viernes, 12 de octubre de 2018
Como decíamos ayer
RAZÓN
DE LA ARGENTINA
“Un
país sin jefe, un país sin poeta,
Un país
que se divierte, un país que no se respeta,
Un país
corajudo y bravo para jugar a la ruleta”.
L.
Castellani
Tal vez, si una política
nacional consistiese en repartir juguetes, multiplicar impuestos y respetar a
la vez los exámenes tomados por los cesantes Ortega Peña y Duhalde como los
planes económicos de Gelbard, los habitantes de esta tierra ‒a la
vera del árbol de Navidad “más grande del mundo”‒ podríamos descabezar un sueñecito confiado en el umbral
de
Pero si una política para la Nación, como sospechamos, es más que eso o no
es nada de eso, si debe resultar una actitud ante lo más entrañable de nuestra
existencia colectiva, entonces, a la hora del examen de conciencia, debemos
retroceder a la pregunta previa sobre cómo entendemos nuestra razón de ser
nacional.
Hay sobre esto una respuesta oficial. Con pesadumbre, anotamos que es insatisfactoria,
errónea y extraviada.
Se nos dice, con tal insistencia que da margen a considerar el tema como
principio fundamental de la actual política justicialista, que el mundo marcha
hacia un mando único, universal, que borre fronteras en definitiva ilusorias,
previa una etapa de integración continental; al mismo tiempo, se agudiza la
falta de recursos naturales, especialmente alimenticios, hasta ahora
despilfarrados; el papel de la Argentina en ese mundo que marcha hacia la
unificación es adoptar una “economía ecológica” que le permita negociar con
ventaja su producción de alimentos, y ganar así el favor de los nuevos amos.
Sería muy fácil desenterrar escritor y discursos del caudillo justicialista
que dijesen exactamente lo contrario de lo que hasta ahora. Bastaría señalar
que el destino asignado a nuestro país en ese planteo, reduce a polvo su
soberanía política, principio canónico de la doctrina justicialista que ésta ‒junto con los de libertad económica y justicia social‒ tomó literalmente de una organización nacionalista allá por los años
fundacionales. Que el continentalismo de vago signo y difuso contenido que se
da como paso al mundialismo prometido, poco tiene que ver con el sentido de
afirmación hispanoamericana que Perón, antes de 1955, proclamó en excelentes
piezas oratorias. Que dicho mundialismo final más se parece al descripto en los
documentos sinárquicos ‒siendo, extrañamente, que también una confusa sinarquía
es fulminada en documentos oficiales‒ que a una comunidad cristiana de estados soberanos,
única forma de “universalismo” válida para nosotros en razón de historia y
estirpe.
Pero tales antologías de Perón contra Perón, que su facundia hace imposible
mantener al día, resultan tan ingenuas como inútiles. Por lo demás, tampoco
Perón posee solitariamente la virtud de
dejar en suspenso el principio de no contradicción: todos los políticos
sucedidos en 1955 a 1973 cultivaron con generosidad al arte de los vuelcos,
brincos, penduleos y agachadas.
El justicialismo, más allá de su fraseología oportunista sobre el
mundialismo, y en contradicción con ella, debe reconocer la fuerza unitiva y el
valor político dinámico de lo nacional. Así, el profeta del universalismo
ecológico realiza un acto especial en la casa de gobierno para honrar a un futbolista
que ha demostrado el coraje cívico de rechazar el ofrecimiento de jugar para el
club extranjero. También es un tópico de la propaganda oficial la “Argentina
Potencia”.
Si, como decíamos, en lo que se entiende superficialmente por política es
usual ejercitar borratinas de codo de lo que se escribió con la mano, es
también cierto que lo que no es opinable, mudable o susceptible de tal manoseo
es nuestra razón y nuestro destino como Nación. No basta invocar a la Argentina
potencia, cuando se cifra la potencialidad argentina en la propina que
obtendremos por dar de yantar a los vencedores de la próxima crisis. No basta
pensar que seremos felices porque tendremos de comer, como se nos insinúa. Ese
ideal del país gordo y cómodo, biológicamente suficiente, con riqueza de bienes
materiales bastante como para asegurar una vida sin sobresaltos, que hoy se nos
pinta como apetecible es, en definitiva, el ideal de las factorías, con su
opulencia aparente y su miseria de raíz. Con la diferencia en nuestra contra
que en el mundo actual ya no caben factorías ricas. Seremos, en definitiva, una
colonia pobre, atontada con las diarias charangas de la “liberación”.
No sabemos, a ciencia cierta, qué razones mueven la prédica de este extraño
mundialismo. Quien rastree con paciencia los textos, tal vez encuentre un eco
determinista de vago corte hegeliano y un rastro de la prédica del gobierno
universal de Toynbee. Por sobre todo esto, una pretensión de haber develado los
enigmas del futuro de la humanidad y de la evolución del universo, que suena a
revelación masónica.
Sean cuales fueren esas razones ocultas, los nacionalistas levantamos
frente a ellas la única razón válida, la razón de la Argentina. Creemos que la
vida de los pueblos, como la de los hombres, es una milicia. Que en su
ejercicio, los pueblos, como los individuos, fraguan su destino, trágico u
oscuro, heroico o mezquino. Que un pueblo edifica una nación cuando convierte
en norma de vida el cumplimiento de ese destino en lo universal. Que la
decisión de asumir ese destino es irrepetible como oportunidad histórica. Que
ese destino convertido en norma nacional se realiza a través de un estilo de
vida, que es el que da carácter, originalidad y grandeza a un pueblo. Que si
esa norma no se asume o ese estilo se traiciona, las naciones se diluyen,
faltas de sustancia y de autenticidad, en la indeterminación de lo universal y
son sojuzgadas por otras naciones.
La Argentina tuvo, y tiene abandonada, una misión en el mundo. Es la de
preservar, en medio de la servidumbre del poder del dinero, los valores de la
cultura clásica y latina con que España la fundó, actualizándola y
enriqueciéndola con el propio sentido creador de sus gentes. Para eso, y no
para fomentar holgazanes, usureros y vivillos. Dios le otorgó la riqueza
material cuya disminución, después de dilapidarla fácilmente, hoy empieza a
preocuparnos.
Esta razón de la Argentina es la que debe fundar una política válida. Hoy,
adormecidos con chácharas de reforma constitucional y economía ecológica, no
tenemos política alguna, por lo menos que nos sea propia. Quiera Dios que
cuando el destino llame imperiosamente, otra vez, a nuestra puerta, no nos tome
sin aceite para avivar las lámparas, como les ocurrió a las novias necias del
Evangelio.
Nota: este artículo fue tomado de la Revista“Cabildo”, primera época, año I, Nº 9, del 3 de
enero de 1974, págs. 22 y 23.