Causa vértigo.
Por Vicente Massot
 
 
En el curso de unas pocas semanas 
pasaron de creerse los mejores del mundo, o poco menos, a entrar en 
pánico y perder los estribos en punto a sus declaraciones. El que 
primero abrió el fuego fue —en respuesta a la carta abierta firmada, 
días antes, por varios intelectuales de fuste— el ministro de Salud de 
la provincia de Buenos Aires, Daniel Gollán. Con una liviandad notable 
pronósticó que, si acaso se levantaba en el AMBA el aislamiento 
obligatorio, en quince días tendríamos cadáveres apilandose como en San 
Pablo o Nueva York. 
Está claro que la mesura no es su fuerte pero, 
cualquiera que sea el grado de irresponsabilidad del funcionario en 
cuestión, no debería perderse de vista el rango que ostenta. En teoría, 
es quién maneja la crisis sanitaria en la zona más poblada y pobre del 
país. ¡Pequeño detalle! Sin embargo los vaticinios catastrofistas no 
terminaron ahí. Cuando aun no habíamos terminado de procesar aquel 
exabrupto, el vice–ministro de la misma cartera, Nicolás Kreplak, 
también consideró necesario sincerarse y, sin anestesia de ninguna 
naturaleza, dijo: “Creo que estamos en una etapa de ascenso de la curva y
 que hay que producir las medidas de contención que reduzcan la cantidad
 de casos. De lo contrario, en semanas va a colapsar el sistema de 
salud”.
Conviene, al respecto, separar la paja 
del trigo y tratar de determinar, con un mínimo de precisión, lo 
ridículo de lo probable. Gollán es un irresponsable que no mide sus 
palabras con la mesura que le corresponde a un ministro en semejante 
situación. De tan disparatado, lo que expresó escapa al análisis serio. 
Aunque en su jurisdicción se cometiesen todas las torpezas imaginables y
 la cuarentena cesase de un día para otro —algo que nadie piensa—, de 
todas maneras la Argentina se halla a años luz de los Estados Unidos y 
de Brasil en lo que hace al número de infectados y de muertos.
Su mano derecha, en cambio, no exageró 
la nota, no faltó a la verdad, ni echó a rodar hipótesis descabelladas. 
Como las medidas que tomó el gobierno nacional, junto al de la capital 
federal y el de la provincia de Buenos Aires, al par que postergaron el 
pico de contagio no lograron —al cabo de setenta días— aplanar la curva,
 la probabilidad de que colapse el sistema de salud no está a la vuelta 
de la esquina pero no puede descartarse. En el conurbano bonaerense el 
panorama comienza a ser dramático. La idea de retroceder de fase es 
producto de que los casos de coronavirus se multiplicaron por cuatro en 
los últimos catorce días. Las 865 personas infectadas en las villas en 
dos semanas encendieron todas las alarmas en La Plata.
El
 próximo sábado el presidente anunciará la prolongación del encierro en 
el AMBA y —casi con seguridad— pondrá énfasis en la novedosa partitura 
que el equipo de contenidos y propaganda que lo asiste ha imaginado para
 hacer frente a las voces levantadas, en distintos lugares, pidiendo 
volver al trabajo. El discurso oficialista consiste en proclamar que el 
90 % del país está normalizado —o en vías de— y que, por lo tanto, hay 
una campaña orquestada en su contra con el propósito de abandonar la 
cuarentena y dar un salto al vacío de características suicidas. El 
argumento puede resultar verosímil —que es cuanto importa en una 
sociedad mediática de masas— a condición de entender que, útil para 
ganar tiempo y huir hacia adelante, a la larga está condenado a perder 
fuerza y desinflarse como un globo de cumpleaños.
Si el parámetro utilizado para 
determinar la extensión de la normalidad es el geográfico, las 
provincias en donde el aislamiento casi ha desaparecido son mayoría. 
Sólo que existen otras formas de abordar la cuestión. Si en lugar de 
adoptar el criterio antedicho la medición se centrase en el PBI, el 90 %
 arriba mencionado se reduciría dramáticamente. Con la Capital Federal 
cerrada y el Gran Buenos Aires en igual situación, la parte de lejos más
 importante del aparato industrial y de servicios de la Argentina se 
halla inactiva. Unido al hecho de que una cosa es autorizar la 
reapertura de fábricas, negocios, shoppings y kioscos de distinta índole
 y otra, bien diferente, es que puedan hacerlo en este contexto. La 
noción sostenida por el gobierno de que en mayo se tocó fondo —en 
términos de la caída de la actividad económica— es falsa y temeraria si,
 con base en semejante premisa, Martín Guzmán y los demás ministros del 
área planean una salida realista de la pandemia.
Prolongar el encierro obligatorio de la 
manera como está vigente por espacio de seis u ocho semanas más —que es 
el proyecto de Alberto Fernández, secundado por el jefe de gobierno de 
CABA, Horacio Rodríguez Larreta, y Axel Kicillof— tiene dos riesgos y un
 beneficio, según el análisis coincidente de ellos tres. La ventaja está
 dada por los efectos virtuosos de la cuarentena cuando se espera el 
pico de contagios en consonancia con la llegada de la estación invernal.
 La contras son, básicamente, dos: por un lado, las consecuencias 
económico sociales visibles hasta para un ciego y, por el otro, un dato 
que no había dado el presente hasta el momento: la desobediencia civil. 
Las inclemencias económicas pueden maquillarse hasta que pase la 
cuarentena y el oficialismo deba sincerarse con la realidad. Todavía es 
posible barrer la basura debajo de la alfombra. En cambio, si prendiese 
en las gentes del AMBA la tentación de la desobediencia, la prioridad 
excluyente del kirchnerismo —apostar todas sus fichas al aislamiento— 
entraría en crisis.
Que
 desde el 19 de marzo y hasta la última semana del mes de mayo habría 
sectores de la población que no tolerarían la dureza de la cuarentena, 
era una especulación analítica. Ahora se ha transformado en una 
realidad. Por de pronto, las opiniones contrarias al parecer de 
Fernández, Larreta y Kicillof se vocean en público, colman las redes 
sociales y se expresan en movilizaciones automovilísticas como las 
ocurridas diez días atrás —poco más o menos— en Córdoba y en Tigre. Sin 
la espectacularidad de estas últimas, basta caminar a diario por los 
barrios de cualquier lugar del AMBA para darse por enterado de que son 
muchas las personas que han optado por salir a la calle.
A medida que ha transcurrido el tiempo y
 las proyecciones de los infectólogos y funcionarios respecto de cuándo 
se produciría el pico de contagios se fueron corriendo en el calendario,
 la ciudadanía comenzó a perder el miedo. Si en los días y semanas por 
venir finalmente hubiese un crecimiento manifiesto de contagios y de 
muertes, posiblemente el fantasma de la desobediencia civil se 
esfumaría. En caso contrario, …¿quién podría impedir rebeliones varias 
contra el aislamiento? En las contadas oportunidades en las cuales 
pelotones de la policía trataron de impedir —en el ámbito bonaerense— 
asados o partidos de fútbol no autorizados, fueron corridos a piedrazos.
 Las fuerzas de seguridad son las primeras en darse cuenta de que, en 
una administración kirchnerista, la represión —por legítima que ella 
sea— resulta el peor de los pecados.
Las ocho semanas que han sido señaladas 
—desde las oficinas más encumbradas del gobierno de la Capital Federal y
 del de La Plata— como el punto límite de la cuarentena pura y dura en 
el AMBA, suponen que gran parte de sus habitantes estarán, en distinta 
medida, encerrados un lapso igual que el transcurrido entre el día en 
que el presidente de la Nación anunció la cuarentena y el de hoy. Nada 
más y nada menos. A muchos, de sólo pensarlo, les causa vértigo.
 

 
