jueves, 29 de enero de 2015

LO QUE FRANCISCO OMITIRÁ DECIR EN SU ENCÍCLICA

LO QUE FRANCISCO OMITIRÁ DECIR EN SU ENCÍCLICA

 
Bandurria mora
    Si en esta alocada sazón del mundo contásemos al menos con un Papa católico, posiblemente no tendríamos que pasar el trago amargo de la publicación de una encíclica sobre ecología, como la ya largamente anunciada por Su Discretísima Santidad para marzo próximo. 
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O, en caso de que esta carta tuviese que escribirse, la esperaríamos como confutación de la marea ideológica que viene tiñendo la cuestión del medio ambiente, rehusando para tal fin todo consejo que pudiera brindar, v.g., un Leonardo Boff, boffetada de Anagni para un cabal sentido católico de la Creación. Y si las directrices del pensamiento de Francisco no fuesen reiterativas y previsibles como el vicio, saludaríamos quizás en la clamoreada encíclica el arbitraje católico en materia tan tristemente lastrada por errores, omisiones y mistificaciones, según consta hasta el cansancio. Habrá que descontar, por el contrario, que la progenie de Judas continúe pagando en nombre de la Iglesia el consabido tributo al discurso oficial articulado por periodistas y políticos.
El Poverello de Asís
ataviado con la jeta de Boff
Si no fuera por sus desafueros intrínsecos, el discurso ecologista debería despertar sospechas por el sólo hecho de gozar de tanta publicidad, por haber ganado un lugar preeminente en los contenidos de la estragadísima escuela de nuestros años, por concitar las tertulias -con tufo a logia- de varias de las más funestas personalidades de la alta política mundial. Más que auténtica y medular réplica al actual estado de cosas en el mundo, se diría una "disidencia programada", el bocado ofrecido por la élites gobernantes a los tontos que se precian de rebeldes: de hecho ha sido advertido cómo, tras la caída del bloque soviético, el rápido poder aglutinador de las reivindicaciones ecologistas ganó muchas voluntades antes adscritas al discurso marxista y desorientadas ante su pálido finiquito. Huelga señalar, pues, la gravedad de que la Iglesia aparezca cohonestando estas majaderías. Y así será, si Dios no fulmina antes a Bergoglio con un rayo como el que sacudió a la cúpula de San Pedro el día de la abdicación de Benedicto. En tanto, y a la espera de documento tan poco promisorio, nos limitamos a adelantar apenas algunas de las cosas que Francisco no atinará siquiera a insinuar en su eco-encíclica. A saber: - que la Tierra no es un fetiche sino el rastro de la obra del Creador. Que todas las criaturas son vestigia Dei y que entre éstas el hombre, por el poder que se le ha concedido sobre toda la Creación material, es imago Dei, llamado a ser su similitudo según el orden de la gracia. Lo que supone que el fin remoto de todo humano operar no queda circunscrito a los lindes terrenos, sino que se proyecta a la gloria ultraterrena. Limitar esta dignidad, o proponer una dignidad fundada en otro principio, supone también un atentado contra la naturaleza -específicamente: contra la naturaleza humana. - Porque se debe recordar que el tan blasonado término «naturaleza» entraña un doble significado: el primero, como el «conjunto de todos los seres creados»; el segundo (y hoy más resistido, a expensas de las ulcerosa difusión del existencialismo ateo, el deconstructivismo y demás filfas urdidas a medida de la pequeñez del hombre moderno) supone la «esencia en tanto principio de la actividad». Urge recuperar esta segunda acepción, que pone un coto a la hybris y al desatino contemporáneos. Pues si el hombre atenta contra el equilibrio ecológico -como se lo denuncia en todos los idiomas- es porque finge desconocer que hay unas leyes ínsitas en su misma constitución creatural, y que éstas limitan sus operaciones. - Lo que dirige la mirada a un Dios que es no sólo misericordioso, como se acostumbra presentarlo para encubrir arteramente nuestros delitos, sino también legislador, pues a todos los seres les dio leyes inmutables, inseparables de su específica consistencia. Y al hombre, como ser de naturaleza compuesta -carne y espíritu-, aparte de las leyes que regulan sus operaciones necesarias le dio preceptos morales, para regular su libertad según el bien. Esto obliga a recuperar, en el contexto de la preocupación por el respeto a la naturaleza, el concepto hoy perimido de «pecado contra natura», que supone una doble y violenta transgresión: contra las leyes que regulan la sexualidad según su específico fin (válidas para todos los animales sexuados), y contra el Decálogo, expresión escrita de lo que llamamos «ley natural». La por muchos motejada como «agenda gay» de Bergoglio (con inclusión de audiencias privadas y abrazos a transexuales) no deja lugar a muy católicas expectativas a este respecto. - Esto también obliga a censurar la inconsecuencia e hipocresía latentes en la solicitud por el ecosistema de parte de aquellos grupos que cultivan parejamente la indiferencia, la admisión o incluso la promoción del crimen del aborto. Un pontífice que hablara según el Espíritu no dejaría de conminar a los movimientos y dirigentes ecologistas a pronunciarse sobre esta cuestión, y a condenar sin cortapisas toda incongruencia que ésta proyecte sobre el orden lógico aun antes que en el de las conductas -que se verán invariablemente afectadas por aquella inicial defección. - Por el mismo motivo por el que sabemos que las cosas salieron buenas de las manos del Creador y el pecado del hombre introdujo el desorden en el cosmos, una auténtica mirada católica sobre la naturaleza no puede enturbiarse con mitologías de cuño rousseauniano: nuestro estado es el de naturaleza caída. Por lo demás, la historicidad y la cultura, dimanadas de la condición espiritual del hombre, le son a éste connaturales. Es menester recomendar la enseñanza de aquellos hombres como Chesterton que, firmemente fundados en la ortodoxia católica, propusieron una sensata salida del atolladero de la modernidad a través del distributismo, doctrina informada por principios fundados en la Doctrina Social de la Iglesia. Se debe dar al traste con la distorsión romántica de la naturaleza para trazar el encomio de la ruralidad como soporte y ámbito de la tradición: a trueque del concepto abstracto de «tierra», las concretas tradiciones campesinas con la religión al centro. La gran ciudad moderna es cosa «contra natura» decía Rilke, y Ortega recordaba cómo la urbs imperial romana, en tiempos de su mayor esplendor, miraba asiduamente al campo, donde los propios jefes militares montaban a menudo sus castra y tenían sus quintas no sólo para solaz sino para labranza y ganadería.
No tenemos la esperanza de que Bergoglio trate ni por asomo alguno de estos ítems. Ni que recuerde cuánto el Redentor supo apoyar su predicación de las realidades espirituales en hechos y cosas tomados de la observación diaria de la naturaleza y las sencillas costumbres aldeanas, lo que es suficiente a ilustrar cuánto sea para nosotros inescindible la relación entablada entre ambos orbes -celeste y terrestre- a instancias de la Encarnación. Urge, pues, una mayor atención a los hechos eminentemente espirituales, que son los que dirigen eficazmente las acciones humanas, para lo que no está demás volver a las anécdotas y relatos rurales que, con carácter de advertencia alegórica, pueden indicar las soluciones que se nos viene escatimando en esta hora trágica para el espíritu. Lo hemos visto esta mañana con nuestros ojos, para no ir tan lejos: bandadas de bandurrias que le ponían un volátil manto de ébano al campo recientemente segado. Resulta que la alfalfa, antes de la siega, había atraído gran cantidad de isocas (pequeñas mariposas entre amarillas y anaranjadizas que dejan sus huevos adheridos en los tallos de las plantas. De allí eclosionan los voracísimos gusanos capaces de dar cuenta en tres o cuatro días de todo un alfalfar). Las faenas mecánicas (corte y enfardado) truncaron el avance de la plaga, y las aves fueron suficientemente atentas como para reconocer el desparramo de vermes en toda la extensión del potrero. Así los querríamos a nuestros pastores, capaces de descender del cielo de la oración y de la bien llevada dignidad apostólica al labrantío de la Iglesia, y de extirpar todos los errores que infestan al Cuerpo Místico de Cristo en la persona de los apóstatas latentes, activos siempre para demoler. Un papa capaz de condenar explícitamente la peste de las malas doctrinas y de separar a los herejes, consciente de la alta e impar autoridad que lo asiste. Capaz también de recordar a los poderes públicos la responsabilidad que les compete de favorecer la verdad y combatir el error, al precio de ser severamente juzgados el día de la cólera de Dios, que será a la vez el tiempo de premiar a los piadosos «y de arruinar a los que arruinaron la tierra» (Ap 11, 18) con sus doctrinas perversas. Incluidas las ambientalistas. Lo viene señalando hace años el padre Sanahuja: el proyecto, de parte de empinadas personalidades políticas y financieras internacionales, de sustituir el Decálogo por una así llamada "nueva ética planetaria", promotora de la "vida sustentable". Los únicos "pecados" que esta nueva ética tendrá por tales serán los que afecten directamente a la Madre Tierra, aun al precio de que para fiscales del caso haya que convocar a ecologistas del piso quince. Habría que recriminarle entonces a Bergoglio: ¿a quién sirve que adoptemos la jerga y las gárgaras de los ideólogos y sus ideologizadas víctimas? Si por fuerza de las circunstancias hemos de compartir el planeta con los eco-fundamentalistas, al menos no sufraguemos sus dislates. Recordemos la imperiosa lección de san Jerónimo: con los herejes no debemos tener en común ni siquiera las palabras, para que no dé la impresión de que favorecemos sus errores.