lunes, 24 de diciembre de 2018

Fallos y fallas en la Corte

Una desafortunada conjunción de ambiciones de poder y diferencias doctrinarias genera incómodos conflictos en el alto tribunal
Lo que está ocurriendo en el interior de la Corte Suprema de Justicia no es un asunto trivial, a pesar de que suele manifestarse con las coloridas alternativas de una trifulca de barrio. No se trata, sin embargo, como ha ocurrido en otras oportunidades, de la expresión local de una puja más amplia por espacios de poder. Es cierto que los integrantes del alto tribunal o bien tienen simpatías políticas explícitas, o bien sus anteriores actividades los encuentran más cerca de tal o cual corriente partidaria. Y también es cierto que el conflicto al que asistimos fue catalizado por influencias ajenas a la Corte. Pero no parecen ser esos los factores que intervienen en este caso. Se trata más bien de la desafortunada conjunción de muy personales y encontradas ambiciones de poder con el choque de criterios jurídicos, doctrinarios o de procedimiento, también contrapuestos. 


Su excesiva visibilidad deteriora la imagen del tribunal destinado por excelencia a proyectar la imagen de la majestad de la justicia. Por eso digo que no es un asunto trivial: por algo muchos países dotan a sus altos magistrados de una vestimenta especial orientada a marcar su autoridad.
Para desentrañar el conflicto, empecemos por su catalizador: Elisa Carrió y su antigua -y vigente– campaña contra el ex titular de la Corte Ricardo Lorenzetti, y sus colaboradores más allegados: la ya defenestrada administradora de la información pública del tribunal María Bourdin y el todavía en funciones administrador de sus recursos financieros Héctor Marchi. Cuando hubo que cubrir dos plazas vacantes en la Corte, el presidente Mauricio Macri propuso a Carlos Rosenkrantz, y Carrió a Horacio Rosatti, a quien conocía desde los tiempos de la Convención Constituyente que sesionó en Paraná. Y cuando en septiembre Lorenzetti pidió a sus pares una renovación anticipada de su mandato como jefe del tribunal, Rosenkrantz, Rossatti y Elena Highton se la negaron y pusieron a Rosenkrantz en su lugar. Imposible desconocer en ese inesperado sacudón la decisiva influencia de Carrió, por vía de Rosatti y probablemente también de Highton, cuyo voto singularizó en un mensaje público: “Highton de Nolasco va a ser recordada por haberle hecho un gran bien a la República y a la Patria”.
Pasemos a las ambiciones de poder. Rosenkrantz, el actual presidente del tribunal, procura defender su posición frente al asedio de dos de sus colegas: Rosatti, quien desde un principio se imaginó a sí mismo en la jefatura de la Corte, y Lorenzetti, que nunca se imaginó a sí mismo fuera de la jefatura de la Corte (excepto en el sueño de una carrera política que ahora ve seriamente amenazada.) El quinto integrante, Juan Carlos Maqueda, parece al margen de este juego de ambiciones, lo mismo que Highton, sumida además en una confusión de lealtades que la impulsan a estampar su firma bajo ciertas decisiones y luego tacharla. Lorenzetti desafió a Rosenkrantz desde el día uno, cuando le retaceó la contraseña para acceder al sistema de información en línea que manejaba Bourdin, lo sacó de las casillas, y le hizo cometer varias torpezas. A partir de entonces, cuando comprobó que su sucesor carecía de cintura política, se dedicó a recomponer desde el margen su propia autoridad en el cuerpo y a limar a Rosenkrantz hasta lograr una acordada que prácticamente redujo sus atribuciones a lo meramente ceremonial.
Lorenzetti consiguió también un respaldo decisivo de sus colegas para la continuidad en funciones del administrador Marchi, a quien Carrió había acusado en la justicia por enriquecimiento ilícito y lavado de dinero, y sobre cuya gestión había reclamado a Rosenkrantz una auditoría. En su embestida contra Marchi la líder de la Coalición Cívica sufrió tres reveses: el juez Sergio Torres desestimó su denuncia por inexistencia de delito, Marchi la demandó por daños y perjuicios, y cuando la diputada pretendió ampararse en sus fueros una cámara le negó ese derecho. Pero lo que más mortificó a Carrió fue ver a su protegido Rosatti votando junto a Lorenzetti en respaldo de Marchi. “Quiero ver cuánto dura la adhesión de Rosatti a Lorenzetti. Pero sepan que en mi cruzada contra Marchi y Lorenzetti no voy a ceder”, consignó la crónica. Carrió puede estar tranquila: no hay tal adhesión de Rosatti a Lorenzetti, ni tampoco hay que creer mucho en su respaldo a Rosenkrantz; los suyos parecen movimientos tácticos en la estrategia mayor de suceder a ambos magistrados en la presidencia del tribunal.
Veamos por fin el aspecto doctrinario, que también está en juego en este entrevero. Los últimos fallos importantes de la Corte sobre cuestiones ajenas a sí misma han sido contrarios a las expectativas del Ejecutivo, y han mostrado al presidente del tribunal votando en soledad, en dos de los tres casos, con argumentos distintos de los del resto de los magistrados. Como Rosenkrantz es visto como “el juez propuesto por Macri” y Lorenzetti, Rosatti y Maqueda comparten distintos grados de cercanía con el justicialismo, algunos comentaristas se apresuraron a diagnosticar la presencia de una “mayoría peronista” integrada por estos tres y adversa al oficialismo. Así ocurrió con los fallos sobre la aplicación del dos por uno para los condenados por los delitos de lesa humanidad, la constitucionalidad de las leyes de lemas provinciales, y el índice utilizado para actualizar los haberes jubilatorios.
Sin embargo, una lectura atenta de esos pronunciamientos revela que lo que diferencia al presidente de la Corte de sus colegas es la manera de entender la labor judicial, esto es, el criterio que debe primar en un juez, especialmente en un juez del tribunal constitucional, a la hora de examinar los casos que llegan a su conocimiento. En la mirada de Rosenkrantz se impone el apego estricto a la letra de la ley: por eso, porque la ley no lo prohíbe expresamente, respaldó el beneficio del dos por uno, y también por eso, porque la ley no le otorga expresamente esa competencia, se opuso a que la Corte se expida sobre tal o cual índice de actualización jubilatoria. Coincidió en cambio con sus colegas respecto de la ley de lemas, porque tres artículos de la Constitución Nacional dicen que las provincias se dan sus propias instituciones y se gobiernan por ellas, sin que el gobierno federal tenga nada que decir.
Es claro que las fallas que separan a Rosenkrantz de sus colegas son menos partidarias, en términos de “oficialismo” y “oposición”, que doctrinarias. Mientras aquél se inclina por una aplicación “literal” de la ley, el resto de los altos magistrados se vuelca hacia una lectura más “interpretativa” del corpus normativo. Este temperamento se ha visto incluso en el dictado por el Congreso de “leyes interpretativas” (que para Rosenkrantz son “innovativas”) como la que limitó retroactivamente el alcance del dos por uno. No es casual que en la última semana se hayan pronunciado juristas en defensa de una y otra escuela. Roberto Gargarella, por ejemplo, consideró que “las normas interpretativas merecen ser, en principio, bienvenidas antes que resistidas” porque “ofrecen un excelente modo de dar vida a formas más ‘dialogadas’ e inclusivas de la interpretación constitucional.” Para Andrés Rosler, por influencia de criterios morales o ideológicos, “ya no discutimos acerca del derecho válido, sino que preferimos hablar del derecho tal como nos gustaría que fuera. Ojalá que muy pronto las discusiones acerca de los fallos de la Corte Suprema vuelvan a ser sobre el Reglamento y dejen de ser sobre la tribuna.” El reglamento, para usar las palabras de Rosler, es la obsesión de Rosenkrantz, el presidente de la Corte. Pero Rosenkrantz, en los fallos y en las fallas del alto tribunal, está solo.
–Santiago González