Síntomas graves de descomposición
EN FOCO. Tantas anormalidades
juntas no suceden en ningún país sin convulsiones políticas grandes y
duraderas.
Mirada a la distancia, geográfica o temporal, la
Argentina política parece sumida en una descomposición a la cual la van
sometiendo su persistente inoperancia y desvergüenza. Aquella distancia
posee un sentido y un valor: la conmoción por la muerte del fiscal Alberto Nisman, de la que se cumplen
nueve días, no se diluye por el vértigo de los acontecimientos cotidianos que
suelen ensuciar la escena de hojarasca.
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Las conjeturas sobre el colaborador
ahora imputado que le facilitó el arma, los custodios separados de sus cargos,
el periodista que divulgó primero la noticia y debió exiliarse, el retorno a la
pantalla de
Cristina Fernández en silla de ruedas, su anuncio para crear una nueva
Inteligencia, no desenfocan la gravedad medular del episodio: que un
funcionario judicial que denunció a la Presidenta por supuesto encubrimiento de
terroristas iraníes que volaron la AMIA y mataron a 85 personas, apareciera sin
vida en el baño de su departamento.
Aquel impacto atornillado en la memoria permite diseñar
un cuadro más acabado de la pestilente realidad. Es lógico que la
muerte de Nisman absorba ahora la atención y el interés de la opinión pública.
Pero no debería olvidar, por su propia salud futura, que la cima del gobierno
kirchnerista antes de la muerte del fiscal ofrecía –sigue ofreciendo–estos
pergaminos: la Presidenta bajo sospecha por lavado de dinero con el empresario
K Lázaro Báez; el vicepresidente, Amado Boudou, con un doble procesamiento. Uno
de ellos por la adquisición de Calcográfica Ciccone, donde se imprimieron
millones de billetes moneda nacional. Todos los otros componentes de la
corrupción del poder, comparados con esos episodios, parecerían simples
menudencias.
Valdría la pena reiterarlos, en un solo cuerpo, para
calibrar la dimensión de su gravedad. Muere un fiscal que acusa de
encubrimiento terrorista a una Presidenta sobre quien pesan sospechas por
lavado de dinero, con un vice comprometido, entre otras cosas, por comprar una
imprenta que fabricó moneda nacional. En pocos rincones del mundo esas
cosas transcurrirían, sin grandes y duraderas convulsiones políticas, como
acontece en la Argentina.
Sucede que el espectáculo de la anormalidad política se
ha convertido en algo habitual. No sería patrimonio del kirchnerismo aunque
esta década ha sido pródiga con ese propósito. ¿Es común, por ejemplo, que un
mandatario, como ocurrió con Cristina, esté desaparecido de la vista pública
durante 35 días? ¿Lo es que frente a un hecho de la magnitud de la muerte del
fiscal Nisman se haya entretenido con insólitas especulaciones por Facebook? ¿Podría un
mandatario ser tan frío e indiferente con una tragedia como la del fiscal?
Revisando la historia se podría comprender, tal vez, esa
conducta. Cristina –también en parte Néstor Kirchner–siempre
exhibió un
vínculo traumático con las situaciones trágicas y políticamente adversas. Recordemos lo que
aconteció con la pareja, en silencio y recluida en Santa Cruz, cuando pasó
Cromañón. Cristina lo reiteró con cada hecho fatal de inseguridad, con la
tragedia de Once y ahora con la muerte del fiscal. La excepción fue su forzada
recorrida bonaerense tras las fatales inundaciones del 2012.
Quizá esa forma de reaccionar desnude la calidad y la
talla de su verdadero liderazgo. Esa condición se fragua también, y sobre
todo, en la adversidad. Más allá incluso de los vaivenes de las simpatías
populares. A Francois Hollande lo sorprendió en Francia la masacre terrorista
contra la revista de humor Charlie Hebdo en los sótanos de su popularidad. Pero
dio la cara de inmediato, explicó, tomó decisiones. Hoy los franceses lo
estarían mirando un poquito mejor.
El comportamiento y las argumentaciones de Cristina,
entonces, estarían a un abismo de lo que requerirían las presentes
circunstancias. Su aparición del lunes por TV fue un hilván perfecto entre
falacias y perversidades. Falacia: que Kirchner no haya tenido nada que ver con
la nominación de Nisman para investigar el atentado en la AMIA. Perversidad:
referencias personales contra el único imputado, Diego Lagomarsino, el hombre
que cedió su arma al fiscal. Con tal ejemplo, ¿qué se le podría achacar al
peronismo que no hizo más que repetir las fabulaciones presidenciales sobre un
complot contra el Gobierno? ¿Acaso el peronismo ha sido diferente en esta
década? ¿Acaso se animó alguna vez a la hendija de una disidencia o un debate?
Actúa por repetición. Se advierte en el PJ una cáscara, un vacío, la
inexistencia de pensamiento. Eso constituye, antes o después, un certificado de
defunción para cualquier proyecto político.
La única usina que funciona a gatas sería la vanguardia
intelectual kirchnerista. Pero esa vanguardia es añosa, se remonta a los 70 y parece haber
prostituído gran parte de los valores que en aquella época dijo defender. Uno de sus miembros
justificó la muerte de Nisman opinando que “no era un
buen fiscal”. Otro connotado habló de que le tiraron “un
cadaver a Cristina para intentar un golpe de Estado”. Tampoco se advierten
sucesores en ese terreno. Los jóvenes camporistas son sólo gerentes de la
política. U hombres de negocios con el Estado. Esa orfandad representa un drama
para nuestro país porque no se vislumbra el nacimiento de ninguna corriente,
sin reparos de ideologías, sectores, ni partidos. Predomina el paisaje del
empobrecimiento.
Esto explicaría también muchas de las situaciones en
torno a la muerte de Nisman. El encarnizamiento político que estalló por su
acusación contra Cristina y la falta de protección del Estado hacia él. El
fiscal pudo haber querido prescindir de sus custodios el día antes de morir;
sus custodios pueden haber sido inoperantes o haber formado parte de un
presunto complot para que Nisman muriera. Pero ambas cuestiones serían
demostrativas de que en ningún lugar del Estado –empezando por el Poder
Ejecutivo– se concedió al funcionario y a su papel institucional la
importancia que debía merecer. La reacción inicial K fue el vituperio y la
descalificación.
Ahora la pesada carga del conflicto recae en las
espaldas de la fiscal Viviana Fein, que intenta dilucidar qué fue lo que pasó
el fin de semana del 17 y 18. Se trata de una mujer de buena reputación que, a priori,
pareciera acarrear todas las responsabilidades para que el caso se aclare o no.
Sería injusto. La fiscal dispone medidas pero no está en aptitud de controlar
investigaciones y pericias que se derivan hacia otros estamentos, de la
Justicia, de las fuerzas policiales y de seguridad. Allí la inoperancia se
enredaría con las guerras que en cada uno de esos ámbitos detonó por años el
kirchnerismo. Difícil rescatar la verdad entre una avalancha de mentiras,
sentenció el domingo en Clarín el escritor italiano Roberto Saviano,
especialista en desnudar tramas mafiosas.
Fein trabaja además con los recursos que tiene y no
recibiría de la procuradora general, Alejandra Gils Carbó, ningún
apuntalamiento excepcional como lo ameritaría la seriedad del caso. Está
sometida a una intensísima presión en tiempo de descuento de su carrera: en
septiembre pasado inició los trámites de la jubilación.
La excepcionalidad del momento tampoco estaría siendo
advertida por aquellos dirigentes que están llamados a gobernar el país desde
diciembre. Dejan la impresión de que esperan que el Gobierno se pudra en su
crisis para sacar luego provecho electoral. Mauricio Macri y Ernesto Sanz
fueron, tal vez, los más activos y visibles desde la muerte de Nisman en
comparación con Sergio Massa, Daniel Scioli, Julio Cobos o Hermes Binner. Pero
resultaron gestos individuales para una situación que demandaría mucho más.
Cualquiera de ellos, solo, no podrá lidiar a futuro con la miseria
política e institucional que dejará el kirchnerismo.