miércoles, 28 de enero de 2015

"EL ORDEN NATURAL"-Por Carlos Alberto Sacheri-PARTES 36-LA MONEDA Y EL CRÉDITO 37-LA COGESTIÓN 38- LA ECONOMÍA INTERNACIONAL



"EL ORDEN NATURAL"


Carlos Alberto Sacheri


"MUERTO POR DIOS Y POR LA PATRIA"


PARTES
36-LA MONEDA Y EL CRÉDITO
37-LA COGESTIÓN
38- LA ECONOMÍA INTERNACIONAL 



36. LA MONEDA Y EL CRÉDITO
Uno de los aspectos del orden económico que manifiestan más claramente la profundidad y coherencia del pensamiento social de la Iglesia, es el referente a la moneda y el crédito. Desde los principios del Cristianismo, los Padres de la Iglesia iniciaron la formulación de una doctrina respecto de esta institución clave de todo recto or­denamiento de la economía, cual es la moneda. A lo largo de los siglos, diversos autores continuaron profundizando la doctrina “del justo precio” , condenando la usura y desarrollando la doctrina de la justicia en sus aplicaciones a la economía: Tomás de Aquino, Antonino de Florencia y los teólogos españoles del siglo XVI, jalonan con admirables aportes el esfuerzo ininterrumpido del pensamien­to cristiano para esclarecer los principios básicos de la política mone­taria y crediticia, hoy en día tan distorsionados por la prédica del liberalismo económico.
La moneda según el capitalismo liberal
Dado que la doctrina liberal ha presidido la formulación de la ciencia económica moderna, resulta indispensable referirnos a su peculiar concepción de la naturaleza de la moneda y su función dentro del dinamismo económico.
Inspirado en su materialismo individualista, el liberalismo erigió la acumulación de las riquezas en el fin último de la actividad econó­mica, con total descuido del esencial problema de la distribución social de dichas riquezas. Los primeros mercantilistas afirmaron que la verdadera riqueza consistía en la moneda de oro y de plata, con lo cual se fomentaba el atesoramiento de estos metales. La modifica­ción ulterior de este concepto por Adam Smith el cual sostuvo que la moneda, aún metálica, es mero instrumento de cambio y que a menor cantidad de moneda en circulación, mayor es su poder adquisitivo de otros bienes- no varió la consecuencia fundamen­tal, a saber, que la prosperidad de una economía se mide por la cantidad de moneda metálica que ésta posee.
Las consecuencias principales de esta concepción fueron: 1) toda la economía giró en torno a las nociones de capital y de utilidad; 2) se propició la disminución de los salarios para aumentar las utili­dades del capital, con lo cual se concentró la riqueza en cada vez menos manos; 3) la función de la moneda no fue la de permitir el pleno rendimiento de los factores productivos, sino la de aumentar indefinidamente el capital; 4) se impuso en el mundo entero el culto del patrón oro, como máxima garantía de la salud monetaria; 5) el crédito bancario se instrumentó para aumentar los grandes capitales; 6) el oro ha sido progresivamente sobrevaluado, lo cual se ha tradu­cido en una recesión creciente de la economía internacional; 7) se instauró una permanente dialéctica entre capital y trabajo, en cada economía nacional y en el comercio internacional, con los consi­guientes conflictos y abusos.
La verdadera naturaleza de la moneda
La concepción de los autores cristianos respecto de la naturale­za y función de la moneda es muy diferente de la liberal. Como ya lo señalara admirablemente Aristóteles (Etica a Nicómaco, libro V) la moneda es una unidad de medida cuya función reside en facilitar el intercambio de los demás bienes. Su carácter es, por lo tanto, meramente instrumental, al servicio de la producción y distribución de los bienes y servicios. El valor en moneda de los diferentes bie­nes está dado por la necesidad que los hombres tienen de los mis­mos, y no por la cantidad de tiempo empleado en producirlos (como enseñó Marx).
El carácter artificial de la moneda como creación humana, exige la participación activa del poder político o Estado, tanto en su crea­ción, como en su uso y distribución al servicio del bien común tem­poral. Puede afirmarse que debe existir una relación estricta entre la cantidad de bienes y servicios producidos anualmente por un país (renta nacional) y la cantidad de moneda utilizada en el mismo (circulante más depósitos bancarios). En otras palabras, la moneda es una parte proporcional de la renta nacional, determinada por las necesidades internas de la producción y por los requerimientos del intercambio con otros países. Como consecuencia de ello, la cantidad de moneda ha de acompañar el aumento o disminución de los bienes producidos, para adecuarse con sano realismo a las necesidades siempre cambiantes de la economía nacional. La esta­bilidad de la moneda empleada en un país no será, en consecuen­cia, algo absolutamente fijo, ni algo determinado por prescripciones externas a la economía nacional, sino que estará dada fundamendalmente por su adecuación a la masa de bienes producidos. Esto último muestra a las claras la oposición entre el culto monetarista de la escuela liberal y neoliberal hacia la moneda y su estabilidad como un fin en sí mismo; y la concepción cristiana de la moneda.
Lo mismo cabe decir respecto del crédito y de su función social. El crédito es el “préstamo para adelantar el empleo del capital contra la amortización mediante el beneficio a obtener” (Messner). Su base es la'‘confianza que la institución tiene en la seriedad del prestatario para el buen uso del crédito que se le otorga. La mayor o menor abundancia de crédito dentro de una economía nacional depende­rá -al igual que la abundancia de moneda circulante- de los reque­rimientos del crecimiento sostenido del producto bruto que debe conjugarse armónicamente con el pleno empleo y con la justa dis­ tribución de la riqueza producida. Corresponde al Estado el velar por una adecuada política monetaria y crediticia que asegure la par­ticipación efectiva de todos los sectores sociales en el incremento de la renta nacional. Tal es la principal función del Estado en materia de economía: la de constituir el árbitro supremo entre los distintos sectores económicos, estimulando y protegiendo el legítimo interés de cada uno, a la vez que controlando su contribución a la riqueza común y contrarrestando sus intereses ilegítimos o egoístas.
El principio clave: la reciprocidad en los cambios
Lo expuesto anteriormente ha puesto de relieve la incidencia que el empleo del instrumento monetario y crediticio tiene para la jus­ta distribución de la riqueza producida en un país. La expresión de la justicia en materia económica está dada esencialmente por el prin­ cipio de la reciprocidad en los cambios (ver cap. correspondiente).
El núcleo de dicho principio radica en que el intercambio de los bienes ha de darse de tal modo que la situación social de cada uno de los agentes que en él participan sea la misma después de operado el intercambio. Como consecuencia de ello, todo aumento que se produzca en la renta nacional deberá ser equitativamente distribuido entre todos los sectores sociales. De lo contrario, el enriquecimien­to de unos se verificará necesariamente a expensas del empobreci­miento proporcional de los demás. En la economía actual, que es muy compleja por la siempre creciente división del trabajo, y alta­ mente dinámica como consecuencia del impacto científico-tecnológico, el mayor desequilibrio se verifica en el incesante incremento de las utilidades del sector financiero (bancos, compañías de seguros, inversoras privadas, etc.) con relación al agropecuario y al industrial. Ello es la resultante lógica de la falsa concepción de la moneda y del crédito antes señalada. Baste mencionar como ejemplos claros de tal distorsión las directivas impartidas por entidades tales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, obsecuen­tes servidores de un patrón-oro hoy inexistente, pero cuya defensa enmascara los más sórdidos intereses de grandes grupos financieros internacionales. Su acción perjudicial se realiza en las economías de las naciones en vías de desarrollo, que se ven constreñidas en sus posibilidades de evolución y crecimiento autónomos, con todas las lamentables consecuencias a nivel social.
Mientras no se restablezca en el seno de las sociedades moder­nas una verdadera organización profesional de la economía, a la cual se subordine el sector financiero en apoyo de las distintas ramas de la producción,- no habrá solución real a los enormes problemas que acarrea en el mundo entero un sistema monetario y crediticio desvinculado de su verdadera misión.
37. LA COGESTIÓN
Cada vez que se roza el candente problema de la “reforma de la empresa” resulta inevitable aludir a otro concepto crucial: la cogestión. Los más variados autores han asumido posiciones con re­ lación a la cogestión en la economía y, en particular, dentro de la empresa. Muchos son hoy los que asignan a la cogestión el carácter de panacea de los males del capitalismo, especialmente autores co­mo Bloch-Laine y otros, impregnados de mentalidad tecnocrática. Por ello resulta imperioso esclarecer cuál es la naturaleza precisa de la cogestión, si cabe o no hablar de un derecho de cogestión; más aún, de un “derecho natural a la cogestión”, y cuál es el ámbito y los límites de la cogestión en una sana concepción del orden eco­nómico.
La participación y sus niveles
El término de “cogestión” resulta equívoco, en razón de los múlti­ples significados que hoy por hoy se le asignan indiscriminadamente. En su acepción propia designa ciertas formas de participación. Esta última es más amplia que la idea de cogestión, a la cual incluye.
Participar es “tomar parte en” algo: en el orden práctico, esto es, en lo relativo a la conducta humana, participar consiste en tomar parte en una actividad o función. Pero existen muchas formas y modos de participar. De ellas nos interesan tres en particular. En primer término, se participa siendo informado de lo que otros de­ ciden o hacen. En segundo lugar, se participa siendo consultado por quienes han de adoptar una resolución. Por último, se participa decidiendo en común una medida.
Este último nivel, el de la decisión, es el que corresponde a la cogestión propiamente dicha. En efecto, por cogestión económica ha de entenderse la aspiración del sector asalariado a participar responsable y solidariamente en las decisiones relativas a la organi­zación de la uida económica y social. El ejercicio de tal participación en las decisiones hace que toda decisión tomada sin tal colabora­ción carezca de valor jurídico.
Las modalidades principales de la cogestión económica así en­ tendida son: 1) el veto o derecho de impugnar una decisión una vez adoptada ésta o su suspensión, por considerarla atentatoria de los intereses de los asalariados; 2) la ratificación de las medidas adoptadas por las otras partes, acuerdo éste sin el cual las medidas carecerían de fuerza legal; 3) la participación activa en la toma de decisiones de común acuerdo con las otras partes.
¿Puede hablarse de un derecho natural a la cogestión?
Distinguidos autores católicos han querido investir a la cogestión del carácter de derecho humano fundamental y, aún más, de dere­cho natural de toda persona. Tales expresiones son excesivas y no respetan la realidad de la empresa ni la esencia del derecho natural. Así lo ha declarado enfáticamente Pío XII frente a las conclusiones del Katholikentag celebrado en Bochum, en 1949: “Pero ni la na­turaleza del contrato de trabajo ni la naturaleza de la empresa impli­can por sí mismas un derecho de esta clase [natural]. Es incontes­table que el trabajador asalariado y el empresario son igualmente sujetos, no objetos de la economía de un pueblo. No se trata de negar esta paridad; éste es un principio que la política social ha he­cho prevalecer ya y que una política organizada en un plano profe­sional todavía haría valer con mayor eficacia. Pero nada hay en las relaciones del derecho privado, tal como las regula el simple contrato de salario, que esté en contradicción con aquella paridad fundamen­tal. La prudencia de nuestro predecesor Pío XI lo ha mostrado clara­mente en Quadragesimo Anno; y, en consecuencia, él niega allí la necesidad intrínseca de modelar el contrato de trabajo sobre el con­trato de sociedad. No por ello se desconoce la utilidad de cuanto se ha realizado hasta el presente en este sentido, en diversas formas, para común beneficio de los obreros y de los propietarios; pero, en razón de principios y de hechos, el derecho de cogestión económica que se reclama está fuera del campo de estas posibles realizaciones” (Discurso del 3-6-50; cf. Radiomensaje del 14-9-52 y Carta del Secretario Montini del 29-9-52).
Las precisiones aportadas en diversos textos por Pío XII hicieron frente a diversos errores muy difundidos hasta hoy, que pretendían invocar un texto de Quadragesimo Amo para afirmar abusivamente que el régimen de salariado es intrínsecamente injusto, etc. El texto en cuestión es el siguiente: “Pero juzgamos que, atendidas las circuns­tancias actuales del mundo, sería más oportuno que el contrato de trabajo se suavizara un tanto en lo que fuera posible con elementos tomados del contrato de sociedad, tal como se ha comenzado a hacer en diversas formas con no escaso provecho tanto para los obreros como para los mismos patrones. Así es como los obreros y emplea­ dos llegan a participar, ya en la propiedad y administración, ya -en una cierta proporción- en las ganancias logradas” (n. 29). Resulta imposible fundar en un pasaje tan ponderado y preciso un derecho natural a la cogestión o la ilegitimidad del régimen de salariado...
Pero si no puede hablarse de un derecho natural a la cogestión por parte de cada obrero, cabe preguntarse cuál sería el fundamento de una cogestión bien entendida en el orden económico. Entendemos que este fundamento existe y que se basa en el concep­to de la persona humana (cf. cap. “La Persona Humana y su digni­dad” ). Siendo el hombre un ser racional, libre y responsable, es menester brindar a cada individuo la posibilidad concreta de su realización personal. Tal posibilidad real implica un margen de au­tonomía, de iniciativa y de participación solidaria. Así lo ha reafir­mado Juan XXIÍI en perfecta continuidad con el Magisterio anterior: “Además, moviéndonos en la dirección trazada por nuestros prede­cesores, también Nos consideramos que es legítima en los obreros la aspiración a participar activamente en la vida de las empresas en las que están incorporados y trabajan. No es posible prefijar los modos y grados de tal participación, dado que están en relación con la situación concreta de cada empresa” (Mater et Magistra, n. 91-92). Vemos, pues, que ha de hablarse de participación y no de cogestión, por una parte, y que, por otra, la cuestión rebasa los lí­mites del derecho natural para transformarse en un juicio prudencial, que ha de formularse adecuándolo a la realidad concreta de cada caso singular.
La verdadera cogestión económica
Uno de los graves errores que subyacen en las interpretaciones antes mencionadas, radica en concebir la cogestión como circuns­cripta a! plano de la empresa. En Mater et Magistra queda claramen­ te señalado que el nivel adecuado para una auténtica cogestión de la economía, no es el empresario sino la organización profesional de la economía a nivel nacional: “Pero las resoluciones que más in­fluyen sobre aquel contexto no son tomadas en el interior de cada uno de los organismos productivos. Son, por el contrario, decididas por poderes públicos o por instituciones que operan en el., plano mundial, o regional, o nacional, o de sector económico o de catego­ría productiva. De ahí la oportunidad o la necesidad de que, en ta­les poderes o instituciones, además de los que aportan capitales o de quienes les representan sus intereses, también se hallen presentes los obreros o quienes representen sus derechos, exigencias y aspira­ciones” (id., n. 97-99; cf. Pío XII, Discurso a la UNIAPAC del 31-1- 52). Una participación auténtica y permanente como la enunciada por Juan XXIII, tiene su plena realización en los consejos profesio­nales e interprofesionales a nivel local, regional y nacional (cfr. cap. “Los organismos interprofesionales” ).
La razón de la insuficiencia de la cogestión a nivel de la empresa estriba en que ésta es una célula viva del dinamismo económico y, como tal, debe adaptarse constantemente a nuevas circunstancias que la someten a una inestabilidad considerable por razones de su dimensión, de las exigencias del mercado, de las innovaciones tec­nológicas, etc. Ello hace que la participación de los asalariados se vea constantemente comprometida y que no pueda ser viable en muchos casos. En cada rama productiva, en cambio, esa inestabili­dad queda superada y la participación obrera puede ser mucho más efectiva.
Salvados los equívocos en materia tan delicada, corresponde subrayar lo que una adecuada participación obrera ha de respetar: 1) los derechos complementarios de la propiedad; 2) la libertad de decisión del empresario; 3) la responsabilidad personal de los partici­pantes. Esto último resulta particularmente actual en razón de cierta tendencia a delegar ciegamente en las organizaciones sindicales (con su anonimato peculiar) la representatividad de los asalariados en los comités de empresas, etc. La responsabilidad ha de ser siempre personal, so pena de desvirtuar el fin perseguido.
Los riesgos a evitar
38. LA ECONOMÍA INTERNACIONAL
Dentro de los problemas que deben afrontar las naciones, se encuentran los derivados de las relaciones económicas que man­tienen con los demás países. Las expresiones más recientes del magisterio pontificio han hecho especial hincapié en aquellos as­ pectos del orden económico internacional que suelen dar lugar a las más graves injusticias. Mater et Magístra, Pacem in Terris y Populorum Progressio son ejemplos claros de cómo el pensamiento de la Iglesia sigue de cerca las cambiantes circunstancias del mundo contemporáneo, iluminando los nuevos problemas con los principios rectores del orden natural.
Sin pretender en absoluto abarcar todos los tópicos hoy en discu­sión, conviene esclarecer algunos de los problemas más cruciales de la economía internacional contemporánea: las relaciones co­merciales, las finanzas internacionales, el desarrollo de los pueblos jóvenes.
El falso dilema
La mente contemporánea está habituada a manejarse frecuen­temente con ideologías perimidas, que plantean falsos dilemas. El liberalismo impuso su utopía de la “división internacional del traba­jo”, por la cual cada economía nacional debía especializarse en la producción de determinados bienes: unas habían de dedicarse a la producción de materias primas, las otras a las manufacturas. Así es como la Argentina tenía -según el ministro George Canning- vo­cación de “granero del mundo” . Dicha tesis se vio completada por otras, tales como el equilibrio perfecto de oferta y demanda en materia de comercio internacional, el dogma del patrón-oro, la preemi­nencia de la libra esterlina y, luego, del dólar, en las transacciones, etc. El fracaso lógico de tal irrealismo se concretó en las crisis perió­ dicas, la absorción de las monedas débiles por las más fuertes, el desequilibrio creciente entre países industrializados y países en vías de desarrollo.
Para muchos, la única alternativa válida consistió en el socialismo o el comunismo. Este popularizó sus esquemas dialécticos de “impe­rialismos”, “colonialismos”* “internacional proletaria” , “dictadura del proletariado”, etc., sin haber logrado hasta ahora la formulación de otra solución que no sea la concentración de toda la economía en manos del Estado, el fomento de la “nueva clase” (Djilas) buro­crática, la baja producción, la capitalización forzada gracias al sub-consumo general, etc. Semejante alternativa no hace sino agravar los males ya deplorables del capitalismo pseudoliberal.
El problema real
El verdadero problema a nivel internacional consiste en el cre­ciente desequilibrio entre las diversas economías nacionales: “Las naciones altamente industrializadas exportan sobre todo productos elaborados, mientras que las economías poco desarrolladas no tie­nen para vender más que productos agrícolas y materias primas. Gracias al progreso técnico los primeros aumentan rápidamente de valor y encuentran suficiente mercado. Por el contrario los productos primarios que provienen de los países subdesarrollados, sufren am­plias y bruscas variaciones de precio, muy lejos de ese encarecimien­to progresivo. De ahí provienen para las naciones poco industrializa­das grandes dificultades, cuando han de contar con sus exportacio­nes para equilibrar su economía y realizar su plan de desarrollo. Los pueblos pobres permanecen siempre pobres y los ricos se hacen cada vez más ricos” (Populorum Progressio, n. 57).
En otras palabras, nos enfrentamos con un problema de justicia en las relaciones mutuas de las diferentes economías nacionales, justicia que exige -en tiempos de producción diversificada y de tec­nología muy avanzada- se mantenga cierta paridad o proporción entre las naciones en la distribución de la riqueza. Así como en el seno de cada país es necesario que el incremento de la renta nacio­nal beneficie a todos los sectores del cuerpo social, así también el incremento mundial de la riqueza requiere una distribución equita­tiva de la misma, de modo que no sean unos pocos países los eter­nos favorecidos, sino que el aumento de bienes y servicios redunde en provecho de la comunidad internacional.
En síntesis, resulta imperioso que las relaciones de la economía internacional sean reguladas por criterios éticos y no por la apetencia y voracidad insaciable de los más poderosos, que instrumentan en su servicio a los países de menores recursos. De lo contrario los males actuales se agravarán.
Las relaciones comerciales
El intercambio de productos a nivel internacional no puede seguir basado en la utopía librecambista, por cuanto ésta supone una igual­dad real de posibilidades entre los países que participan del inter­cambio; dicha igualdad nunca existió y hoy, por el contrario, la dis­paridad aumenta, generando una verdadera “dictadura económica” (.Populorum Progressio, n. 59). “La regla del libre cambio no puede seguir rigiendo ella sola las relaciones internacionales. Sus ventajas son ciertamente evidentes cuando las partes no se encuentran en condiciones demasiado desiguales de potencia económica: es un estímulo del progreso y recompensa el esfuerzo. Por eso los países industrialmente desarrollados ven en ella una ley de justicia. Pero ya no es lo mismo cuando las condiciones son demasiado desiguales de país a país: los precios que se forman “libremente” en el mercado pueden llevar consigo resultados no equitativos. Es por consiguiente el principio fundamental del liberalismo, como regla de los intercam­bios comerciales, el que está aquí en litigio” (idem, n. 58). El mismo documento agrega: “La justicia social exige que el comercio interna­cional, para ser humano y moral, restablezca entre las partes al me­nos una cierta igualdad de oportunidades” (n. 61). Esta paridad a establecer entre las naciones no es otra cosa que el respeto de la ley de reciprocidad en los cambios, explicada con anterioridad (cf. cap. “La reciprocidad en los cambios”). Para ello resulta indispensa­ble que los países industrializados hagan un esfuerzo por respetar los derechos de las economías más pobres al fijar los niveles de precios de los productos de estas últimas, superando el espíritu de lucro que ha sido y es fuente permanente de injusticias.
Las finanzas internacionales
Mención especial merece lo relativo al sector financiero interna­cional y sus mecanismos concretos de acción. Es aquí donde la utopía liberal deja ver la crudeza del manejo que los grupos financie­ros ejercen sobre países enteros. Ya Pío XI en Quadragesimo Armo hablaba del “imperialismo internacional del dinero” , denunciándolo en términos vehementes.
El sector financiero es el que ejerce en la economía capitalista la acción más distorsionante. La agilidad que la tecnología moderna le acuerda, permite a los grupos financieros retraer süs inversiones en un país y transferirlas por un simple telex al otro extremo de la tierra, siempre en busca de los negocios más rentables. Si esto es sumamente grave dentro de una economía nacional, suele llegar a extremos en el plano internacional, sometiendo enteramente la eco­nomía de un país al imperio de un grupo financiero particular (ejem­plo: “United Fruit Co.”; en Guatemala y otros países). Tal situación es de todo punto inaceptable.
Como ya se ha explicado (cf. cap. “La moneda y el crédito” ), las inversiones y créditos juegan un papel importantísimo pero ins­trumental. Son el mecanismo que facilita una producción abundante y diversificada de bienes y servicios. Por lo tanto resulta gravísimo que tal relación se invierta y que la producción de un país esté direc­tamente subordinada a la voluntad de lucro de grupos inversores. Esto ha alcanzado en la actualidad una cobertura institucional, pues­to que instituciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional imponen a los países en desarrollo una política suicida, so pretexto de asegurar la estabilidad de sus respectivas monedas. De este modo, los países industrializados utilizan los aportes de las naciones jóvenes al Fondo para resolver sus propios problemas in­ternos...
El desairrollo económico
Los problemas mencionados no tendrán solución mientras no se establezcan bases reales para que todas las naciones vayan reali­zando solidariamente su propio desarrollo socioeconómico, con la ayuda de los países más poderosos. Esto pone de manifiesto que el actual caos económico internacional tiene raíces espirituales y morales, y no económicas ni técnicas. Una justa solidaridad por parte de los grandes países, en apoyo de los más débiles, es indis­pensable, pues la situación actual impide el desarrollo de éstos en beneficio de aquéllos. De ahí la necesidad de plantear a nivel de la comunidad internacional la formación de un Fondo Mundial para el desarrollo y otros medios similares, constituidos por el aporte de los países ricos. Estos han de hacerlo no sólo por razones de justicia, sino aun por elementales razones de seguridad, ya que el colapso de los débiles impedirá sostener la prosperidad de los fuertes. No es casual que Pablo VI haya dicho que “el desarrollo es el nuevo nombre de la paz” (idem, n. 76-80).