¡VIVA ROSas!
“Cunningham Graham alcanzó a ver a
los últimos gauchos, en las fronteras del sur, clavar su facón en el mostrador
de las pulperías, echar un trago de caña y, mirando al gringo pulpero de reojo,
exclamar con rabia y con protesta: ¡VIVA ROSAS!.
Excelente comentario del Presbítero
Don Francisco Compañy, ( de Córdoba), publicado en la Revista del Instituto de
Investigaciones Históricas,, Nº 5, de julio 1940.
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LEGISLAR PARA EL
HOMBRE
I
ROSAS Y LA MORALIDAD PÚBLICA.
U
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no de los aspectos más inhumanos del
liberalismo resulta un tanto difícil de descubrir precisamente porque oculta su tiránica
ausencia de consideración al hombre detrás de la palabra “libertad”.
Es cosa evidente que la vida es
anterior al ejercicio de la voluntad y por eso mismo a la opción que la
libertad ofrece entre dos o más términos de acción.
De tal
manera que antes de brindar al hombre la libertad sería razonable crear para él
condiciones externas y espirituales de
vida, que fueran realmente favorables al despliegue espontáneo y a la vez
juicioso de sus energías.
Pero el liberalismo es inhumano porque sin preocuparse en absoluto de
condicionar la vida para un ejercicio adecuado de la libertad, proclama y
brinda un conjunto de franquicias, que conducen forzosamente a la represión de
las leyes.
Por donde el gobernante liberal viene
a parar en un
déspota impotente frente a la anarquía, en vez de ser el sabio moderador de las
voluntades, que conduce a su pueblo.
Para desdicha nuestra, el país ha sufrido desde sus primeros días la
influencia nefasta del estadista liberal, inhumano, atosigado de doctrinas, desconocedor
pasmoso de la realidad confiada a sus cuidados.
Rosas representa una saludable reacción. Pocas palabras suyas más
incisivas que aquellas en que rinde homenaje a los “talentos” liberales, que
han gobernado el país antes que él, reservándose, sin embargo, el derecho de
proceder según su “sistema particular”. Este consiste en gobernar en beneficio exclusivo del hombre y no de las
doctrinas venidas en la papelería de
ultramar.
Por esto la mentalidad del pueblo es su preocupación. Con relación a los
maestros de escuela, por ejemplo, le interesa su competencia como tales, pero
antes y en mayor grado su moralidad y religión. “Ningún particular, decreta,
podrá establecer dentro del territorio de la Provincia, escuela pública de
primeras letras, sin permiso del Inspector General de Escuelas, previa las
justificaciones necesarias sobre su moralidad, religión y suficiencia”.
(Decreto del 8 de febrero de 1831).
Por el
mismo decreto se ordena disolver y cerrar “toda escuela de primeras letras
establecida por algún particular, para varones o mujeres, en cualquier punto de
la provincia, cuyo director, maestro y ayudante no tengan bien acreditada su
moralidad y suficiencia, o no sea tenido o reputado públicamente por católico o
no destine de ahora en adelante el sábado de cada semana a la enseñanza de la
doctrina cristiana…” (Artículo 2º).
Bien
sabemos que los “talentos” liberales de hoy día, tan miopes como los de antaño,
no apreciarán la importancia que, a favor del
buen uso de las libertades públicas representa, en las raíces del libre
albedrío, el riesgo saludable de la doctrina cristiana.
Ello no
interesa a los fines del presente artículo, que servirá tal vez para explicar a
muchos católicos la razón profunda de la tenaz oposición de los historiadores liberales
a la memoria del Ilustre Restaurador.
Se ha
pretendido presentarle como un gobernante inhumano y cruel, mientras los
documentos, al ver la luz, proclaman con elocuencia que el gobernador general
Don Juan Manuel de Rosas, hombre de ideas claras en punto a independencia y
organización nacional, no lo era menos en orden a las condiciones
indispensables para el reinado del orden y la dignidad en los pueblos libres.
Resulta ilustrativo, al respecto el “Acuerdo” de fecha 3 de octubre de
1831, prohibiendo la venta de libros contrarios a la religión y a las buenas
costumbres. Dice así: “Teniendo entendido el gobierno que se pretende dar una mala inteligencia a la orden del 3 de
septiembre de 1821, sobre la
introducción de libros, pinturas y grabados,
acuerda se haga entender por los periódicos de esta ciudad, habilitados para las publicaciones oficiales,
que será considerado y castigado como criminal,
según la gravedad y
circunstancias del delito, el que vendiese por menor, transmitiese o hiciere
circular de cualquier otro modo, libros que manifiestamente tiendan a atacar
la Moral del Evangelio, la verdad y santidad de
la Religión del Estado y la divinidad de Jesucristo, su Autor, e igualmente los
que vendiesen o circulasen del mismo
modo pinturas, grabados o esculturas obscenos
hiciese uso de ellas, poniendo estas o aquellas a la vista, sin que
favorezca al autor de tales crímenes el
que se hayan introducido por la Aduana, previos los permisos correspondientes….”
(Colección de Leyes y Decretos, tomo 2, página 1103).
Igual
preocupación se nota en el “Decreto” de fecha 27 de julio de 1836, instituyendo
una Comisión Inspectora de los programas de enseñanza de los establecimientos
de educación pública, cuyo art. 3º reza así: “La Comisión examinará y decidirá
si las obras adoptadas para la enseñanza y los programas de ésta son conformes a la doctrina ortodoxa de la Santa
Iglesia Católica Apostólica Romana, a la moral, al orden, al sistema político
del Estado y al progreso de las ciencias y de las bellas
artes”.
Huelgan
los comentarios. Baste decir que en las escuelas argentinas de hoy se omite
enseñar a los alumnos, por parte de los maestros católicos o no, que en la
“época de la tiranía”, el gobierno personal de Rosas dictaba leyes sanas y
sabias, que redundaban en provecho espiritual de la comunidad humana a la cual se ordenaban.
II
CONTRASTE
DE DOS SISTEMAS.
Es
indudable que cuando Rosas recibió en su despacho al agente del Estado
oriental, don Santiago Vásquez, y le hizo aquellas confidencias de carácter
político, que el diplomático se apresuró en transmitir a su gobierno, en el
rostro despejado y varonil del Restaurador se dibujaba una sonrisa inteligente.
“Yo, señor Vásquez, le dijo, he tenido siempre mi sistema particular: conozco y respeto mucho a los
talentos de muchos de los señores que han gobernado el país y especialmente de
los señores Rivadavia, Agüero y otros de su tiempo…”.
Pero
es indudable también que los talentos de
los señores, atiborrados de Rousseau, estaban muy lejos de ver la
realidad argentina con la clarividencia de aquel hijo de una antigua familia de
la Colonia, formado en el campo, lejos de las salas de redacción y de los
clubs, en contacto intenso y estrecho con los hombres.
Su
“sistema particular” brotaba de su sólida cultura hispánica, de su
extraordinaria experiencia y de su infinito respeto por la sagrada personalidad
del hombre.
También
es difícil de hacer comprender que ésta se hiere menos con las represiones
enérgicas de la rebelión convertida en sistema, que con el sistema de abandonar
desguarnecido al hombre frente al asalto de doctrinas, intereses y ambiciones
que arteramente concurren a reducir a la nada sus reservas morales.
Mucho se
ha hecho, por desgracia, para aniquilar en nuestro país la noción del
Estado-Providencia y substituirlo por ese Estado Monstruo de los jacobinos, que
mientras invoca la libertad a cada paso, traga y digiere sin saciarse los
derechos más sagrados de las personas.
De ahí
que el gobernante que personifica al Estado se encuentre colocado en una
posición antihumana, porque su doctrina política le obliga a ignorar la
realidad humana, la realidad del hombre mismo, como persona y como miembro vivo
de una comunidad familiar y de una
comunidad religiosa que son esencialmente anteriores al Estado.
Sugiere
estas consideraciones la lectura comparada de los textos de dos decretos acerca
de la inhumación de los cadáveres, el uno de Rivadavia y el otro de Rosas; de
Rivadavia, el liberal y de Rosas el “tirano”; de Rivadavia a quien la familia
argentina ha elevado al honor de los
altares de la Patria y de Rosas relegado a los calabozos de la historia y
sometido al flagelo de los historiógrafos oficiales, a quienes debemos que
desde niño se nos haya enseñado a maldecir su nombre. Digamos de paso que algún
día se le bendecirá más sinceramente que a ciertos “intocables”, porque esas
bendiciones brotarán del corazón argentino “contrito y humillado”.
Si hay,
desde el punto de vista humano, una cosa grave y respetable, ésta es la muerte,
y por eso no hay quien no se descubra reverente ante un cadáver, ni quien no
respete el dolor de un hogar enlutado. Esto
es elemental.
La
religión manifiesta este respeto con lujo de providencias y trata de dulcificar
el dolor por medio de ritos, salmos y oraciones y el derecho, escrito o no, de
los más antiguos pueblos se inclina ante una de las cosas más humanas del
vivir, cual es el rito religioso de la inhumación de los cadáveres.
Pero los
liberales ignoran de oficio el valor de los sentimientos que remueve la muerte;
ellos sólo saben y pueden repetir vanamente la palabra “libertad”.
Confrontemos
los dos decretos de referencia. El Reglamento para el Cementerio del Norte,
dictado por Rivadavia, de fecha 17 de
julio de 1922, establecía lo
siguiente: “Art. 18.- Los carros
levantarán los cadáveres en la casa mortuoria y los conducirán directamente al
Cementerio a la hora que el Administrador acuerde con los interesados”.
El
Decreto firmado por Rosas, de fecha 20 de diciembre de 1830, reza del siguiente
modo: “Art. 2º.- La familia que quiera conducir el cadáver de alguno de sus
deudos a la Iglesia para celebrar misa
de cuerpo presente, queda en libertad de hacerlo, acordando antes con el encargado de los carros fúnebres la hora en
que deba trasladarse al cementerio para que la demora no perjudique al servicio
público”.
Una
simple lectura de ambos textos demuestra un contraste violento entre Rivadavia,
gobernante liberal, que resulta arbitrario, inhumano, y Rosas, dictador,
respetuoso de la libertad y de los sentimientos más sagrados del hombre.
Para
Rivadavia no hay más que carros, cadáver e interesados: para Rosas la familia,
el cadáver de un deudo y el posible y lógico deseo de celebrar el rito
religioso que acompaña a la inhumación, todo lo cual el legislador contempla y
debe considerar también el encargado del
servicio público, a quien se ordena conciliar las exigencias de la familia en
duelo con las de la comunidad.
Curioso
resulta que sea el dictador precisamente quien pronuncie en la emergencia la
palabra libertad. Es indudablemente
el momento de pronunciarla. La muerte. si bien se mira, es un dictado de la
naturaleza: es lo irrevocable, lo inapelable, irremediable. Lo que arrastra con
todos los bienes de la vida y, entre ellos, con el muy noble y bello de la
libertad. La muerte destruye violentamente vínculos de carne y sangre,. Es
cuando la libertad ha sufrido un tal sacudimiento cuando el gobernante debería
atemperar en lo posible el dictado de las disposiciones legales, siquiera para
no ponerse de parte de la muerte misma, dictado ciego, sino de lo que, a pesar
de ella sobrevive, un dolor, una esperanza, un hogar.
El decreto de Rivadavia dispone que los cadáveres sean llevados
directamente al cementerio, a la hora que el Administrador acuerde con los
interesados. Los familiares no existen para el decreto: son ignorados ellos, su
dolor y su fe. Rosas, por el contrario, deja en libertad a la familia para
conducir el cadáver a la Iglesia, en el caso que quiera hacerlo, como para
fijar la hora del entierro.
Queda señalado el contraste. El lector juzgará. Peo ¡cuánto más humano
se nos presenta en su mesurado decreto el dictador Rosas con su sistema
particular de gobernar al hombre que el gobernante liberal! Rivadavia, con su
inhumano despotismo, que en el duelo de una familia argentina y cristiana ve
sólo “carros, cadáver e interesados”.+