jueves, 29 de enero de 2015

"EL ORDEN NATURAL" Carlos Alberto Sacheri- 39EL HOMBRE, SER SOCIAL-40 LA SOCIEDAD POLÍTICA- 41- EL BIEN COMÚN




"EL ORDEN NATURAL"

Carlos Alberto Sacheri

"MUERTO POR DIOS Y POR LA PATRIA"

PARTES
39-EL HOMBRE, SER SOCIAL
40-LA SOCIEDAD POLÍTICA
41-EL BIEN COMÚN 


39. EL HOMBRE, SER SOCIAL
Mucho es lo que se ha escrito acerca de la sociabilidad humana, esto es, la tendencia del hombre a la convivencia. No obstante, las teorías emitidas son tan variadas, y aún opuestas, que el tema re­ quiere un análisis detenido.
No se trata tan sólo de comprobar una vez más que el hombre es un ser social, hecho manifiesto. Lo importante es determinar cuál es la naturaleza propia de¡dicha sociabilidad y cuáles son sus límites, dado que de la respuesta que se formule dependerá toda nuestra concepción de lo social y del hombre como sujeto u objeto de las relaciones sociales y políticas.
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Ideologías dominantes
Una vez más asistimos al enfrentamiento del liberalismo y del socialismo. Ambas ideologías, sensibles a ciertas verdades parciales, formulan graves errores, cuyas consecuencias prácticas seguimos padeciendo en la actualidad.
El “buen salvaje” de Rousseau en el hipotético “estado de natu­raleza”, no es sino la justificación gratuita de la libertad absoluta que su creador deseaba asegurar a cada individuo. De ahí que con­ denara categóricamente el “estado de sociabilidad” , por ser éste la fuente de todos los males que aquejan al hombre: enfermedad, erro­res, vicios morales, injusticias y desigualdades, etc. Pero todo este absurdo esquema de un pasado inexistente apunta a una justifica­ción del individuo libre y soberano, que se da a sí mismo sus normas de conducta. Tal es el meollo de conceptos que hemos heredado: soberanía popular, voluntad general, sufragio universal, etc.
Por su parte, el socialismo marxista se contrapone al desvarío rousseauniano afirmando, por el contrario, que la sociabilidad es la esencia misma del hombre, de suerte que nada hay en el hombre fuera de sus relaciones sociales: “Pero el ser humano no es una abstracción inherente al individuo aislado. En realidad, es el conjun­to de las relaciones sociales” (Marx, VI Tesis sobre Feuerbach). Esta reducción del hombre a lo social acarrea gravísimas consecuencias, tales como la exaltación del poder del Estado, la primacía de los valores económicos, el desconocimiento de los derechos fundamen­ tales de la persona, etc.
Experiencia histórica
Lo primero que ha de constatarse es la realidad ininterrumpida de la sociabilidad humana. El progreso de las ciencias (historia, ar­queología, antropología, etc.) evidencian la inexistencia de vida hu­mana que no se halla dada en forma social. Todos los testimonios que la historia nos presenta atestiguan que no ha sido de individuos, ni siquiera de familias aisladas en el tiempo y en el espacio. Aún en las culturas más primitivas, la convivencia es un hecho básico, irre­futable. En consecuencia, hablar de un estadio de vida pre-social implica incurrir en tabulaciones totalmente gratuitas.
Pero el reconocimiento del hecho de la sociabilidad humana de­ja en pie el problema de las causas y alcances de dicha tendencia natural.
Doble fundamento
El análisis ha de partir de un doble punto de vista o perspectiva: 1) el origen de la vida humana, y 2) el fin de la vida humana. Desde el punto de vista del origen, existen dos argumentos básicos: la trans­misión de la vida y la indigencia radical del hombre. En lo que hace a la perfección de la persona, deben hacerse tres consideraciones: la referente al bienestar material, y las que corresponden a la per­fección intelectual y moral.
Debe subrayarse la importancia de no confundir ambos puntos de vista, pues tal confusión está en la raíz de numerosos errores antiguos y modernos, desde Platón hasta Comte. El origen hace a la posesión de la existencia de la vida; el fin o término se refiere a la perfección personal. Reflexionando un instante se descubre que el simple hecho de que un niño nazca no basta en absoluto para asegurarle su felicidad futura. Ser hombre y ser hombre pleno son dos condiciones que no pueden identificarse de ningún modo.
Un ser indigente
El principio mismo de la nueva vida en el hombre supone la unión del varón y de la mujer con miras a la procreación. Este hecho pal­mario basta para refutar los sueños de Rousseau sobre el salvaje independiente. La generación humana exige, pues, indispensable­mente, el vínculo sexual del cual surgirá la nueva vida. Por lo tanto, la sola existencia de nuevos seres requiere una relación, asi fuera accidental, entre ambos sexos.
Pero una vez engendrado el nuevo ser, la naturaleza no lo aban­dona a las condiciones del medio biológico. El hombre es un verda­dero “escándalo” en este sentido, pues no existe otro ser viviente tan inerme e incapaz como el ser humano para asegurar su propia subsistencia. Este argumento ha sido dado desde todos los tiempos como prueba contundente de la sociabilidad. El recién nacido no puede alimentarse, ni protegerse de la intemperie, ni protegerse de otros animales. Tarda un año en descubrir que es bípedo, tarda va­rios años en correr convenientemente, en poder subirse a un árbol, en aprender a utilizar sus manos, etc. El ejemplo de los niños-lobo es contundente al respecto. Chauchard dice que el mismo desarrollo fisiológico de nuestro sistema nervioso requiere indispensablemente un contorno social adecuado.
En busca de perfección
Algo similar ocurre con lo referente a la plenitud de la vida huma­na. Ante todo, el bienestar material del hombre supone constante­mente el concurso de un sin número de otros hombres para la ela­boración del más simple de los productos. La complejidad actual de la producción industrial pone esta situación de relieve, en lo que hace a las necesidades vitales básicas.
Si consideramos al desarrollo de nuestra capacidad mental, el grado de dependencia es aún mayor. En efecto, o bien podemos descubrir todas las verdades por nuestras solas fuerzas o, por el con­ trario, debemos aprender bajo la guía de un maestro. Si bien el pri­mer camino (invención) es más perfecto, el segundo es mucho más común y certero (aprendizaje). Ni aún el mayor de los genios huma­nos podría haber alcanzado su plenitud intelectual sin el apoyo de todos los conocimientos adquiridos previamente mediante una ade­cuada enseñanza. Ni Leonardo da Vinci ni Albert Einstein son expli­cables cabalmente por su solo talento personal. Por otra parte, los mayores genios han seguido en permanente dependencia de otros investigadores o descubridores eminentes, con los cuales han inter­cambiado constantemente informaciones para su mutuo enriqueci­miento. El ideal pedagógico del Emilio de Rousseau resulta absurdo frente a tales evidencias.
Otro tanto cabe decir de la perfección moral del ser humano. Ella consiste en la práctica de la virtud moral, pues los hábitos mo­rales no nacen espontáneamente, sino que han de ser adquiridos por cada individuo, en cada generación. Esto explica que los padres célebres no tengan con frecuencia hijos igualmente admirables. La virtud moral no puede ser enseñada como las matemáticas, es una adquisición personal.
Pero mientras la inteligencia del niño se desarrolla a lo largo de varios años, en su temperamento se arraigan las disposiciones ape­titivas que dependen de su complexión corporal. Si tales disposicio­nes son positivas, no se plantearía ningún problema. El caso es que la experiencia nos muestra que dichas disposiciones son en parte negativas y en parte positivas; así el tímido suele ser generoso y el egoísta suele ser tenaz. Pero esas inclinaciones temperamentales no bastan para alcanzar la virtud moral “propiamente dicha.
La adquisición de nuestra perfección moral requiere que los pa­dres introduzcan un orden de vida en la conducta indiferenciada del niño. Y esto desde el nacimiento mismo del infante. Dicho orden irá disponiendo favorablemente al niño a medida que crezca, incli­nándolo a la práctica de la virtud, pero no asegurará la misma. Lo mismo cabe decir del ambiente social que rodea la vida infantil. Dispone, pero no causa la virtud.
Si pensamos que la plena capacidad que la ley reconoce a los ciudadanos se sitúa hacia los 20 años, ello significa que antes de esa edad el joven no posee, por lo general, la madurez moral sufi­ciente que las leyes requieren. Por lo tanto, el hombre no puede ser plenamente adulto, en sentido moral, sin la ayuda y la dependencia de otros hombres.
40. LA SOCIEDAD POLÍTICA
El tema anterior puso de relieve la tendencia natural que en el hombre existe hacia la convivencia y el grado de dependencia de cada individuo respecto de los demás. También se explicó que la sociabilidad no es una aptitud o tendencia mecánica y ciega, sino que supone el obrar libre y responsable de cada persona.
Corresponde ahora determinar cuáles son los constitutivos de esa sociedad -la sociedad política-, la cual constituye un medio necesario para la perfección del ser humano.
Los cuatro principios
Para ordenar el análisis partiremos de las cuatro causas enuncia­das por Aristóteles: material, formal, eficiente y final. La causa ma­terial es aquello de que está hecho un ser; así decimos que una si­ lla es de madera. La causa formal es aquello que hace que una co­sa sea lo que es, por ejemplo, la forma de un reloj es lo que lo ha­ ce ser reloj y no otra cosa. La causa eficiente es aquella en virtud de cuya acción una cosa existe; así el relojero es causa eficiente del reloj, pues sin su acción no habría reloj. Y por último, la causa final es aquella con miras a la cual obra la causa eficiente; así el fin del reloj es marcar el transcurso del tiempo.
Estas nociones de causalidad son esenciales, dado que todos los seres de la naturaleza y todos sus movimientos u operaciones suponen el concurso de las cuatro causas mencionadas. En conse­cuencia, toda explicación referida a la naturaleza de un ser o a las operaciones del mismo requiere la mención de las distintas causas.
Aplicación a lo social
Cuando consideramos las distintas formas de sociedades humanas, desde las más simples a las más complejas, constatamos la presencia de una serie de elementos que les son afines. En primer lugar, y como su etimología lo indica, toda sociedad supone la unión o reunión de varias personas. También se verifica que dichas personas se reúnen para la realización de uno o varios fines comunes. Igualmente constatamos que en todo grupo social se da una u otra forma de autoridad o liderazgo, etc. Debemos, pues, considerar en estos distintos elementos a cuál de las causas corresponde.
Resulta manifiesto que la finalidad en virtud de la cual los miem­bros de la sociedad se reúnen, corresponderá a la causa final. Este objetivo recibirá el nombre de bien común; en el caso de la socie­dad política, hablaremos del bien común de la sociedad política o del bien común temporal, para distinguirlo adecuadamente de los demás fines de otros grupos o instituciones (humanas o religiosas).
A primera vista, también parece fácil asimilar a la causa material el conjunto de individuos que integran el grupo. Tal asimilación cons­ tituye un grave error. En efecto, la materia es por definición un ele­ mento pasivo, indeterminado, que recibe su disposición, estructura y dinamicidad de la forma. La identificación del conjunto de indivi­duos con la causa material equivaldría a considerar a los miembros del grupo como elementos inertes, pasivos, que han de ser impul­sados por la autoridad en cada una de sus actividades. Resulta claro que, por esta vía, caeríamos en una concepción totalitaria de lo social, asignando al Estado un poder absoluto sobre los ciudadanos. Tristes ilustraciones de dicho error son el comunismo y otros regí­menes totalitarios modernos.
La solución a la dificultad planteada consiste en reconocer -co­mo la experiencia lo señala- que la sociedad requiere no la mera reunión física de varios individuos, sino un conjunto de acciones comunes. Estas acciones realizadas en común son la verdadera cau­sa material de la sociedad.
La autoridad política
Otra dificultad semejante surge cuando se intenta determinar la función específica de la autoridad política dentro del cuadro general de las causas. En este sentido, la experiencia nos revela dos realida­des en apariencia contradictorias. Por una parte, resulta claro que la autoridad es asimilable a la caracterización de la causa llamada eficiente. Por otra parte, en cambio, constatamos que los miembros del grupo son quienes realizan cotidianamente las actividades y fun­ciones que sirven de base material a la sociedad política y, por tanto, en su carácter de agentes encuadrarían asimismo en la causalidad eficiente. El problema planteado dista de ser una de tantas discusio­nes estériles, por sus grandes consecuencias para nuestra idea de la sociedad.
En efecto, si optáramos por decir, como la mayoría de los auto­res, aun católicos, que la autoridad asume el carácter de causa efi­ciente, incurriríamos en una concepción totalitaria. Si el poder pú­blico concentra así toda la actividad de la vida del grupo, nada que­ daría de autonomía a nivel de los individuos; estos últimos no ac­tuarían por sí, sino que obedecerían las órdenes del Estado..
Por otra parte, si reivindicáramos en exclusividad el carácter ac­tivo para los individuos, caeríamos de inmediato en un esquema liberal. Recordemos que el individualismo liberal deja todos los asun­tos comunes librados a la sola iniciativa de cada ciudadano, sin acordar al Estado ninguna función positiva dentro del conjunto. La consecuencia práctica de tal planteo es la instauración de toda clase de injusticias, ya que el libre juego de los intereses egoístas aprove­cha de la inercia estatal para obtener ventajas sobre los sectores más débiles del cuerpo social.
La solución a la dificultad enunciada consiste en reconocer que, tanto los ciudadanos como la autoridad política, asumen el carácter de causas eficientés de la vida social. Pero ello no implica descono­cer que entre ambas causas existe una relación de dependencia. En efecto, si bien los ciudadanos son quienes, en definitiva, actúan, resulta evidente que dicha actividad no basta para garantizar el logro efectivo del bien común político. Su realización supone que tocias las acciones individuales se ordenen jerárquicamente en función de la finalidad social o bien común. Para lo cual resulta indispensable que la autoridad pública ordene y subordine unas actividades a otras, controle su ejecución y brinde los medios necesarios para ello. Por tal motivo, es ella la que asume la función de causa eficiente princi­pal, mientras que el accionar de los individuos corresponde a una causa eficiente subordinada a las directivas de aquélla.
El orden normativo
Debe plantearse ahora la cuestión referida a la causa llamada formal. De acuerdo a la filosofía clásica, estructura la materia y com­pleta su esencia. Las reflexiones anteriores nos han permitido com­ prender que la autoridad política debe introducir un orden en el conjunto de operaciones que los ciudadanos ejercen cotidianamen­te. Dicho ordenamiento tiene su expresión ejemplar en el orden ju­rídico.
En efecto, las leyes no son en definitiva sino los grandes medios que el legislador adopta para la realización del bien común temporal. Dentro del marco legal, los ciudadanos ejercen sus respectivas fun­ciones, de modo tal que el respeto efectivo de las leyes vigentes asegura la obtención del bien común. Ello supone, claro está, que el orden normativo de una sociedad sea intrínsecamente justo, es decir, respetuoso de los valores humanos fundamentales.
Por todo lo expuesto, concluimos que la causa formal de la so­ciedad política es el orden que la autoridad introduce en la vida del cuerpo social, con el fin de ajustar todas las actividades para la obtención efectiva del bien común. Esa coordinación general de las actividades encuentra su expresión y modelo en el orden jurídico.
41. EL BIEN COMÚN
Una vez analizados los diferentes elementos que constituyen la sociedad política, debemos examinar el concepto de bien común. La filosofía clásica designa el fin de la sociedad con esta expresión, utilizada con frecuencia a manera de “frase hecha”, pero sin haber profundizado toda la riqueza del tema y sus enormes implicancias. Puede decirse que el bien común es la idea clave de todo" pensa­miento social y político conforme al orden natural. La razón de ello es simple: puesto que por bien común se designa el fin mismo de la sociedad política, todos los demás conceptos se ordenan a aquél, como los medios se ordenan al fin. De ahí que una recta comprensión de su naturaleza sea absolutamente indispensable pa­ra plantear con espíritu de sano realismo cualquier reforma de fondo a las perimidas instituciones del orden demo-liberal aun vigente.
Bien común y particular
Todo ser humano tiende naturalmente a la convivencia, pues sólo la sociedad política puede proporcionarle el sinnúmero de bie­nes de toda índole que su existencia y su plenitud personal o feli­cidad requieren. De esto se sigue la sociabilidad natural del hombre y el carácter de medio necesario que la sociedad reviste para la perfección del hombre. Comentando lo cual, Santo Tomás agrega que tendernos a la vida social como a La virtud, es decir, como a un medio absolutamente indispensable para el logro de nuestra rea­lización personal (Comentario in I Pol. 1. 1, n. 40).
El problema surge al constatar que el bien individual de cada miembro de la comunidad y el bien de esta última como un todo, difieren formalmente entre sí y no según una diferencia cuantitativa {Suma Teoí. II-II, q.58, a.7, 2m). En efecto, cada ciudadano tiene razón de parte, en ese todo que es la sociedad. Y así como el bien y la operación propia de cada parte no se identifica con el bien y la operación del todo, así también el de cada individuo difiere esen­cial y específicamente del de la sociedad, llamado bien común.
¿En qué consiste la diferencia entre el bien llamado individual, particular o singular, del bien llamado común? Se trata de una dife­rencia de naturaleza, pues hay bienes que son individuales por su propia naturaleza, mientras que otros son comunes en sí mismos. En otras palabras, algunos no pueden ser poseídos y participados más que por una sola persona, mientras otros son apropiables y participables por muchás personas, en forma ilimitada. Así, por ejem­plo, un alimento es de; suyo individual, pues no hay más que uno que pueda comerlo y,'en cuanto alguien se lo apropia, los demás quedan automáticamente excluidos. La ciencia matemática, en cam­bio, es un bien de suyo común, apropiable y participable por todos, pues el conocimiento que de esa disciplina pueda alcanzar un sujeto no excluye a los demás de igual posesión. Por el contrario, cuanto un matemático más domine su ciencia, tanto más facilitará el acceso de los demás a iguales conocimientos.

Esencia y analogía
El bien común es un término análogo y, como tal, incluye diver­sos significados, que es preciso distinguir y ordenar. La distinción principal se da entre el bien común temporal, fin de la sociedad política, y el bien común sobrenatural que es Dios, en cuanto fin último de todo el universo creado. Pero aun dentro del orden tem­poral se dan diversidades: el bien común familiar, el bien común de los distintos grupos intermedios (sindicato, empresa, profesión, municipio, región, etc.), el bien común internacional, etc. Tales ex­ presiones son perfectamente legítimas, aun cuando todas ellas pre­suponen y refieren al bien común de la sociedad política, que brinda su sentido propio y más estricto.
¿En qué consiste este bien de la sociedad política? Pío XI lo ha definido en Divini lllius Magistri como “la paz y seguridad de que gozan los sujetos en el ejercicio de sus derechos, y al mismo tiempo, el mayor bienestar espiritual y material posibles en esta vida, me­ diante la unión y la coordinación de los esfuerzos de todos” . En efecto, así como la familia es la institución que tiene por finalidad propia el asegurar la conservación de la vida humana (orden de generación), así también la sociedad política o estado tiene una fi­nalidad propia, cual es el bien total del hombre, bonum humanum perfectum (orden de perfección). De esto se sigue que los bienes que integran el bien común político no pueden ser otros que aquellos que integran la felicidad o plenitud humana. Dicho de otro modo, todos los bienes propiamente humanos forman parte del bien co­mún político, es decir, las tres categorías según la división enunciada por Platón: bienes exteriores, corporales y espirituales. Pero mientras los primeros sólo forman parte del bien común a título de medios o instrumentos necesarios para la consecución de los espirituales, estos últimos son los únicos verdaderamente “comunes” por su na­turaleza.
Entre los elementos principales del bien común político se en­ cuentran: la ciencia, la justicia, el orden, la seguridad. De su realiza­ción resulta la paz, que es como la conclusión y síntesis de los an­teriores. La tranquila convivencia en el orden -según la expresión de San Agustín, pax tranquilinas ordinis- es el signo por excelencia que manifiesta la efectiva realización del bien en una sociedad de­ terminada. De ahí el carácter esencialmente dinámico del bien co­mún político, el cual no es tanto algo que se posee y reparte, sino un bien moral que todos contribuyen a realizar cotidianamente y del cual todos participan y disfrutan en común. Su concreción requiere la coordinación de todos los esfuerzos y actividades del cuer­po social, bajo la conducción del Estado en su misión esencial de gestor o procurador del bien común.
Lo dicho permite descartar un error frecuente por el cual, desco­nociendo la esencia del bien común, se reduce éste a un mero bien colectivo o a la mera adición de bienes individuales, sin ver la dife­rencia cualitativa que los separa. La diferencia esencial que media entre el común y el colectivo radica en que éste es de naturaleza privada, cuya propiedad se reserva el Estado para garantizar el uso común. Así, por ejemplo, una ruta es un bien colectivo en cuanto se la destina al uso común como vía de comunicación. Pero el ca­rácter artificial de tal “comunidad” surge si se piensa que todo bien colectivo requiere una ley o decisión de la autoridad para ser tenido por tal; basta que el terreno expropiado sea vendido a los particu­lares para que el terreno de la ruta se transforme nuevamente en campos de cultivo privado.
Bienes complementarios
Debe evitarse a toda costa el oponer el bien individual y el bien común, como si ambos se excluyeran recíprocamente. Tal es el co­mún error de liberales, y socialistas. Ambos bienes no sólo no se excluyen sino que se exigen mutuamente, al punto que sin bienes particulares el bien común sería irrealizable y, viceversa, la no realización del bien común torna imposible la obtención del bien individual. Lo primero resulta claro si se piensa que los bienes ma­teriales que satisfacen nuestras necesidades vitales son condición (no causa, como sostienen los marxistas) para alcanzar la ciencia, la justicia, etc. Por otra parte, si los hombres vivieran según la “ley de la selva” , sometidos a la arbitrariedad del más poderoso? ¿cómo podrían procurarse los bienes más indispensables? La vida diaria se volvería insoportable.
La razón de la íntima complementariedad de ambos bienes es­triba en el hecho de que el bien total del hombre -llamado bien propio o personal- se compone a la vez de bienes de naturaleza individual y de bienes de naturaleza común. Unos y otros son indis­pensables, tanto el alimento y el vestido como la verdad y la virtud moral. Que sean indispensables no implican que tengan igual im­portancia o valor. Por su esencia, el bien común tiene una primacía natural sobre el bien; individual y, en consecuencia, este último se ordena a aquél, como lo inferior y menos perfecto se ordena a lo superior y más excelente.