domingo, 29 de octubre de 2017

El día que quemé públicamente una estelada y el linchamiento que vino después

El día que quemé públicamente una estelada y el linchamiento que vino después

Armando Robles, en el momento de quemar una estelada en "La ratonera" la noche del 10 de enero de 2013.
Armando Robles, en el momento de quemar una estelada en “La ratonera” la noche del 10 de enero de 2013.
AR.- Espero que alguien que no seamos los mismos traslade, no sólo a los secesionistas catalanes, sino también a los padres constituyentes, el peso del fracaso del estado autonómico. Y no será porque algunos no llevamos años alertando acerca de la falta previsora de los ponentes constitucionalistas y de las graves consecuencias que el estado autonómico tendría para la vertebración política, social, económica y hasta moral de la nación española. Por suerte, las hemerotecas están ahí. Como también las irritables respuestas recibidas por los defensores del actual modelo rupturista. Lo más suave que se nos dijo fue que queríamos desestabilizar el marco de convivencia dado a los españoles. Pues no. Los que han roto esa convivencia y puesto en peligro la unidad de nuestra patria no hemos sido nosotros. Si en España las verdades democráticas no hubiesen sido también mantras oficiales, se habría escuchado con más atención y respeto la voz límpida y sabia de Blas Piñar, cuando el 22 de febrero de 1981, en sede parlamentaria, durante el debate de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, nos advirtió que las autonomías terminarían dinamitando el orden social y legal. 


Pero ya se sabe que la de Blas Piñar era sólo la voz de un nostálgico del franquismo, y también que la voladura de cualquier interpretación de la realidad española distinta a la oficial ha sido el nutriente fundamental del fallido estado democrático.
También reivindico aquí y ahora los innumerables testimonios recogidos por este medio durante años sobre el emponzoñamiento de la convivencia de Cataluña. Con la misma rotundidad con la que Brecht alertaba sobre el silencio de los buenos frente al fulgor de los malos, hace años que en esta casa llevamos denunciando cosas que ocurrían en Cataluña y que debían haber alertado a muchos. Por ejemplo, cuando el empresario Gerard Bellalta, semana tras semana, nos relataba los escraches ante su domicilio en Vilanova i la Geltrú, así como el acoso de los separatistas a su mujer y sus dos hijas, solamente por tener una opinión distinta a la de ellos. Sus señales de alarma, premonitorias de lo que vendría después, fueron ignoradas cuando no objeto de burlas.
Es justo también recordar las numerosas advertencias hechas en esta casa, durante años, por el periodista Enrique de Diego y el economista Roberto Centeno acerca de la progresiva batasunización de la sociedad catalana y la deslocalización de empresas fruto de ese corrosivo ambiente.
El autor de estas líneas también alzó la voz contra el odio de los separatistas, lo que me supuso un gran coste personal. Recordaré dos de esos casos:
En plena exaltación del odio a España, alentada por partidos secesionistas y organizaciones civiles catalanas que hoy están siendo investigadas, se promovió una pitada al himno nacional español y al jefe del Estado durante la final de Copa de 2015, entre los equipos del Fútbol Club Barcelona y el Athletic Club de Bilbao. Respondí televisivamente llamando “cerdos” a los protagonistas de la afrenta a uno de los más importantes símbolos de todos los españoles. Se dio la inquietante paradoja de que los promotores y autores de la pitada fueron exonerados, mientras la Comisión Antiviolencia propuso que se me castigara con una sanción económica de 60.000 euros. El asunto lo terminamos ganando en los tribunales, pero nunca olvidaré el tsunami de encolerizadas voces que se unieron a la campaña contra este medio, incluidas muchas de las que hoy denuncian los peores instintos de mis demandantes.
El otro caso ocurrió en enero de 2013. Durante la emisión de “La ratonera”, decidí quemar en directo una estelada. Lo hice convencido de que estaba incinerando uno de los símbolos aglutinadores de los que ya en aquella época estaban quebrando la convivencia social y la estabilidad económica en Cataluña. Mientras el estrafalario símbolo era pasto del fuego, dije lo que sigue: “Con la quema de esta estelada quiero testimoniar mi rechazo, mi reprobación, a ese sector de la sociedad catalana, representada por partidos como Convergència, ERC y la CUP, que ponen en alza lo que nos separa rechazando y despreciando al mismo tiempo lo que nos une”.
Aquella acción simbólica generó reacciones absolutamente torrenciales y desmedidas por parte progres, separatistas y la prensa catalana afiliada al presupuesto público. Lo que hice entonces fue en base al derecho legítimo que me otorgan las leyes españolas a expresarme contra un símbolo no oficial y que representa la destrucción de los valores supremos por los que miles de españoles entregaron sus preciosas vidas.
 
La hipocresía de un sector de la población nacionalista catalana encontró el súmmum a raíz de mi gesto televisivo. Lo más irritante de los nacionalistas catalanes son sus llamadas al victimismo cada vez que tienen ocasión de contemplar la paja en el ojo ajeno. Cuando miles de catalanes silban el himno nacional español en un estadio de fútbol, lesionando de esa forma el sentimiento de millones de ciudadanos, muchos políticos catalanes lo llaman derecho a la libertad expresiva, achacable al rechazo que en ellos despierta la idea de España. Cuando el señor Tardá quema la foto del rey en un acto público de su partido, los mismos mangutas que en enero de 2013 me dijeron de todo, lo consideran una acción política, que representaría el sentimiento de rechazo que muchos catalanes sienten hacia la Monarquía. Cuando se queman banderas de España en todos los rincones de Cataluña, o se las arrincona a contrapelo de la legalidad vigente, los fariseos que se sumaron a mi linchamiento son los mismos que permanecen callados. Cuando el ya desaparecido Rubianes dijo lo que dijo sobre la “puta España” en una televisión pública catalana, los que quisieron dinamitarme batieron palmas con verdadero entusiasmo.
La estelada es un símbolo no oficial que está sirviendo de coartada para encubrir la trama delictiva que opera en la institucionalidad catalana, para exaltar falsos agravios, para justificar tópicos e injustos clichés contra los españoles no catalanes, para quebrar ideales comunes, para amparar la criminalización de los no nacionalistas, para defender la anexión de territorios que la fabulación catalanista viene en llamar Països Catalans y para enardecer el odio contra una España a la que, como apóstrofe más suave, se tacha de ladrona.
Políticos corruptos, exaltados separatistas, yihadistas y antiguos terroristas de Terra Lliure se amparan en esa bandera (no oficial) para reiterar el cínico vocerío de que “España nos roba”, a fin de justificar de este modo la gran operación de latrocinio que tiene a muchos dirigentes nacionalistas (familiares y allegados) como sus siniestros protagonistas. Con la estelada en ristre se pretende equilibrar los platillos en la balanza del delito para equiparar el peso de la innegable traición a España de los nacionalistas catalanes, con la inventada campaña de afrentas y agresiones de la que dicen ser objeto.
La estelada que quemé, con luz y taquígrafos, representaba lo que hoy se reprueba desde todos los rincones de España: el odio a España en los telediarios de TV3, el adoctrinamiento en las ‘madrasas’ catalanas, la amenaza de ruptura de la unidad nacional, el quebrantamiento de la ley, el acoso a los catalanes no nacionalistas, los escraches a policías y guardias civiles, el derrumbamiento de la economía, la polarización de las familias, el insulto al oponente y la sepultura del sobrevalorado seny.
Alerta Digital, en definitiva, lleva años denunciando, casi en solitario, la deriva secesionista que nos ha llevado al momento culminante del odio a España de una parte del Estado simbólicamente representada por esa misma estelada que tuve a bien chamuscar la noche del 10 de enero de 2013. Espero que los que entonces me injuriaron y lincharon tengan hoy la dignidad y la vergüenza de mirarse al espejo con otros ojos. Lo que descubrirán también merecería ser quemado.