¿Iglesia de los pobres o riquezas de la Iglesia? (1-4)
«Dice
Judas…: “¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos
denarios y se ha dado a los pobres?”. Pero no decía esto porque le
preocuparan los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía la bolsa,
se llevaba lo que echaban en ella. Jesús dijo: “Déjala, que lo guarde
para el día de mi sepultura. Porque pobres siempre tendréis con
vosotros; pero a mí no siempre me tendréis”» (Jn 12,4-8).
— «¡Ahhh! ¡Si vendiera todo el oro del Vaticano…! ¿a cuánta gente
podría alimentarse?» —decía una señorona mientras miraba un cuadro de la
Capilla Sixtina en un salón de belleza. — «¡Claro! ¡Si hasta banco propio tienen —agregaba otra mientras se limaba las uñas— y hay tantos pobres en África…!
Mientras tanto, una jovencita que se dedicaba a barrer el piso, pensaba para sus adentros:
— «¡Qué raro! Yo siempre que fui a mi parroquia volví con algo en la mano para mis hijos…».
Es que no hay caballito de batalla más trillado que el de «las
riquezas del Vaticano» vs. «los pobres en el mundo», donde siempre la
Iglesia termina perdiendo por goleada. Pero, ¿cómo es la cosa? La
Iglesia: ¿debe ser pobre o no? ¿Es realmente tan rica como se dice? ¿No
debería quedarse con nada y entregar todo a los necesitados, como decía
Cristo?
Vayamos por partes, entonces.
En los primeros tiempos del Cristianismo, más precisamente luego de
la Ascensión de Cristo a los cielos, los primeros discípulos se
encontraron frente a una dificultad, es decir, eran tantos los que iban
en búsqueda de ayuda, salud, etc., que no daban abasto. ¿Cómo harían
para predicar frente a tanta necesidad material, frente a tantos pobres,
huérfanos y viudas que apenas si les daban tiempo para respirar?
Era cierto que, desde sus inicios, el cristianismo había estado
emparentado con la gente más sencilla. Hasta el mismo Jesús había
predicado que era más fácil para ellos entrar en el Cielo, pero no por
el hecho de ser pobres, sino porque, al carecer de riquezas, las
tentaciones respecto de ellas son menores (si no, preguntémosle a algún
multimillonario las enormes preocupaciones que padece por mantener su
riqueza).
Había que predicar, decíamos, sin desatender a los más humildes.
¿Cómo hacerlo? La solución llegó pronto con la institución de los
diáconos (o «servidores»)[1]
y fue tan acertada que hasta los Papas mismos quisieron tener alguno de
confianza a su lado para que ayudase a la Iglesia de Roma, como el caso
de San Lorenzo, mártir, originario de España.
Lorenzo había sido nombrado diácono por el papa San Sixto en tiempos
de la persecución del emperador Valeriano. Cierto día, sin embargo, el
pontífice fue apresado por lo que el diácono corrió a su encuentro para
postrarse a sus pies:
— «¿Adónde vas, oh padre, sin tu hijo?» —dijo el fiel servidor.
— «A ti, hijo mío, te aguardan más rigurosos suplicios, y más gloriosa victoria: anda a repartir a los pobres los tesoros de la Iglesia; porque presto me seguirás como hijo al padre y como diácono al sacerdote».
Cumplió san Lorenzo enteramente la voluntad del pontífice, y gastó
toda la noche en visitar a los pobres y repartirles los cálices,
ornamentos y demás vasos sagrados que iban a ser profanados por las
tropas del emperador. Al día siguiente, luego de haber cumplido la
orden, volvió hasta el lugar de detención y, momentos antes de cumplirse
la condena, dijo al Papa:
— «No me desampares, padre santo: ya he cumplido tu mandato distribuyendo los tesoros que me encargaste».
Al oír estas palabras, los verdugos las comunicaron al emperador quien lo mandó llamar:
— «Quiero los tesoros de la Iglesia» —le dijo.
San Lorenzo, pidió un par de días para cumplir con el pedido. Así,
luego de recorrer la ciudad de Roma, fue llamando a una gran cantidad de
ciegos, cojos, mancos y pobres, a quienes había socorrido y los llevó
frente al emperador, diciéndole:
— «Aquí están; estos son los tesoros de la Iglesia»[2].
La Iglesia de los pobres
El tiempo y la providencia divina hicieron que el cristianismo no
sólo comenzase a ser aceptado por los emperadores, sino que hasta se
convirtiese en la religión oficial del Imperio Romano.
— «¿Qué clase de religión es aquella donde son capaces hasta de dar
la vida por un miserable mendigo?» —se preguntaban los paganos.
La actitud de los primeros cristianos, como veremos, logrará cambiar
la mentalidad del mundo antiguo, pues será la Iglesia y no otra, la que
tendrá la misión de desarrollar la virtud de la caridad como la
conocemos actualmente en occidente[3].
Se dirá —y es verdad—que en la antigüedad clásica ya existía el
sentimiento filantrópico o el altruista, pero su finalidad apenas se
acercaba a lo que se desarrollaría bajo el cristianismo, pues la caridad
es el amor al prójimo por amor a Dios, lo que la diferencia de la filantropía.
Que había existido la caridad en la antigüedad, nadie lo niega, pero
como dice Woods, era distinta a la cristiana, pues «era casi siempre
interesada, antes que puramente gratuita. Las construcciones financiadas
por los ricos exhibían sus nombres en lugar destacado»[4],
mientras que en la Iglesia el anonimato era casi una ley: «cuando hagas
limosna… que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha» (Mt
6,2-4).
Es cierto que la famosa escuela de los estoicos recomendaba hacer el
bien como un deber de buen ciudadano, pero jamás se pondría en su lugar
compadeciéndose por un hermano en el dolor, como decía Séneca:
Consolará el sabio a los que sufren, mas sin sufrir con ellos;
socorrerá al náufrago, dará hospitalidad al proscrito y limosnas al
pobre (…) devolverá el hijo a la madre que por él llora, salvará al
cautivo de la arena e incluso dará sepultura al criminal; mas en todo
momento permanecerá su rostro inalterado (…) Sólo unos ojos enfermos se
humedecen al contemplar las lágrimas en otros ojos[5].
Esta caridad casi «empresarial» y desencarnada era la que reinaba en
el mundo antiguo; una caridad incapaz de llorar por un amigo, como lo
haría Jesucristo por la muerte de Lázaro.
¡Si hasta da entre gracia y estupor el recordar lo que dijo el
célebre filósofo estoico Anaxágoras al enterarse de la muerte de su
hijo!:
— «Sabía que había engendrado un mortal…» —respondió cuando supo de su deceso…
No. La caridad o filantropía antigua no era igual que la cristiana. Era algo nuevo: «Os doy un mandamiento nuevo:
amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34-35); «Habéis oído que
se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pues yo os digo:
Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os hacen daño» (Mt
5,43-44). La caridad de la Iglesia fue realmente una revolución, de allí
que uno de los primeros autores eclesiásticos, Tertuliano, decía de los
primeros discípulos: «¡Mirad cómo se aman!» (Apologeticum, 39,7).
Este testimonio ha sobrepasado los límites de la Iglesia y del
tiempo, al punto que hasta ciertos autores que se encuentran en la
vereda de enfrente llegan a decir: «No cabe la menor duda (…) de que la
caridad ocupó en la Antigüedad una posición en modo alguno comparable a
la que ha alcanzado con el Cristianismo. La ayuda era competencia casi
exclusiva del Estado y venía dictada más por la política que por la
benevolencia»[6].
Desde los primeros momentos, como venimos diciendo, la Iglesia
comenzó a ocuparse de los más necesitados, de aquellos hombres y mujeres
segregados por la sociedad y atormentados por la soledad, al punto que
se creía que, la religión de «los galileos», era una religión para los
pobres. Era tal la caridad de los cristianos en aquellos siglos que ese
solo testimonio era motivo de grandes conversiones. Todos hallaban un
tiempo para dedicarse a sus hermanos, incluso aquellos que tenían por
función una labor más intelectual, como los Padres de la Iglesia[7]:
San Agustín fundaría un hospicio para peregrinos y esclavos fugados;
San Juan Crisóstomo llegó a abrir hospitales en Constantinopla; San
Cipriano organizó campañas de ayuda en tiempos de hambruna y escasez,
reprochándole a los paganos su falta de caridad: «no mostráis compasión
alguna por los enfermos, sino que con codicia saqueáis a los difuntos; y
aquellos a los que el miedo impide ser clementes, se atreven sin
embargo a obtener ilícitos beneficios. Aquellos que rehúsan enterrar a
los muertos, corren con avaricia a apropiarse de lo que dejan»[8].
Mientras los paganos aún en el siglo III arrinconaban a los enfermos
alejándose incluso de sus seres más queridos, los cristianos —como narra
el obispo de Alejandría Dionisio— «no se abandonaban los unos a los
otros, sino que permanecían unidos y visitaban a los enfermos, sin
pensar en el peligro que corrían, para ocuparse de ellos asiduamente»[9].
Tales eran las obras de la Iglesia en los primeros siglos que hasta
sus enemigos terminaban por reconocerlas: «es increíble el celo con que
quienes profesan esta religión se ayudan unos a otros en la necesidad,
para lo cual no escatiman esfuerzos. Su dador de la ley inculcó en ellos
la idea de que todos eran hermanos», decía con asombro el escritor
pagano Luciano (130-200).
Hasta el mismo Juliano el Apóstata, emperador romano y cruel
perseguidor de los cristianos (360), reconocía que los cristianos
superaban con creces a los paganos en devoción por la caridad:
Estos impíos galileos no sólo alimentan a sus pobres, sino también a los nuestros [10].
Mientras que los sacerdotes paganos desprecian a los pobres, los
odiados galileos [los cristianos] se entregan a obras de caridad[11].
El dato del emperador romano no es menor; Juliano —luego de apostatar
por un lamentable episodio de su infancia— decidió reformar el
paganismo introduciendo algunos contenidos cristianos (los sacerdotes
paganos deberían promover el amor a Dios y al prójimo, etc.), pero fue
en vano pues, como él mismo lo señalará en sus cartas[12], era imposible emular la caridad.
[1]
«Por aquellos días, al multiplicarse los discípulos, hubo quejas de los
helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en
la asistencia cotidiana. Los Doce convocaron la asamblea de los
discípulos y dijeron: “No parece bien que nosotros abandonemos la
Palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto, hermanos, buscad de
entre vosotros a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de
sabiduría, y los pondremos al frente de este cargo; mientras que
nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra”.
Pareció bien la propuesta a toda la asamblea y escogieron a Esteban,
hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe, a Prócoro, a Nicanor, a
Timón, a Pármenas y a Nicolás» (Hechos 6,1-5).
[2] Luego de ello San Lorenzo fue quemado vivo en el año 258 (Cfr. Francisco de Paula Morell, Flos sanctorum, Santa Catalina, Buenos Aires s/f, 234).
[3] Para esta parte nos inspiraremos en el libro de Thomas E. Woods, Cómo la Iglesia construyó la Civilización Occidental,
Ciudadela, Madrid 2007, 211-229 (las citas en inglés están tomadas de
esta obra). De consulta obligada para ello resulta el libro de Santiago
Cantera, Historia breve de la caridad y de la acción social de la Iglesia, Voz de Papel, Madrid 2005.
[4] Thomas E. Woods, op. cit., 212.
[5] W. E. H. Lecky, History of European Morals From Augustus to Charlemagne, vol. l, D. Appleton and Company, Nueva York 1870, 199-200 (Cfr. ibídem, 213).
[6] Op. cit., 83.
[7]
Se denomina así a los primeros autores eclesiásticos que transmitieron
la Tradición de la Iglesia según la habían oído de parte de los
Apóstoles.
[8] Gerhard Uhlhorn, Christian Charity in the Ancient Church, Charles Scribner’s Sons, Nueva York 1883, 187-188.
[9] Alvin J. Schmidt, Under the Influence: How Christianity Transformed Civilization, Zondervan, Grand Rapids, Mich. 2001, 152.
[10] Alvin J. Schmidt, The Social Results of Early Christianity, Sir Isaac Pitman & Sons, Londres 1907, 328.
[11] Cajetan Baluffi, The Charity of the Church, Gill and Son, Dublin 1885, 16.
[12] Cfr. Ep. 83, J. Bidez, L’Empereur Julien. Œuvres complètes, París 19602, I, 2a, 145.