Crónica de un país ‘pasmao’ (“Alea jacta est”)
Por
Laureano Benítez Grande-Caballero.- «La madrugada de aquel domingo,
tantos de octubre, fue de milagros, maravillas y sorpresas, si bien
hubiera, como siempre, desacuerdo entre testigos y testimonios».
Así empieza el libro «Crónica del rey pasmado», magnífica novela de Gonzalo Torrente Ballester, comienzo que viene al pelo para describir la bochornosa jornada del «referéndum» catalán, y cuyo título ilustra a la perfección a nuestro monarca, un Felipe VI que ha dado a España y al mundo con su absentismo un ejemplo perfecto de Rey absolutamente «pasmao» ―como diría Alfonso Guerra―. Ni ha estado, ni está, ni estará en la crisis de Catalunya, crisis que es la de un país y la de un Estado del que este pasmarote ostenta la jefatura (¡?).
Así empieza el libro «Crónica del rey pasmado», magnífica novela de Gonzalo Torrente Ballester, comienzo que viene al pelo para describir la bochornosa jornada del «referéndum» catalán, y cuyo título ilustra a la perfección a nuestro monarca, un Felipe VI que ha dado a España y al mundo con su absentismo un ejemplo perfecto de Rey absolutamente «pasmao» ―como diría Alfonso Guerra―. Ni ha estado, ni está, ni estará en la crisis de Catalunya, crisis que es la de un país y la de un Estado del que este pasmarote ostenta la jefatura (¡?).
La verdad es que en nuestra larga historia monárquica hemos tenido
muchos reyes pasmaos, debido a las aficiones ―tanto de Austrias como de
Borbones― por una serie de actividades con las que pretendían evadirse
del cumplimiento de sus obligaciones de gobierno, que con frecuencia
eran realizadas por sus validos. Entre éstas, destacan sobremanera el
desmedido entusiasmo de nuestra monarquía por la caza, referida ésta
tanto a la cinegética animal, como al disfrute carnal extramarital.
Un ejemplo inmejorable lo tenemos en el emérito Juan Carlos,
entusiasta de los dos tipos de caza. Tampoco este señor ha dicho esta
boca es mía sobre el desafío secesionista, por cierto, aunque no se
esperaba que dijera algo sustancioso, ya que en Cataluña no hay
elefantes, que yo sepa, excepto el paquidermo blanco que ustedes ya
conocen.
Felipe IV ―el pasmao soberano de la novela― se queda en este estado
debido a la contemplación del cuerpo desnudo de una mujer. Sin embargo,
nadie puede diagnosticar a ciencia cierta el verdadero motivo por el que
su tocayo permanece en un estado de tan alarmante letargia, que le
incapacita para el desempeño de sus obligaciones, abandonando a su
suerte al país al que representa y al que se debe. A lo mejor es que se
queda con la boca abierta al ver a España desnuda, vete a saber.
En cuanto a Rajoy, además de pasmao, otro adjetivo que le cuadra a
las mil maravillas es el de «Don Tancredo», sin que sirva de excusa para
su patética inacción su origen gallego.
Para quien no lo sepa, la suerte de Don Tancredo era un lance taurino
que tuvo alguna aceptación en la primera mitad del siglo XX, que
consistía en que un individuo, subido sobre un pedestal en el centro del
coso, vestido con ropas cómicas y totalmente pintado de blanco,
esperaba al toro a la salida de chiqueros, intentando engañar al toro
para que pensara que se encontraba ante una estatua de mármol, por lo
cual ―dada su aparente dureza y solidez― no debía embestirla.
Su nombre proviene de que el inventor de este numerito cómico fue un
torero natural de Valencia, llamado Tancredo López, que creó esta suerte
como un medio desesperado de ganar algún dinerillo. Rajoy «el
tancredito» no es que quiera ganar dinero, pero es un hecho
suficientemente conocido que, con tal de pisar las maquetas del poder,
se puede hacer cualquier cosa. Así que, si traducimos el cornúpeta por
el desafío secesionista catalán, ahí tenemos a Rajoy en todo su
esplendor, haciendo la estatua tancredista, a ver si cuela.
No tiene toda la culpa, por supuesto, ya que simplemente Rajoy es el
último de la fila, al que le ha tocado coger por los cuernos al miura
catalán, criado, amamantado y cebado por todos los gobiernos que en
nuestra «democracia» han sido.
¿Cómo calificar a estos gobiernos cobardes, felones y traidores, que
han engendrado al Frankestein catalán? Pues su ominosa labor me recuerda
a un juego que había en la Edad Media, cuya intención era favorecer el
entrenamiento militar, consistente en un muñeco de tamaño natural fijado
a un mástil, con los brazos dispuestos en cruz, en uno de los cuales
portaba un escudo, y en el otro una contundente maza. Se llamaba
«estafermo» ―derivado del italiano «sta fermo» («estar firmes»)―. El
objetivo del juego era que un jinete al galope golpeara el escudo del
muñeco justo en el centro, con lo cual el estafermo se giraba,
amenazando con la maza al jinete que iba por detrás, que debía esquivar
el golpe haciendo gala de reflejos, so pena de recibir un buen sopapo.
Magnífica metáfora para ilustrar nuestra penosa «democracia», en la
cual los sucesivos gobiernos han ido pasando el muerto catalán unos a
otros ―¡pasa la bola!―, sin importarles colmar a los catalanes y vascos
de prebendas y dineros con tal de acceder al poder, sabiendo que estaban
criando un cuervo que después nos sacaría los ojos, que estaban
incubando un monstruo Leviatán que después nos podría devorar. Pero les
daba igual, con tal de que el levantamiento catalán no tuviera lugar
bajo su mandato, pues así se evitaban la ignominia de pasar a nuestra
historia como unos hediondos Bellidos Dolfos, como los «perfectus
detritus» que eran.
Sí, porque venían catalanes y vascos y golpeaban su patético
muñequito, que acusaba el golpe girando sobre sí mismo, y pasaba el
impacto y la amenaza al gobierno que venía detrás, para que se apañase
en esquivarla como pudiese.
Sin embargo, no es justo achacar la culpa de la descomposición de
nuestro Estado y el ultraje a nuestra historia solamente a nuestros
políticos pasmaos. En cierta ocasión vine a insinuar que la España
actual era un «infierno de cobardes», pero es necesario precisar algo
más, ya que de ser «paraíso de héroes» hemos pasado a ser «infierno de
pasmaos».
¿Cuál es la causa de la estupefacción que causa el estado de pasmao
de nuestro pueblo, incapaz de movilizarse con un mínimo de dignidad ante
los esperpentos y las corruptelas de nuestra clase política? Pues,
aunque no se sea sociólogo, cualquiera puede decir que hay tres causas
principales de este estado de catatonia rayano en la lobotomía.
En primer lugar, tenemos la cobardía, defecto moral que está en
estrecho maridaje con la «pasmaura», pues de todos es sabido que el
temor paraliza los reflejos, sume a quien lo padece en un estado de
inacción e inmovilismo, cuya única acción es el escapismo y la huida.
Por el contrario, el coraje y el valor mueven la adrenalina, dan brillo a
la mirada, y bombean energía desde corazones arrebatados, a los que
impele a la acción.
Nunca hemos sido, empero, un pueblo de cobardes. Sin embargo, entre
los independentistas hay bastantes, que se envuelven en las esteladas y
berrean las consignas indepes solamente para evitar quedar marcados por
el estigma de españolistas, y que esta marca de Caín les haga la vida
insoportable por el acoso de los radicales.
Pero,
en mi opinión, hay algo peor que la cobardía: la indiferencia, segunda
causa del estado de pasmao. El cobarde al menos, tiene conciencia de que
sucede algo, de que existe peligro, y por eso busca refugio en la
inacción, escondiendo la cabeza en la arena, escaqueándose de todo
aquello que suponga amenaza y riesgo. La indiferencia, sin embargo, es
el peor de los males que pueden aquejar a los ciudadanos de un país, ya
que les hace insensibles a cualquier cosa que no sea su ombligo, su
comodidad, el disfrute de sus grandes y pequeños placeres, su pequeña
familia… El pasmao por indiferencia ni sabe, ni quiere saber nada,
passsando de todo porque nada le interesa, porque todo le resbala,
porque todo le da igual, mientras no afecte manera muy clara a su
pequeño mundo. Y, muchas veces, ni aun así es capaz de intentar tomar
conciencia de cómo los poderes fácticos y la manipulación mediática le
engañan y esclavizan. El cobarde puede llegar a ser un héroe en
circunstancias extremas, casi sin proponérselo. Del indiferente, por el
contrario, nada se puede esperar, sino que lo esquilen en cualquier
aprisco, o que Dios los vomite de su boca.
Con todo, es posible que no haya pueblo en el mundo que haya
soportado un lavado de cerebro parejo al nuestro, pues entre la obsesiva
ideología progre transmitida en la enseñanza y los medios de
comunicación ―tendente a aniquilar cualquier rastro del franquismo― y el
consumismo atroz, nos hemos quedado absolutamente pasmaos, abducidos
por una indiferencia suicida ante los destrozos de nuestra patética
«democracia».
¿Cómo hemos llegado hasta aquí, hasta este ominoso silencio de los
corderos, hasta convertirnos en un país «sin pulso», como dijo en 1898
Francisco Silvela en un memorable discurso para referirse a la crisis de
España tras la pérdida de Cuba? Ahora no hemos perdido ninguna colonia,
pero estamos muy cerca de perder algo mucho más grave: una parte
entrañable de nuestra geografía y de nuestra historia.
Pero las palabras de Francisco Silvela siguen siendo, por desgracia, de plena actualidad: «No se oye nada: no se percibe agitación en los espíritus, ni movimiento en las gentes. Los doctores de la política y los facultativos de cabecera estudiarán, sin duda, el mal: discurrirán sobre sus orígenes, su clasificación y sus remedios; pero el más ajeno a la ciencia que preste alguna atención a asuntos públicos observa este singular estado de España: dondequiera que se ponga el tacto, no se encuentra el pulso. Monárquicos, republicanos, conservadores, liberales, todos los que tengan algún interés en que este cuerpo nacional viva, es fuerza se alarmen y preocupen con tal suceso. Las turbulencias se encauzan; las rebeldías se reprimen: hasta las locuras se reducen a la razón por la pena o por el acertado régimen: pero el corazón que cesa de latir y va dejando frías e insensibles todas las regiones del cuerpo, anuncia la descomposición y la muerte al más lego. La guerra con los ingratos hijos de Cuba no movió una sola fibra del sentimiento popular».
Aparte de ser un país pasmao, otro adjetivo que nos cuadra a la
perfección es que somos un país «trapisondista». Resulta que en Asia
Menor existió realmente el imperio de Trapisonda, absorbido
posteriormente por los turcos, imperio del que don Quijote llegó a soñar
que le nombraban emperador. Una trapisonda es una hazaña totalmente
estéril ―una «quijotada», vamos―, y un trapisondista es alguien que
tiene la manía de enredar, que se mete en líos casi imaginados de los
que no sacan más que otros líos y problemas. Por supuesto, estamos
hablando de la quijotada de las autonomías, del laberinto del Minotauro
en que nos metió la funesta Transición, con la que quisimos cubrirnos de
gloria y cuyo resultado final ha sido, como le sucedía a los piratas de
Astérix, «cub’innos e idículo».
Y
hay una tercera causa que el hecho de España un país pasmao, algo mucho
peor que la cobardía y la indiferencia: la complicidad. Desde este
punto de vista, la crisis catalana ha sido posible porque todos nuestros
políticos de la «democracia», sin distinción, se han conjurado para
llevarla a cabo, pues están de acuerdo con ella, siguiendo los dictados
de quienes ya saben: Bilderberg y los clanes mundialistas, a los cuales
se han sometido la inmensa mayoría de los políticos más relevantes de
nuestra «democracia».
Les vencimos ignominiosamente con el franquismo, pero ahora se las
pagaremos todas juntas. Para eso capitanearon la Transición, para
destruir al único país que les había derrotado, derribando de paso en
nuestros solares la antaño inconmovible columna de la fe católica: Alea
jacta est. Es decir: la suerte está echada.