Una desafortunada conjunción de ambiciones de poder y diferencias doctrinarias genera incómodos conflictos en el alto tribunal
Lo que está ocurriendo en el interior de la Corte Suprema de
Justicia no es un asunto trivial, a pesar de que suele manifestarse con
las coloridas alternativas de una trifulca de barrio. No se trata, sin
embargo, como ha ocurrido en otras oportunidades, de la expresión local
de una puja más amplia por espacios de poder. Es cierto que los
integrantes del alto tribunal o bien tienen simpatías políticas
explícitas, o bien sus anteriores actividades los encuentran más cerca
de tal o cual corriente partidaria. Y también es cierto que el conflicto
al que asistimos fue catalizado por influencias ajenas a la Corte. Pero
no parecen ser esos los factores que intervienen en este caso. Se trata
más bien de la desafortunada conjunción de muy personales y encontradas
ambiciones de poder con el choque de criterios jurídicos, doctrinarios o
de procedimiento, también contrapuestos.
Su excesiva visibilidad
deteriora la imagen del tribunal destinado por excelencia a proyectar la
imagen de la majestad de la justicia. Por eso digo que no es un asunto
trivial: por algo muchos países dotan a sus altos magistrados de una
vestimenta especial orientada a marcar su autoridad.
Para desentrañar el conflicto, empecemos por su catalizador: Elisa
Carrió y su antigua -y vigente– campaña contra el ex titular de la Corte
Ricardo Lorenzetti, y sus colaboradores más allegados: la ya
defenestrada administradora de la información pública del tribunal María
Bourdin y el todavía en funciones administrador de sus recursos
financieros Héctor Marchi. Cuando hubo que cubrir dos plazas vacantes en
la Corte, el presidente Mauricio Macri propuso a Carlos Rosenkrantz, y
Carrió a Horacio Rosatti, a quien conocía desde los tiempos de la
Convención Constituyente que sesionó en Paraná. Y cuando en septiembre
Lorenzetti pidió a sus pares una renovación anticipada de su mandato
como jefe del tribunal, Rosenkrantz, Rossatti y Elena Highton se la
negaron y pusieron a Rosenkrantz en su lugar. Imposible desconocer en
ese inesperado sacudón la decisiva influencia de Carrió, por vía de
Rosatti y probablemente también de Highton, cuyo voto singularizó en un
mensaje público: “Highton de Nolasco va a ser recordada por haberle
hecho un gran bien a la República y a la Patria”.
Pasemos a las ambiciones de poder. Rosenkrantz, el actual presidente
del tribunal, procura defender su posición frente al asedio de dos de
sus colegas: Rosatti, quien desde un principio se imaginó a sí mismo en
la jefatura de la Corte, y Lorenzetti, que nunca se imaginó a sí mismo
fuera de la jefatura de la Corte (excepto en el sueño de una carrera
política que ahora ve seriamente amenazada.) El quinto integrante, Juan
Carlos Maqueda, parece al margen de este juego de ambiciones, lo mismo
que Highton, sumida además en una confusión de lealtades que la impulsan
a estampar su firma bajo ciertas decisiones y luego tacharla.
Lorenzetti desafió a Rosenkrantz desde el día uno, cuando le retaceó la
contraseña para acceder al sistema de información en línea que manejaba
Bourdin, lo sacó de las casillas, y le hizo cometer varias torpezas. A
partir de entonces, cuando comprobó que su sucesor carecía de cintura política,
se dedicó a recomponer desde el margen su propia autoridad en el cuerpo
y a limar a Rosenkrantz hasta lograr una acordada que prácticamente
redujo sus atribuciones a lo meramente ceremonial.
Lorenzetti consiguió también un respaldo decisivo de sus colegas para
la continuidad en funciones del administrador Marchi, a quien Carrió
había acusado en la justicia por enriquecimiento ilícito y lavado de
dinero, y sobre cuya gestión había reclamado a Rosenkrantz una
auditoría. En su embestida contra Marchi la líder de la Coalición Cívica
sufrió tres reveses: el juez Sergio Torres desestimó su denuncia por
inexistencia de delito, Marchi la demandó por daños y perjuicios, y
cuando la diputada pretendió ampararse en sus fueros una cámara le negó
ese derecho. Pero lo que más mortificó a Carrió fue ver a su protegido
Rosatti votando junto a Lorenzetti en respaldo de Marchi. “Quiero ver
cuánto dura la adhesión de Rosatti a Lorenzetti. Pero sepan que en mi
cruzada contra Marchi y Lorenzetti no voy a ceder”, consignó la crónica.
Carrió puede estar tranquila: no hay tal adhesión de Rosatti a
Lorenzetti, ni tampoco hay que creer mucho en su respaldo a Rosenkrantz;
los suyos parecen movimientos tácticos en la estrategia mayor de
suceder a ambos magistrados en la presidencia del tribunal.
Veamos por fin el aspecto doctrinario, que también está en juego en
este entrevero. Los últimos fallos importantes de la Corte sobre
cuestiones ajenas a sí misma han sido contrarios a las expectativas del
Ejecutivo, y han mostrado al presidente del tribunal votando en soledad,
en dos de los tres casos, con argumentos distintos de los del resto de
los magistrados. Como Rosenkrantz es visto como “el juez propuesto por
Macri” y Lorenzetti, Rosatti y Maqueda comparten distintos grados de
cercanía con el justicialismo, algunos comentaristas se apresuraron a
diagnosticar la presencia de una “mayoría peronista” integrada por estos
tres y adversa al oficialismo. Así ocurrió con los fallos sobre la
aplicación del dos por uno para los condenados por los delitos de lesa
humanidad, la constitucionalidad de las leyes de lemas provinciales, y
el índice utilizado para actualizar los haberes jubilatorios.
Sin embargo, una lectura atenta de esos pronunciamientos revela que
lo que diferencia al presidente de la Corte de sus colegas es la manera
de entender la labor judicial, esto es, el criterio que debe primar en
un juez, especialmente en un juez del tribunal constitucional, a la hora
de examinar los casos que llegan a su conocimiento. En la mirada de
Rosenkrantz se impone el apego estricto a la letra de la ley: por eso,
porque la ley no lo prohíbe expresamente, respaldó el beneficio del dos
por uno, y también por eso, porque la ley no le otorga expresamente esa
competencia, se opuso a que la Corte se expida sobre tal o cual índice
de actualización jubilatoria. Coincidió en cambio con sus colegas
respecto de la ley de lemas, porque tres artículos de la Constitución
Nacional dicen que las provincias se dan sus propias instituciones y se
gobiernan por ellas, sin que el gobierno federal tenga nada que decir.
Es claro que las fallas que separan a Rosenkrantz de sus colegas son
menos partidarias, en términos de “oficialismo” y “oposición”, que
doctrinarias. Mientras aquél se inclina por una aplicación “literal” de
la ley, el resto de los altos magistrados se vuelca hacia una lectura
más “interpretativa” del corpus normativo. Este temperamento se ha visto
incluso en el dictado por el Congreso de “leyes interpretativas” (que
para Rosenkrantz son “innovativas”) como la que limitó retroactivamente
el alcance del dos por uno. No es casual que en la última semana se
hayan pronunciado juristas en defensa de una y otra escuela. Roberto
Gargarella, por ejemplo, consideró que “las normas interpretativas
merecen ser, en principio, bienvenidas antes que resistidas” porque
“ofrecen un excelente modo de dar vida a formas más ‘dialogadas’ e
inclusivas de la interpretación constitucional.” Para Andrés Rosler, por
influencia de criterios morales o ideológicos, “ya no discutimos acerca
del derecho válido, sino que preferimos hablar del derecho tal como nos
gustaría que fuera. Ojalá que muy pronto las discusiones acerca de los
fallos de la Corte Suprema vuelvan a ser sobre el Reglamento y dejen de
ser sobre la tribuna.” El reglamento, para usar las palabras de
Rosler, es la obsesión de Rosenkrantz, el presidente de la Corte. Pero
Rosenkrantz, en los fallos y en las fallas del alto tribunal, está solo.
–Santiago González