La Sibila de Augusto y la Virgen del Aracoeli. Una historia de Navidad
NOTA BENE: Lo que sigue es simplemente el producto de años atenta enseñanza de parte de la Prof. María Delia Buisel,
latinista eximia y una eminencia en estudios clásicos en la Argentina. A
nuestro juicio, la Profesora Buisel es la única que ha estudiado a
fondo el tema de las sibilas en la antigüedad. Para acceder a parte de su bibliografía, hacer clic aquí. Aquí hemos simplemente resumido su trabajo.
P. Javier Olivera Ravasi
Octavio “Augusto”, tomó su apelativo del verbo latino augeo que significa aumentar (fuente del sustantivo auctoritas); reuniendo en su persona todos los poderes correspondientes al cónsul, censor, tribuno, Sumo Pontífice, Príncipe del Senado, y finalmente el Imperium
o supremo poder militar, se volvió el hombre más poderoso del mundo
occidental, al punto tal que, el Senado, decidió concederle el título de
divus es decir, de “dios”.
¿De dónde le venía tanta fama?
Ya
para nuestra era cristiana Roma había logrado dominar a las poblaciones
limítrofes; los territorios conquistados se encontraban organizados
pacíficamente respetando la diversidad de culturas y religiones
existentes, consolidándose así lo que se conoce con el nombre de la PAX ROMANA: un período pacífico donde el Imperio se hallaba sin guerras, dando inicio así a una época próspera en todo sentido.
La pax romana se significó por medio de una antigua tradición: desde la época de la monarquía, en los orígenes de Roma, se había erigido el templo de Jano, que entre otras atribuciones, señalaba los tiempos de guerra y de paz:
si el templo estaba abierto, había guerra en algún rincón del mundo
romano; y habitualmente siempre había guerra… El gran historiador de
Roma, Tito Livio, narra sin embargo, en su Historia de Roma que sólo en dos momentos había permanecido cerrado; Horacio y Virgilio también hablan de la clausura del templo de Jano después de la batalla de Actium, al instaurarse la pax augustea. La clausura de sus puertas señalaba siempre el inicio de una era pacífica.
Nos encontramos en el año I de nuestra era;
el templo de Jano está cerrado en Roma y, en algún lugar del Imperio,
en la lejana provincia de Judea un Niño está por nacer; un niño que será
llamado Príncipe de la Paz.
Todo
período pacífico traía una gran prosperidad y florecimiento del
comercio, de las industrias, del arte. Tan es así que el existía por
entonces un superávit en la economía imperial por el que Octavio “Augusto”, había mandado realizar un censo general en el Imperio para
poder analizar las políticas a seguir; fue por este censo que San José y
la Virgen María debieron trasladarse desde Nazaret a Belén (unos 170
km.) por ser éste el lugar de domicilio de la familia paterna (Lc 2,1).
El censo determinó, entre otras cosas, la cantidad de pobres, de allí
que el emperador decidiera regalar un denario de oro a cada indigente, a raíz de la abundancia en la que vivía el Imperio.
El buen gobierno de Augusto, la consolidación de Roma con sus caminos, su orden y hasta su lengua común (el griego koiné, no el latín), harán que el cristianismo primitivo se diseminase como reguero de pólvora luego de la Ascensión del Señor.
En cuanto a la divinización de Augusto,
es difícil entender su verdadero sentido; Octavio Augusto jamás pensaba
que su naturaleza fuese más que humana… ¿Qué se buscaba con ese título
de “divus” entonces? Quizás más bien la sustancialidad de Roma, su “eternidad”
simbolizada en la persona del César. No se trataba propiamente de una
divinización de un hombre, sino la “divinización” del Imperio o de la
Patria, a la que se veneraba en la persona del emperador (será
justamente contra este culto al emperador que los primeros cristianos
dirán su “non possumus!” –“no podemos”– al obligárseles rendirle culto como a un dios).
Tan
grande era el éxito de Augusto que el Senado, como decíamos, quiso
concederle este título. Augusto, recatado y circunspecto como era, se
negó tres veces a pesar de que la literatura romana contemporánea
comenzaba a forjarle una “doble naturaleza” al considerar su obra como
un don de la divinidad.
Hay un episodio, sin embargo, que es digno de ser narrado y que se encuentra en una antiquísima tradición reportada tanto por Lactancio[1] (240 d.C.) como por el libro Mirabilia Urbis Romae que recopila las tradiciones de Roma:
“En
el tiempo del emperador Octavio viendo los senadores tanta prosperidad y
paz y que todo el mundo le era tributario, le dijeron: ‘Te queremos
adorar porque en ti está la divinidad; si esto no fuese así, no te sería
todo propicio’. Pero él se opuso”.
El emperador se oponía a la “divinización” por lo que, para tener mayor certeza de su decisión, pensó consultar a la sibila de Tibur.
Las sibilas
eran en la Antigüedad grecolatina mujeres excepcionales, que dotadas
del don de profecía, eran consultadas en las grandes dificultades
públicas recomendando soluciones, acompañadas de ceremonias religiosas y
expiaciones colectivas. Italia conoció dos sibilas ubicadas en su
territorio: la de Cumas en el golfo de Nápoles y la de Tibur (hoy
Tívoli, a unos 40 km. de Roma) a quien Augusto consultará. Como las más
famosas eran doce, con el tiempo serán emparejadas con los 12 profetas
menores como anunciadoras del Mesías en el mundo pagano (es por eso
figuran en numerosas iglesias, como, por ejemplo, en la misma Capilla
Sixtina).
Dirigiéndose
entonces a Tívoli, Augusto narró a la sibila el deseo de los senadores.
Tomándose unos días de riguroso ayuno e invocando a los dioses, al cabo
de tres días la sibila se dirigió hacia Augusto y le narró algo
maravilloso:
“Emperador,
esto es lo que ocurrirá: del cielo vendrá un rey para los siglos
futuros, aunque hecho hombre, para juzgar al mundo. De improviso el
cielo se abrió y un esplendor grandísimo inundó todo. Se vio en el cielo
una virgen bellísima con los pies sobre un altar con un niño entre los
brazos. (Augusto) se maravilló en extremo y escuchó una voz que decía: ‘Esta es el ara del hijo de Dios’.
Entonces prosternándose en tierra lo adoró. Luego contó esta visión a
los senadores que mucho se maravillaron. Esta visión ocurrió en la
habitación del emperador Augusto, donde ahora está la iglesia de Santa
María en el Capitolio. Por esta razón, la iglesia de Santa María se
denominó Ara del cielo”.
Del texto anónimo de las Mirabilia se conocen dos versiones, una oriental del s. V d.C. insertada en griego en el Lexicon de Suidas, y otra occidental en latín[2] un poco posterior con leves variantes; en la versión oriental, la sibila explicándole al emperador la visión, agrega:
“Esta es una joven virgen que es altar celeste y el niño que tiene en su seno, es el rey del cielo y de la tierra”.
La visión habría ocurrido, según otros documentos, el día mismo de la primera Navidad del mundo[3].
Ya
sea el “altar del cielo” la Ssma. Virgen María o la piedra donde se
posó la Virgen que quedó como testimonio histórico del acontecimiento,
es este episodio el origen del topónimo “Aracoeli” del templo romano “Santa Maria in Aracoeli” que se encuentra hoy en el Capitolio romano[4], detrás del monumento dedicado a Vittorio Emanuele II, donde antes existía un monasterio benedictino.
¿Qué hizo, pues, el emperador?
Decidió honrar la celeste aparición levantando un templo junto al de Juno Moneta o conectado con él, donde comenzó la veneración de la “doncella madre” y de la piedra donde se posó con la denominación de Ara Primogeniti Dei (“altar del primogénito de Dios”).
El mismo Virgilio, poeta del imperio, en proféticas palabras lo dejó plasmado en su Égloga IV, quizás sin saber bien lo que decía:
“Ya del canto de Cumas llega la edad postrera
Ya de nuevo nace un gran orden de siglos
Ya vuelve también la virgen, vuelven los reinos de Saturno
Ya una nueva progenie es enviada desde lo alto del cielo”[5].
¿Se
dejó Augusto “divinizar? Finalmente sí pues el argumento del oráculo no
fue suficiente para los políticos; sin embargo, en algún lugar del
imperio, Dios estaba naciendo para partir en dos la historia.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi
21/12/2018
[1] Lactancio, Divine Institutes, l.VI.
[2] El texto latino está reproducido en la edición de R. Valentini y Zucchetti, Roma 1946, vol.III, p. 28 ss.
[3] El mismo relato lo encontramos en una visión de Ana Catalina de Emmerick del s. XIX como revelación individual.
[4]
Margarita Guarducci, la arqueóloga y epigrafista descubridora de la
tumba de San Pedro en los subsuelos de la basílica vaticana, añade que
en algunos iconos bizantinos, N. Señora recibe el apelativo de Altar de
los holocaustos, porque el Niño que lleva en brazos se sacrifica en
holocausto por todos los hombres.
[5] Virgilio. Égloga IV.