jueves, 5 de octubre de 2017

Crónica de un país ‘pasmao’ (“Alea jacta est”)

Crónica de un país ‘pasmao’ (“Alea jacta est”)


Por Laureano Benítez Grande-Caballero.- «La madrugada de aquel domingo, tantos de octubre, fue de milagros, maravillas y sorpresas, si bien hubiera, como siempre, desacuerdo entre testigos y testimonios».
Así empieza el libro «Crónica del rey pasmado», magnífica novela de Gonzalo Torrente Ballester, comienzo que viene al pelo para describir la bochornosa jornada del «referéndum» catalán, y cuyo título ilustra a la perfección a nuestro monarca, un Felipe VI que ha dado a España y al mundo con su absentismo un ejemplo perfecto de Rey absolutamente «pasmao» ―como diría Alfonso Guerra―. Ni ha estado, ni está, ni estará en la crisis de Catalunya, crisis que es la de un país y la de un Estado del que este pasmarote ostenta la jefatura (¡?).
La verdad es que en nuestra larga historia monárquica hemos tenido muchos reyes pasmaos, debido a las aficiones ―tanto de Austrias como de Borbones― por una serie de actividades con las que pretendían evadirse del cumplimiento de sus obligaciones de gobierno, que con frecuencia eran realizadas por sus validos. Entre éstas, destacan sobremanera el desmedido entusiasmo de nuestra monarquía por la caza, referida ésta tanto a la cinegética animal, como al disfrute carnal extramarital.


Un ejemplo inmejorable lo tenemos en el emérito Juan Carlos, entusiasta de los dos tipos de caza. Tampoco este señor ha dicho esta boca es mía sobre el desafío secesionista, por cierto, aunque no se esperaba que dijera algo sustancioso, ya que en Cataluña no hay elefantes, que yo sepa, excepto el paquidermo blanco que ustedes ya conocen.
Felipe IV ―el pasmao soberano de la novela― se queda en este estado debido a la contemplación del cuerpo desnudo de una mujer. Sin embargo, nadie puede diagnosticar a ciencia cierta el verdadero motivo por el que su tocayo permanece en un estado de tan alarmante letargia, que le incapacita para el desempeño de sus obligaciones, abandonando a su suerte al país al que representa y al que se debe. A lo mejor es que se queda con la boca abierta al ver a España desnuda, vete a saber.
En cuanto a Rajoy, además de pasmao, otro adjetivo que le cuadra a las mil maravillas es el de «Don Tancredo», sin que sirva de excusa para su patética inacción su origen gallego.
Para quien no lo sepa, la suerte de Don Tancredo era un lance taurino que tuvo alguna aceptación en la primera mitad del siglo XX, que consistía en que un individuo, subido sobre un pedestal en el centro del coso, vestido con ropas cómicas y totalmente pintado de blanco, esperaba al toro a la salida de chiqueros, intentando engañar al toro para que pensara que se encontraba ante una estatua de mármol, por lo cual ―dada su aparente dureza y solidez― no debía embestirla.
Iglesias y Junqueras conversan en la marcha antiterrorista en Barcelona
Iglesias y Junqueras conversan en la marcha antiterrorista en Barcelona
Su nombre proviene de que el inventor de este numerito cómico fue un torero natural de Valencia, llamado Tancredo López, que creó esta suerte como un medio desesperado de ganar algún dinerillo. Rajoy «el tancredito» no es que quiera ganar dinero, pero es un hecho suficientemente conocido que, con tal de pisar las maquetas del poder, se puede hacer cualquier cosa. Así que, si traducimos el cornúpeta por el desafío secesionista catalán, ahí tenemos a Rajoy en todo su esplendor, haciendo la estatua tancredista, a ver si cuela.
No tiene toda la culpa, por supuesto, ya que simplemente Rajoy es el último de la fila, al que le ha tocado coger por los cuernos al miura catalán, criado, amamantado y cebado por todos los gobiernos que en nuestra «democracia» han sido.
¿Cómo calificar a estos gobiernos cobardes, felones y traidores, que han engendrado al Frankestein catalán? Pues su ominosa labor me recuerda a un juego que había en la Edad Media, cuya intención era favorecer el entrenamiento militar, consistente en un muñeco de tamaño natural fijado a un mástil, con los brazos dispuestos en cruz, en uno de los cuales portaba un escudo, y en el otro una contundente maza. Se llamaba «estafermo» ―derivado del italiano «sta fermo» («estar firmes»)―. El objetivo del juego era que un jinete al galope golpeara el escudo del muñeco justo en el centro, con lo cual el estafermo se giraba, amenazando con la maza al jinete que iba por detrás, que debía esquivar el golpe haciendo gala de reflejos, so pena de recibir un buen sopapo.
Magnífica metáfora para ilustrar nuestra penosa «democracia», en la cual los sucesivos gobiernos han ido pasando el muerto catalán unos a otros ―¡pasa la bola!―, sin importarles colmar a los catalanes y vascos de prebendas y dineros con tal de acceder al poder, sabiendo que estaban criando un cuervo que después nos sacaría los ojos, que estaban incubando un monstruo Leviatán que después nos podría devorar. Pero les daba igual, con tal de que el levantamiento catalán no tuviera lugar bajo su mandato, pues así se evitaban la ignominia de pasar a nuestra historia como unos hediondos Bellidos Dolfos, como los «perfectus detritus» que eran.
(El País)
(El País)
Sí, porque venían catalanes y vascos y golpeaban su patético muñequito, que acusaba el golpe girando sobre sí mismo, y pasaba el impacto y la amenaza al gobierno que venía detrás, para que se apañase en esquivarla como pudiese.
Sin embargo, no es justo achacar la culpa de la descomposición de nuestro Estado y el ultraje a nuestra historia solamente a nuestros políticos pasmaos. En cierta ocasión vine a insinuar que la España actual era un «infierno de cobardes», pero es necesario precisar algo más, ya que de ser «paraíso de héroes» hemos pasado a ser «infierno de pasmaos».
¿Cuál es la causa de la estupefacción que causa el estado de pasmao de nuestro pueblo, incapaz de movilizarse con un mínimo de dignidad ante los esperpentos y las corruptelas de nuestra clase política? Pues, aunque no se sea sociólogo, cualquiera puede decir que hay tres causas principales de este estado de catatonia rayano en la lobotomía.
En primer lugar, tenemos la cobardía, defecto moral que está en estrecho maridaje con la «pasmaura», pues de todos es sabido que el temor paraliza los reflejos, sume a quien lo padece en un estado de inacción e inmovilismo, cuya única acción es el escapismo y la huida. Por el contrario, el coraje y el valor mueven la adrenalina, dan brillo a la mirada, y bombean energía desde corazones arrebatados, a los que impele a la acción.
Nunca hemos sido, empero, un pueblo de cobardes. Sin embargo, entre los independentistas hay bastantes, que se envuelven en las esteladas y berrean las consignas indepes solamente para evitar quedar marcados por el estigma de españolistas, y que esta marca de Caín les haga la vida insoportable por el acoso de los radicales.
 
Pero, en mi opinión, hay algo peor que la cobardía: la indiferencia, segunda causa del estado de pasmao. El cobarde al menos, tiene conciencia de que sucede algo, de que existe peligro, y por eso busca refugio en la inacción, escondiendo la cabeza en la arena, escaqueándose de todo aquello que suponga amenaza y riesgo. La indiferencia, sin embargo, es el peor de los males que pueden aquejar a los ciudadanos de un país, ya que les hace insensibles a cualquier cosa que no sea su ombligo, su comodidad, el disfrute de sus grandes y pequeños placeres, su pequeña familia… El pasmao por indiferencia ni sabe, ni quiere saber nada, passsando de todo porque nada le interesa, porque todo le resbala, porque todo le da igual, mientras no afecte manera muy clara a su pequeño mundo. Y, muchas veces, ni aun así es capaz de intentar tomar conciencia de cómo los poderes fácticos y la manipulación mediática le engañan y esclavizan. El cobarde puede llegar a ser un héroe en circunstancias extremas, casi sin proponérselo. Del indiferente, por el contrario, nada se puede esperar, sino que lo esquilen en cualquier aprisco, o que Dios los vomite de su boca.
Con todo, es posible que no haya pueblo en el mundo que haya soportado un lavado de cerebro parejo al nuestro, pues entre la obsesiva ideología progre transmitida en la enseñanza y los medios de comunicación ―tendente a aniquilar cualquier rastro del franquismo― y el consumismo atroz, nos hemos quedado absolutamente pasmaos, abducidos por una indiferencia suicida ante los destrozos de nuestra patética «democracia».
¿Cómo hemos llegado hasta aquí, hasta este ominoso silencio de los corderos, hasta convertirnos en un país «sin pulso», como dijo en 1898 Francisco Silvela en un memorable discurso para referirse a la crisis de España tras la pérdida de Cuba? Ahora no hemos perdido ninguna colonia, pero estamos muy cerca de perder algo mucho más grave: una parte entrañable de nuestra geografía y de nuestra historia.
 
Pero las palabras de Francisco Silvela siguen siendo, por desgracia, de plena actualidad: «No se oye nada: no se percibe agitación en los espíritus, ni movimiento en las gentes. Los doctores de la política y los facultativos de cabecera estudiarán, sin duda, el mal: discurrirán sobre sus orígenes, su clasificación y sus remedios; pero el más ajeno a la ciencia que preste alguna atención a asuntos públicos observa este singular estado de España: dondequiera que se ponga el tacto, no se encuentra el pulso. Monárquicos, republicanos, conservadores, liberales, todos los que tengan algún interés en que este cuerpo nacional viva, es fuerza se alarmen y preocupen con tal suceso. Las turbulencias se encauzan; las rebeldías se reprimen: hasta las locuras se reducen a la razón por la pena o por el acertado régimen: pero el corazón que cesa de latir y va dejando frías e insensibles todas las regiones del cuerpo, anuncia la descomposición y la muerte al más lego. La guerra con los ingratos hijos de Cuba no movió una sola fibra del sentimiento popular».
Aparte de ser un país pasmao, otro adjetivo que nos cuadra a la perfección es que somos un país «trapisondista». Resulta que en Asia Menor existió realmente el imperio de Trapisonda, absorbido posteriormente por los turcos, imperio del que don Quijote llegó a soñar que le nombraban emperador. Una trapisonda es una hazaña totalmente estéril ―una «quijotada», vamos―, y un trapisondista es alguien que tiene la manía de enredar, que se mete en líos casi imaginados de los que no sacan más que otros líos y problemas. Por supuesto, estamos hablando de la quijotada de las autonomías, del laberinto del Minotauro en que nos metió la funesta Transición, con la que quisimos cubrirnos de gloria y cuyo resultado final ha sido, como le sucedía a los piratas de Astérix, «cub’innos e idículo».
Y hay una tercera causa que el hecho de España un país pasmao, algo mucho peor que la cobardía y la indiferencia: la complicidad. Desde este punto de vista, la crisis catalana ha sido posible porque todos nuestros políticos de la «democracia», sin distinción, se han conjurado para llevarla a cabo, pues están de acuerdo con ella, siguiendo los dictados de quienes ya saben: Bilderberg y los clanes mundialistas, a los cuales se han sometido la inmensa mayoría de los políticos más relevantes de nuestra «democracia».
Les vencimos ignominiosamente con el franquismo, pero ahora se las pagaremos todas juntas. Para eso capitanearon la Transición, para destruir al único país que les había derrotado, derribando de paso en nuestros solares la antaño inconmovible columna de la fe católica: Alea jacta est. Es decir: la suerte está echada.