LO QUE FRANCISCO OMITIRÁ DECIR EN SU ENCÍCLICA
Si en esta alocada sazón del mundo contásemos al menos con un Papa
católico, posiblemente no tendríamos que pasar el trago amargo de la
publicación de una encíclica sobre ecología, como la ya largamente
anunciada por Su Discretísima Santidad para marzo próximo.
O, en caso de
que esta carta tuviese que escribirse, la esperaríamos como confutación
de la marea ideológica que viene tiñendo la cuestión del medio
ambiente, rehusando para tal fin todo consejo que pudiera brindar, v.g.,
un Leonardo Boff, boffetada de Anagni para un cabal sentido católico de
la Creación. Y si las directrices del pensamiento de Francisco no
fuesen reiterativas y previsibles como el vicio, saludaríamos quizás en
la clamoreada encíclica el arbitraje católico en materia tan tristemente
lastrada por errores, omisiones y mistificaciones, según consta hasta
el cansancio. Habrá que descontar, por el contrario, que la progenie de
Judas continúe pagando en nombre de la Iglesia el consabido tributo al
discurso oficial articulado por periodistas y políticos.
Si no fuera por sus desafueros intrínsecos, el discurso ecologista
debería despertar sospechas por el sólo hecho de gozar de tanta
publicidad, por haber ganado un lugar preeminente en los contenidos de
la estragadísima escuela de nuestros años, por concitar las tertulias
-con tufo a logia- de varias de las más funestas personalidades de la
alta política mundial. Más que auténtica y medular réplica al actual
estado de cosas en el mundo, se diría una "disidencia programada", el
bocado ofrecido por la élites gobernantes a los tontos que se precian de
rebeldes: de hecho ha sido advertido cómo, tras la caída del bloque
soviético, el rápido poder aglutinador de las reivindicaciones
ecologistas ganó muchas voluntades antes adscritas al discurso marxista y
desorientadas ante su pálido finiquito. Huelga señalar, pues, la
gravedad de que la Iglesia aparezca cohonestando estas majaderías.
Y así será, si Dios no fulmina antes a Bergoglio con un rayo como el que
sacudió a la cúpula de San Pedro el día de la abdicación de Benedicto.
En tanto, y a la espera de documento tan poco promisorio, nos limitamos a
adelantar apenas algunas de las cosas que Francisco no atinará siquiera
a insinuar en su eco-encíclica. A saber:
- que la Tierra no es un fetiche sino el rastro de la obra del Creador. Que todas las criaturas son vestigia Dei y que entre éstas el hombre, por el poder que se le ha concedido sobre toda la Creación material, es imago Dei, llamado a ser su similitudo según
el orden de la gracia. Lo que supone que el fin remoto de todo humano
operar no queda circunscrito a los lindes terrenos, sino que se proyecta
a la gloria ultraterrena. Limitar esta dignidad, o proponer una
dignidad fundada en otro principio, supone también un atentado contra la
naturaleza -específicamente: contra la naturaleza humana.
- Porque se debe recordar que el tan blasonado término «naturaleza»
entraña un doble significado: el primero, como el «conjunto de todos los
seres creados»; el segundo (y hoy más resistido, a expensas de las
ulcerosa difusión del existencialismo ateo, el deconstructivismo y demás
filfas urdidas a medida de la pequeñez del hombre moderno) supone la
«esencia en tanto principio de la actividad». Urge recuperar esta
segunda acepción, que pone un coto a la hybris y al desatino
contemporáneos. Pues si el hombre atenta contra el equilibrio ecológico
-como se lo denuncia en todos los idiomas- es porque finge desconocer
que hay unas leyes ínsitas en su misma constitución creatural, y que
éstas limitan sus operaciones.
- Lo que dirige la mirada a un Dios que es no sólo misericordioso, como se acostumbra presentarlo para encubrir arteramente nuestros delitos, sino también legislador,
pues a todos los seres les dio leyes inmutables, inseparables de su
específica consistencia. Y al hombre, como ser de naturaleza compuesta
-carne y espíritu-, aparte de las leyes que regulan sus operaciones
necesarias le dio preceptos morales, para regular su libertad según el
bien. Esto obliga a recuperar, en el contexto de la preocupación por el
respeto a la naturaleza, el concepto hoy perimido de «pecado contra
natura», que supone una doble y violenta transgresión: contra las leyes
que regulan la sexualidad según su específico fin (válidas para todos
los animales sexuados), y contra el Decálogo, expresión escrita de lo
que llamamos «ley natural». La por muchos motejada como «agenda gay» de
Bergoglio (con inclusión de audiencias privadas y abrazos a transexuales) no deja lugar a muy católicas expectativas a este respecto.
- Esto también obliga a censurar la inconsecuencia e hipocresía latentes
en la solicitud por el ecosistema de parte de aquellos grupos que
cultivan parejamente la indiferencia, la admisión o incluso la promoción
del crimen del aborto. Un pontífice que hablara según el Espíritu no
dejaría de conminar a los movimientos y dirigentes ecologistas a
pronunciarse sobre esta cuestión, y a condenar sin cortapisas toda
incongruencia que ésta proyecte sobre el orden lógico aun antes que en
el de las conductas -que se verán invariablemente afectadas por aquella
inicial defección.
- Por el mismo motivo por el que sabemos que las cosas salieron buenas
de las manos del Creador y el pecado del hombre introdujo el desorden en
el cosmos, una auténtica mirada católica sobre la naturaleza no puede
enturbiarse con mitologías de cuño rousseauniano: nuestro estado es el
de naturaleza caída. Por lo demás, la historicidad y la cultura,
dimanadas de la condición espiritual del hombre, le son a éste
connaturales. Es menester recomendar la enseñanza de aquellos hombres
como Chesterton que, firmemente fundados en la ortodoxia católica,
propusieron una sensata salida del atolladero de la modernidad a través
del distributismo, doctrina informada por principios fundados en la
Doctrina Social de la Iglesia. Se debe dar al traste con la distorsión
romántica de la naturaleza para trazar el encomio de la ruralidad como
soporte y ámbito de la tradición: a trueque del concepto abstracto de
«tierra», las concretas tradiciones campesinas con la religión al
centro. La gran ciudad moderna es cosa «contra natura» decía Rilke, y
Ortega recordaba cómo la urbs imperial romana, en tiempos de su
mayor esplendor, miraba asiduamente al campo, donde los propios jefes
militares montaban a menudo sus castra y tenían sus quintas no sólo para solaz sino para labranza y ganadería.
No tenemos la esperanza de que Bergoglio trate ni por asomo alguno de
estos ítems. Ni que recuerde cuánto el Redentor supo apoyar su
predicación de las realidades espirituales en hechos y cosas tomados de
la observación diaria de la naturaleza y las sencillas costumbres
aldeanas, lo que es suficiente a ilustrar cuánto sea para nosotros
inescindible la relación entablada entre ambos orbes -celeste y
terrestre- a instancias de la Encarnación. Urge, pues, una mayor
atención a los hechos eminentemente espirituales, que son los que
dirigen eficazmente las acciones humanas, para lo que no está demás
volver a las anécdotas y relatos rurales que, con carácter de
advertencia alegórica, pueden indicar las soluciones que se nos viene
escatimando en esta hora trágica para el espíritu.
Lo hemos visto esta mañana con nuestros ojos, para no ir tan lejos:
bandadas de bandurrias que le ponían un volátil manto de ébano al campo
recientemente segado. Resulta que la alfalfa, antes de la siega, había
atraído gran cantidad de isocas (pequeñas mariposas entre amarillas y
anaranjadizas que dejan sus huevos adheridos en los tallos de las
plantas. De allí eclosionan los voracísimos gusanos capaces de dar
cuenta en tres o cuatro días de todo un alfalfar). Las faenas mecánicas
(corte y enfardado) truncaron el avance de la plaga, y las aves fueron
suficientemente atentas como para reconocer el desparramo de vermes en
toda la extensión del potrero. Así los querríamos a nuestros pastores,
capaces de descender del cielo de la oración y de la bien llevada
dignidad apostólica al labrantío de la Iglesia, y de extirpar todos los
errores que infestan al Cuerpo Místico de Cristo en la persona de los
apóstatas latentes, activos siempre para demoler. Un papa capaz de
condenar explícitamente la peste de las malas doctrinas y de separar a
los herejes, consciente de la alta e impar autoridad que lo asiste.
Capaz también de recordar a los poderes públicos la responsabilidad que
les compete de favorecer la verdad y combatir el error, al precio de ser
severamente juzgados el día de la cólera de Dios, que será a la vez el
tiempo de premiar a los piadosos «y de arruinar a los que arruinaron la
tierra» (Ap 11, 18) con sus doctrinas perversas. Incluidas las
ambientalistas.
Lo viene señalando hace años el padre Sanahuja:
el proyecto, de parte de empinadas personalidades políticas y
financieras internacionales, de sustituir el Decálogo por una así
llamada "nueva ética planetaria", promotora de la "vida sustentable".
Los únicos "pecados" que esta nueva ética tendrá por tales serán los que
afecten directamente a la Madre Tierra, aun al precio de que para
fiscales del caso haya que convocar a ecologistas del piso quince.
Habría que recriminarle entonces a Bergoglio: ¿a quién sirve que
adoptemos la jerga y las gárgaras de los ideólogos y sus ideologizadas
víctimas? Si por fuerza de las circunstancias hemos de compartir el
planeta con los eco-fundamentalistas, al menos no sufraguemos sus
dislates. Recordemos la imperiosa lección de san Jerónimo: con los herejes no debemos tener en común ni siquiera las palabras, para que no dé la impresión de que favorecemos sus errores.
El Poverello de Asís ataviado con la jeta de Boff |