miércoles, 30 de julio de 2014

LA INDIFERENCIA QUE MATA

LA INDIFERENCIA QUE MATA

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Como addenda a la anterior, ofrecemos el más reciente editorial del Corriere della Sera con la habitual firma de Ernesto Galli della Loggia, a quien recurrimos constatando aquello de que hasta las piedras saben afirmar las evidencias cuando los hombres osan callarlas. (Ahí tenemos el paradigmático caso reseñado por Magister el mes pasado bajo el título de «Francisco, o la diplomacia de los imposibles», cuando el Papa, durante su encuentro con el embajador de Sudán ante la Santa Sede, evitó pedir clemencia por la embarazada condenada a muerte en aquel país por su conversión al catolicismo. Y a su zaga, mil y un vergonzosos prelados que saludan el Ramadam: uno para cada una de las noches de la célebre colección de cuentos orientales).  Hacemos notar que no es completo nuestro acuerdo con lo que aquí se expone: por razones comprensibles entrecomillaríamos el término Shoah, y evitaríamos la recurrencia al socorrido «humanismo» al que se alude en el último párrafo, que no sirve a aclarar nada. Pero creemos que el análisis aquí ensayado resulta de una infrecuente sensatez, y de una no menos usual valentía en un medio de masificación. Deplorar con todas la letras la indiferencia occidental hacia los cristianos perseguidos en los países islámicos, y cifrar esta indiferencia en el trágico abandono de la propia identidad histórico-cultural (léase apostasía), y en la «imposibilidad psicológica de tener un enemigo» (tradúzcase ecumenismo, pluralismo, libertad religiosa en clave herética, frutos todos de aquélla) resulta un diagnóstico acertadísimo. Se trata -así lo creemos- de una sana reacción al suicidio colectivo en pleno vigor, a la vez que una apelación a los sordos poderes públicos a hacer algo por estos hermanos nuestros.  Seamos sinceros: ¿a cuántos aquí en Europa y en Occidente les importará realmente algo del enésimo homicidio de cristianos que volaron ayer por los aires en Kano, Nigeria, por la explosión de una bomba en una iglesia? Y además, ¿a cuántos les ha importado realmente algo de los cristianos obligados a huir de Mosul la semana pasada en el giro de 24 horas, bajo pena de muerte o la conversión forzada al Islam? A nadie. Del mismo modo que nadie ha movido nunca un dedo por todos los cristianos que huyeron de a cientos de miles en todos estos años de Irak, de Siria, de todo el mundo árabe. ¿Cuántas resoluciones han presentado ante la ONU los países occidentales sobre el destino de aquéllos? ¿Cuántos millones de dólares han pedido que se asignara en su favor a los organismos de las Naciones Unidas? Hace ya años que la masacre continúa, casi a diario: decenas y decenas de cristianos son quemados vivos o ultimados en las iglesias de la India, de Pakistán, de Egipto, de Nigeria. Y siempre contando con el silencio o, de cualquier modo, con la inacción general: ¿qué es lo que concretamente se ha hecho, por ejemplo, por las 276 muchachas cristianas secuestradas hace unas semanas (hablamos siempre de Nigeria) por la banda jihadista de Boko Haram por ser culpables -¡nada menos!- de querer ir a la escuela, y enviadas por ello a un destino fácil de imaginar?
Las dos razones principales de esta vasta indiferencia son obvios. La primera es que cada vez nos resulta más difícil sentirnos -y aún más decirnos- cristianos. No se trata sólo de la simple pérdida de la fe, cosa que por supuesto también cuenta. Se trata de aquello que hay a nuestras espaldas. Un par de siglos de pensamiento crítico laico, especialmente su gigantesca vulgarización / banalización vuelta posible gracias al desarrollo de los mass media, le han robado al cristianismo, a los ojos de los más, la dignidad sociocultural de otrora. Hace tiempo que ser y llamarse a sí mismos cristianos no sólo ya no es más intelectualmente apreciado, sino que en muchos ambientes es casi juzgado como inaceptable. El cristianismo no es para nada "elegante", y a menudo comporta en detrimento de quien lo practica una especie de tácita pero sustancial exclusión. La atmósfera cultural dominante en las sociedades occidentales juzga como algo primitivo (en el mejor de los casos un "placebo" para espíritus débiles, como algo íntimamente predispuesto a la intolerancia y a la violencia) a la religión en general. En especial a las religiones monoteístas. En teoría a todas, pero luego, en la práctica, en el discurso público más difundido, casi solamente al cristianismo, y en especial el catolicismo, con la consecuente excepción del judaísmo y el Islam: el primero por obvias razones histórico-morales relacionadas (¿pero por cuánto tiempo?) con la Shoah; el segundo simplemente por miedo. Sí, debemos decirlo: por miedo. Europa tiene miedo, y esta es la segunda razón de la indiferencia que he mencionado antes. Le tiene miedo al Islam árabe, a su poder de chantaje económico ya no ligado únicamente al petróleo, sino ahora también a una liquidez financiera extraordinaria. Al mismo tiempo, y sobre todo, le tiene miedo al terrorismo despiadado, a tantas guerrillas que dicen estar inspiradas por el Islam, a su barbarie feroz, así como a los movimientos de revuelta que agitan periódicamente en los profundo a las masas de aquel mundo, siempre impregnadas de una susceptibilidad muy fácil de encender y proyectarse en una enconada xenofobia. Pero no solamente. El Islam nos da miedo también porque su sola presencia -como, por lo demás, la de otras grandes entidades no benévolas que habitan hoy el planeta, como China- indirectamente nos obliga a hacer las cuentas con una gran mutación que está en curso en nuestra cultura y, por ello, en nuestra civilización: la imposibilidad psicológica de tener un «enemigo», de sostener una situación de conflictualidad sin componendas. Una imposibilidad que, unida al rechazo / remoción de la muerte -muerte que el ocaso de la religión hace imposible de aceptar, y por ello de exorcizar de alguna manera- está produciendo a su vez en Occidente un gigantesco punto de inflexión histórico: la virtual imposibilidad para nosotros de pensar y hacer la guerra. Al menos de aquella guerra no combatida por máquinas impersonales y sofisticadas, sino la verdadera guerra, aquella en la que se muere. Pero, ¿qué es lo que saben de todo esto los cristianos de las antiquísimas comunidades de Mosul o de Alepo, y todos los otros esparcidos desde el África a la India? ¿Qué pueden saber? En este punto, supongo, ellos sólo se habrán percatado de la verdad que cuenta para ellos: es decir, de tener bien pocas esperanzas si esperan una ayuda que provenga de aquí. De los cristianos y de su religión, a la actual Europa le importa cada vez menos. Se puede estar seguros de que cualquier intervención en su favor sería pronto juzgada como inadmisible, indebidamente discriminatoria, culpablemente lesiva del derecho a la igualdad de todos respecto a todo. Que así sea. Pero Dios no quiera que esto no sea más que un comienzo, el comienzo de algo de lo que justamente en estos días no faltan señales premonitorias. En una Europa invadida por la secularización, en una Europa cuyas fuentes espirituales se están rápidamente arideciendo por el desprecio decretado por doquier contra todo humanismo, no puede sino establecerse una relación fatalmente necesaria, de hecho, entre la indiferencia hacia el Cristianismo y el antisemitismo. Es la misma indiferencia hacia aquello que no se puede expresar por los números, hacia aquello que viene de la profundidad de los tiempos y de los corazones y que se agita en la oscuridad de las almas: osando mirar hacia arriba, más arriba que el punto donde alcanza la mirada humana.