Los orígenes apostólico-patrísticos de la “Misa Tridentina” (3-3)
5. La reforma de San Gregorio Magno
Desde
el siglo IV en adelante tenemos informaciones muy detalladas acerca de
cuestiones litúrgicas. Padres de la Iglesia como san Cirilo de Jerusalén
(†386), san Atanasio (†373), san Basilio (†379), san Juan Crisóstomo
(†407) nos proporcionan elaboradas descripciones de los ritos que se
celebraban.
La libertad de la Iglesia en tiempos de Constantino y, aproximadamente, el primer Concilio de Nicea en el año 325 marcan el gran punto de inflexión de los estudios litúrgicos. Alrededor del siglo IV se contó con la recopilación de los textos litúrgicos completos: fueron recopilados el primer Euchologion y
los Sacramentarios para su uso en la iglesia. En el siglo V Papas y
obispos trabajan intensamente para la unidad litúrgica y su
perfeccionamiento. Esta obra fue llevada a cumplimiento en el siglo
siguiente por aquel Pontífice cuyo nombre habrá quedado para siempre
ligado a la sagrada Liturgia: san Gregorio Magno (590
d.C.). Son bien conocidos los criterios litúrgicos del Santo: escribe a
Agustín de Canterbury que elija aquellos rituales que hubiera estimado
más convenientes para sus neófitos anglos, ya que: non pro locis res, sed pro rebus loca amanda sunt. Y
en otra carta dirigida al obispo Juan de Siracusa, se declaró dispuesto
a aplicar este principio a la misma Liturgia romana: en esto Gregorio
seguía perfectamente la tradición de sus predecesores, tanto que la
Liturgia de Roma entró definitivamente en su período de estancamiento
sólo después de la muerte del gran Doctor. «Si ella misma (la
Iglesia de Constantinopla) -escribe San Gregorio- u otra Iglesia tiene
algo de bueno, me declaro dispuesto a imitar el bien incluso de aquellos
que son más pequeños que yo, mientras los considere alejados de lo que
no es lícito. Es de hecho un tonto aquel que se considera a sí mismo tan
elevado que no quiere aprender de lo que ha visto de bueno».
Pero
el patrimonio litúrgico de la Sede Apostólica no cedía en esplendor a
aquel de cualquier otra Iglesia, por lo que san Gregorio nos atestigua
que sus innovaciones en la Misa no fueron sino un retorno a las más puras tradiciones romanas.
Ni siquiera fue una verdadera innovación el haberle dado una mayor
importancia a aquel extremo resto de la primitiva prez litánica (Kyrie, eleison), que inicialmente seguía al oficio de vísperas antes de empezar la anáfora eucarística. San Gregorio reunió el introito con el Kyrie, logrando así que a la Colecta sacerdotal no le faltase por completo alguna fórmula de preámbulo.
Fue
también Gregorio quien antepuso a la fracción de las Sagradas Especies
el canto de la Oración Dominical para que sirviera casi como conclusión
del Canon Eucarístico ya que, desde un principio -así razonaba el Santo-
la anáfora consecratoria incluía de alguna manera la Oración que el
mismo Señor había enseñado a los Apóstoles, como veremos en breve.
Después
de él no hay mucho que decir acerca de la naturaleza de los cambios del
Ordinario de la Misa, convertido en herencia sagrada e inviolable de
orígenes inmemoriales. Era popular la opinión según la cual el Ordinario se había mantenido sin cambios desde el tiempo de los Apóstoles, cuando no por el mismo Pedro. Benedicto XIV (1740-1758) dice: “ningún Papa ha agregado o cambiado algo en el Canon de san Gregorio en adelante”».
Aunque
el rito de la Misa siguió desarrollándose -en las partes no esenciales-
después del tiempo de san Gregorio, las modificaciones posteriores
fueron adaptadas a la antigua estructura y las partes más importantes no
fueron tocadas. Entre las adiciones más recientes, señala
Fortescue «las oraciones al pie del altar son, en su forma actual, la
última parte de toda la Misa. Se desarrollaron a partir de preparaciones privadas medievales y
no habían sido formalmente establecidas, en su forma actual, antes del
Misal de Pío V (1570)». Fueron, con todo, ampliamente empleadas mucho
antes de la Reforma, y se encuentran en la primera edición impresa del
Misal Romano (1474).
El Gloria fue
introducido gradualmente, primero sólo en forma cantada en las Misas
festivas de los obispos. Es probablemente de origen galicano. El Credo llegó
a Roma en el siglo XI. Las oraciones del Ofertorio y del Lavabo fueron
introducidas de allende los Alpes difícilmente antes del siglo XIV. Placeat, Bendición y Último Evangelio se introdujeron gradualmente en la Edad Media.
Cabe
señalar, sin embargo, que estas oraciones, prácticamente invariables,
antes de su incorporación oficial en el rito romano habían adquirido un
uso litúrgico secular.
El
Rito Romano se fue entonces difundiendo rápidamente, y en los siglos XI
y XII suplantó en Occidente a prácticamente todos los demás ritos,
excepto el de Milán y el de Toledo. Este hecho no debe sorprender, por
lo demás: si la Iglesia de Roma era considerada universalmente la guía
en la Fe y en la Moral, este papel de primacía valía también en materia
litúrgica. De ello se desprende que el Ordo Missae de San Pío V (1570), fuera de algunas adiciones y ampliaciones mínimas, corresponde muy de cerca al Ordo establecido por san Gregorio Magno.
6. El Concilio de Trento
En los siglos transcurridos desde la reforma de San Gregorio Magno hasta el Concilio de Trento, el Rito Romano se extendió por todo el mundo católico sin que ello dificultara el florecimiento de costumbres locales,
que se desarrollaron poco a poco y de forma natural a lo largo de
muchos siglos. Con el paso del tiempo, oraciones y ceremonias se
multiplicaron casi imperceptiblemente y, en cualquier caso, a su
desarrollo seguía la selección y la eventual codificación, es decir, la
incorporación de estas oraciones y ceremonias en los libros litúrgicos.
Alrededor
de mil años después de la reforma de san Gregorio Magno, eliminando las
adiciones marginales desarrolladas a lo largo de los siglos, san Pío V, a continuación de la Reforma protestante y del Concilio de Trento, le dio a la misma Misa de san Gregorio Magno una forma definitiva válida para siempre y para todos los lugares.
La práctica de referirse a la Misa tradicional del Rito Romano como la Misa Tridentina es poco feliz, ya que ha llevado a la impresión generalizada y errónea de que esta Misa haya sido compuesta a partir del Concilio de Trento. La palabra tridentina en realidad significa «concerniente a» este Concilio -Concilium Tridentinum- que
tuvo lugar en distintos períodos entre los años 1545 y 1563. El
Concilio de Trento, en realidad, estableció una comisión para examinar
el Misal Romano, repasarlo y restaurarlo «de acuerdo a la costumbre y el rito de los Santos Padres». El nuevo Misal fue finalmente promulgado por el papa san Pío V en 1570 con la bula Quo Primum. El
trabajo preparatorio de la Comisión se caracterizó por el respeto hacia
la Tradición. En ningún caso hubo la más mínima propuesta para componer
un Novus Ordo Missae. La sola idea se hubiera considerado
inconcebible para el auténtico sentir católico. La Comisión codificó el
Misal existente, eliminando algunos puntos que consideraba superfluos o
innecesarios y conservando los ritos existentes por un tiempo de
doscientos años como mínimo. Sin embargo, en lo que respectaba al
Ordinario, el Canon, el Propio del Tiempo y mucho más, era una réplica
del Misal Romano de 1474, que, en todo lo esencial, se remontaba a la época de san Gregorio Magno. Así, el Misal es un acto del Concilio de Trento, cuyo título oficial es Missale Romanum ex decreto sacrosancti Concilii Tridentini restitutum (Misal
Romano restaurado según los decretos del sacrosanto Concilio de
Trento). Por primera vez entonces, en mil quinientos años de historia de
la Iglesia, un concilio y/o un papa especificaron e impusieron un rito
completo de la Misa a través del instrumento legislativo.
El
primer objetivo del Concilio de Trento fue -como se señaló
anteriormente- aquel de codificar la enseñanza eucarística católica,
cosa que hizo de manera excelente y de una manera clara e inspirada. No fue la creación de un nuevo Misal, sino la restauración del ya existente “según
la costumbre y el rito de los Santos Padres”, con el uso, para este
propósito, de los mejores manuscritos y de otros documentos.
Conclusión
La
Misa llamada “tridentina” tiene un núcleo central inmutable,
establecido por el mismo Cristo, continuado y perfeccionado por los
Apóstoles y conservado intacto a través de dos milenios de historia. La
trama de ritos y de ceremonias que la caracteriza ha ido evolucionando
poco a poco hasta alcanzar una forma casi definitiva a finales del siglo
III, y luego vuelta de alguna manera definitiva por san Gregorio Magno.
No han faltado elementos secundarios: la solicitud materna de la
Iglesia no ha cesado de restaurar y embellecer el rito, removiendo de
tanto en tanto aquellas escorias que amenazaban oscurecer el esplendor
original.
Esta es la historia de la Misa hasta la promulgación del Nuevo Misal en 1969.
El cardenal Ratzinger denunciaba ya hace años que -con la reforma litúrgica postconciliar- se había reemplazado una «Liturgia desarrollada en el tiempo por una Liturgia construida en un escritorio». «La
promulgación de la prohibición del Misal -afirmaba todavía el
purpurado- que se había desarrollado a lo largo de los siglos desde la
época de los sacramentales de la antigua Iglesia, provocó una ruptura en
la historia de la Liturgia cuyas consecuencias sólo podían ser trágicas
[…] Se rompió a pedazos el antiguo edificio y se construyó otro […] El
hecho de que éste fuera presentado como un edificio nuevo, contrapuesto a
aquel que se había formado a lo largo de la historia, que se prohibiera
este último y se hiciera de alguna manera aparecer a la Liturgia no ya
como un proceso vital, sino como un producto de erudición especialista y
de competencia jurídica, nos ha provocado gravísimos daños. De esta
manera, de hecho, se ha movido la impresión de que la liturgia se
“hace”, que no es algo que existe antes que nosotros, algo “dado”, sino
que depende de nuestras decisiones. Se deduce luego, en consecuencia, el
que no se reconozca esta capacidad de toma de decisiones sólo a los
especialistas o a una autoridad central, sino que, en definitiva, cada
“comunidad” quiera darse a sí misma una Liturgia propia».
Bernardo
de Chartres solía decir que «somos como enanos que están sobre los
hombros de gigantes, por lo que podemos ver más que ellos no debido a
nuestra estatura o a la agudeza de nuestra vista, sino porque, situados
sobres sus hombros, estamos más altos que ellos».
Que
Dios nos conceda la humildad de reconocernos enanos, y la inteligencia
-si queremos ver lejos- de permanecer sobre los hombros de aquellos
gigantes que son nuestros Padres en la Fe. Sin esta actitud de la mente y
del corazón, nos condenamos a nosotros mismos a una segura y tal vez
irreversible ceguera.
Sor Maria Francesca Perillo, F.I.
(Resumen y adaptación P. Javier Olivera Ravasi)
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