituyentes,
el peso del fracaso del estado autonómico. Y no será porque algunos no
llevamos años alertando acerca de la falta previsora de los ponentes
constitucionalistas y de las graves consecuencias que el estado
autonómico tendría para la vertebración política, social, económica y
hasta moral de la nación española. Por suerte, las hemerotecas están
ahí. Como también las irritables respuestas recibidas por los defensores
del actual modelo rupturista. Lo más suave que se nos dijo fue que
queríamos desestabilizar el marco de convivencia dado a los españoles.
Pues no. Los que han roto esa convivencia y puesto en peligro la unidad
de nuestra patria no hemos sido nosotros. Si en España las verdades
democráticas no hubiesen sido también mantras oficiales, se habría
escuchado con más atención y respeto la voz límpida y sabia de Blas
Piñar, cuando el 22 de febrero de 1981, en sede parlamentaria, durante
el debate de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, nos advirtió que las
autonomías terminarían dinamitando el orden social y legal.
Pero ya se
sabe que la de Blas Piñar era sólo la voz de un nostálgico del
franquismo, y también que la voladura de cualquier interpretación de la
realidad española distinta a la oficial ha sido el nutriente fundamental
del fallido estado democrático.
También reivindico aquí y ahora los innumerables testimonios
recogidos por este medio durante años sobre el emponzoñamiento de la
convivencia de Cataluña. Con la misma rotundidad con la que Brecht
alertaba sobre el silencio de los buenos frente al fulgor de los malos,
hace años que en esta casa llevamos denunciando cosas que ocurrían en
Cataluña y que debían haber alertado a muchos. Por ejemplo, cuando el
empresario Gerard Bellalta, semana tras semana, nos relataba los
escraches ante su domicilio en Vilanova i la Geltrú, así como el acoso
de los separatistas a su mujer y sus dos hijas, solamente por tener una
opinión distinta a la de ellos. Sus señales de alarma, premonitorias de
lo que vendría después, fueron ignoradas cuando no objeto de burlas.
Es justo también recordar las numerosas advertencias hechas en esta
casa, durante años, por el periodista Enrique de Diego y el economista
Roberto Centeno acerca de la progresiva batasunización de la sociedad
catalana y la deslocalización de empresas fruto de ese corrosivo
ambiente.
El autor de estas líneas también alzó la voz contra el odio de los
separatistas, lo que me supuso un gran coste personal. Recordaré dos de
esos casos:
En plena exaltación del odio a España, alentada por partidos
secesionistas y organizaciones civiles catalanas que hoy están siendo
investigadas, se promovió una pitada al himno nacional español y al jefe
del Estado durante la final de Copa de 2015, entre los equipos del
Fútbol Club Barcelona y el Athletic Club de Bilbao. Respondí
televisivamente llamando “cerdos” a los protagonistas de la afrenta a
uno de los más importantes símbolos de todos los españoles. Se dio la
inquietante paradoja de que los promotores y autores de la pitada fueron
exonerados, mientras la Comisión Antiviolencia propuso que se me
castigara con una sanción económica de 60.000 euros. El asunto lo
terminamos ganando en los tribunales, pero nunca olvidaré el tsunami de
encolerizadas voces que se unieron a la campaña contra este medio,
incluidas muchas de las que hoy denuncian los peores instintos de mis
demandantes.
El otro caso ocurrió en enero de 2013. Durante la emisión de “La
ratonera”, decidí quemar en directo una estelada. Lo hice convencido de
que estaba incinerando uno de los símbolos aglutinadores de los que ya
en aquella época estaban quebrando la convivencia social y la
estabilidad económica en Cataluña. Mientras el estrafalario símbolo era
pasto del fuego, dije lo que sigue: “Con la quema de esta estelada
quiero testimoniar mi rechazo, mi reprobación, a ese sector de la
sociedad catalana, representada por partidos como Convergència, ERC y la
CUP, que ponen en alza lo que nos separa rechazando y despreciando al
mismo tiempo lo que nos une”.
Aquella acción simbólica generó reacciones absolutamente torrenciales
y desmedidas por parte progres, separatistas y la prensa catalana
afiliada al presupuesto público. Lo que hice entonces fue en base al
derecho legítimo que me otorgan las leyes españolas a expresarme contra
un símbolo no oficial y que representa la destrucción de los valores
supremos por los que miles de españoles entregaron sus preciosas vidas.
La
hipocresía de un sector de la población nacionalista catalana encontró
el súmmum a raíz de mi gesto televisivo. Lo más irritante de los
nacionalistas catalanes son sus llamadas al victimismo cada vez que
tienen ocasión de contemplar la paja en el ojo ajeno. Cuando miles de
catalanes silban el himno nacional español en un estadio de fútbol,
lesionando de esa forma el sentimiento de millones de ciudadanos, muchos
políticos catalanes lo llaman derecho a la libertad expresiva,
achacable al rechazo que en ellos despierta la idea de España. Cuando el
señor Tardá quema la foto del rey en un acto público de su partido, los
mismos mangutas que en enero de 2013 me dijeron de todo, lo consideran
una acción política, que representaría el sentimiento de rechazo que
muchos catalanes sienten hacia la Monarquía. Cuando se queman banderas
de España en todos los rincones de Cataluña, o se las arrincona a
contrapelo de la legalidad vigente, los fariseos que se sumaron a mi
linchamiento son los mismos que permanecen callados. Cuando el ya
desaparecido Rubianes dijo lo que dijo sobre la “puta España” en una
televisión pública catalana, los que quisieron dinamitarme batieron
palmas con verdadero entusiasmo.
La estelada es un símbolo no oficial que está sirviendo de coartada
para encubrir la trama delictiva que opera en la institucionalidad
catalana, para exaltar falsos agravios, para justificar tópicos e
injustos clichés contra los españoles no catalanes, para quebrar ideales
comunes, para amparar la criminalización de los no nacionalistas,
para defender la anexión de territorios que la fabulación catalanista
viene en llamar Països Catalans y para enardecer el odio contra una
España a la que, como apóstrofe más suave, se tacha de ladrona.
Políticos corruptos, exaltados separatistas, yihadistas y antiguos
terroristas de Terra Lliure se amparan en esa bandera (no oficial) para
reiterar el cínico vocerío de que “España nos roba”, a fin de justificar
de este modo la gran operación de latrocinio que tiene a muchos
dirigentes nacionalistas (familiares y allegados) como sus siniestros
protagonistas. Con la estelada en ristre se pretende equilibrar los
platillos en la balanza del delito para equiparar el peso de la
innegable traición a España de los nacionalistas catalanes, con la
inventada campaña de afrentas y agresiones de la que dicen ser objeto.
La estelada que quemé, con luz y taquígrafos, representaba lo que hoy
se reprueba desde todos los rincones de España: el odio a España en los
telediarios de TV3, el adoctrinamiento en las ‘madrasas’ catalanas, la
amenaza de ruptura de la unidad nacional, el quebrantamiento de la ley,
el acoso a los catalanes no nacionalistas, los escraches a policías y
guardias civiles, el derrumbamiento de la economía, la polarización de
las familias, el insulto al oponente y la sepultura del sobrevalorado
seny.
Alerta Digital, en definitiva, lleva años denunciando, casi en
solitario, la deriva secesionista que nos ha llevado al momento
culminante del odio a España de una parte del Estado simbólicamente
representada por esa misma estelada que tuve a bien chamuscar la noche
del 10 de enero de 2013. Espero que los que entonces me injuriaron y
lincharon tengan hoy la dignidad y la vergüenza de mirarse al espejo con
otros ojos. Lo que descubrirán también merecería ser quemado.