San Martín y Bolívar: su política religiosa (6 y último)
Por Enrique Díaz Araujo
La Autonomía respecto del Consejo de Regencia gaditano, proclamada en
varias secciones de América en 1810, fue un acto de fidelismo,
tributado al Rey cautivo. No obstante, Fernando VII, al ser restituido
al trono a la caída de Napoleón, en 1814, no lo interpretó así, y
prosiguió, intensificando la guerra que las Regencia habían iniciado
contra América. Tamaña ingratitud real- [1]-
movió necesariamente a la Independencia respecto de la Corona de
Castilla, y a sostenerla mediante un esfuerzo bélico.
En esa tarea se
significaron tres caudillos, Iturbide en México, Bolívar, en la Gran
Colombia, y San Martín en Sur América.
Los tres buscaban, ante todo y por sobre todo, la Independencia de
sus respectivas regiones, las cuales, eventualmente, se coaligarían,
formando, como decía Bolívar, “la más grande nación del mundo”. También
sabían que para consolidar dicha Independencia debían instalar gobiernos
firmes y respetados, y evitar, a toda costa, la Anarquía. Esta
sobrevendría si una vez cortado los lazos que nos unían al Padre Rey, se
fracturaba aquella “costumbre de obedecer” que había caracterizado a
América, conforme a la descripción de Bolívar, en su famosa “Carta de
Jamaica”.
También hemos afirmado que al Rey se lo acataba, como a toda buena
autoridad, porque su principal imagen era la de Padre, un buen patriarca
antes que un señor y un monarca- [2]-.
De un Padre que protegía a una Madre, la Madre Iglesia, sostenida por
el Patronato Real. Luego, para evitar el hiato gubernamental los
patriotas tenían que arbitrar un sucedáneo de la autoridad real.
Los tres Libertadores coincidían en un punto: había que fortalecer el
respeto por la Madre Iglesia, venerando a la Madre Virgen. Simón
Bolívar, que de los tres era el que poseía dotes literarias, y al cual
le placía oralizar esos pensamientos, a los que sabía expresar con
precisión y elegancia, en 1827, en una reunión de obispos, diría:
Para huir de la orfandad, la receta consistía en reafirmar los lazos
de unión con la Madre Iglesia. A ese efecto, les vino de perlas el
predominio de los constitucionalistas liberales y anticlericales
peninsulares, cuyo símbolo fue la Constitución sancionada por las Cortes
en 1812. Debe recordarse que si el Renacimiento había supuesto en
España una “Edad Media tardía”, en la frase de don Ramón Menéndez Pidal,
ya instalada la Modernidad en la Metrópolis (desde el reinado de Carlos
III; pero, sobre todo, con los gobiernos de la Junta Central, la
Regencias y las Cortes), en América subsistía la tradición religiosa de
la Cristiandad. Había, dijo Álvaro Gómez Hurtado, una “asincronía” que
inclinaba a remozar en América la Cristiandad, con la doctrina de la
Ciudad de Dios- [4]-.
De esa suerte, aquel liberalismo peninsular chocó con el
tradicionalismo americano, y de ello sacaron muy buen partido los
Libertadores. En ese sentido, Don Demetrio Ramos Pérez comienza por
apuntar que:
“El revolucionarismo liberal español llegó a creer, vanidosamente, que sólo en sus cenáculos estaba el patrimonio de una lúcida regeneración. De sus mentores nacía la doctrina y América sólo tenía, para ellos, el papel de educanda. Hacia América fueron sus ideas y sus manifiestos; de América habían de venir sus discípulos”.
Sin embargo, el sentido de los hechos fue el inverso al imaginado. Entonces, el constitucionalista liberal:
“Álvaro Flores Estrada acusó a la Juntas americanas que “venían a continuar el “Antiguo Régimen” del despotismo, contra el auténtico sentido liberal que encarnaba en las Cortes de Cádiz”.
Por consiguiente, resultó que:
En efecto, en su “Proclama de Pisco” ( del 8.9.1820), San Martín
condenó la Constitución de Cádiz, elaborada “bajo el influjo del
espíritu de partido” y que “no tiene la menor analogía con nuestros
intereses”. Procediendo a derogarla al entrar en Lima. Mientras que
Bolívar, en carta a Olañeta (del 28 de enero de 1824), dijo que esa
Constitución era un “monstruo”. De esa forma, “la Pepa” (apodo popular
de la constitución liberal española) prestó un servicio inesperado a la
causa de la Independencia, facilitando que el Clero y los Patriotas se
asociaran para repudiarla.
Así se consolidó el proyecto sobre la Madre Iglesia ( no obstante, la
falsas imputaciones de masonismo que quisieron atribuirles a los
Libertadores).
Empero, subsistía la cuestión central del modo de reemplazo del Padre Rey.
Iturbide y San Martín pensaban- más allá de sus íntimas preferencias-
que esa condición se cumpliría si un miembro de la dinastía borbónica
se constituía en monarca americano, a partir del respeto por la
Independencia. Existían, al respecto, los precedentes de la propia
familia Borbón, instalada por la Guerra de Sucesión, que había gobernado
España independiente de su Francia originaria, y el más reciente de los
Braganza lusitanos, al dejar un heredero, con el carácter de Emperador
en Brasil, sin dependencia de Portugal. Casos resueltos sin traumas
anárquicos. Bolívar no compartía, en 1822, ese proyecto, dado que
deseaba que el futuro Emperador fuera un americano y no un Borbón. En
gran medida la solución estuvo en manos de Fernando VII, cuando recibió
los tratados de Córdoba y Punchauca, suscritos por Iturbide y San
Martín, respectivamente, con los virreyes O´Donojú y La Serna. Pues, el
Rey una vez más se volvió a equivocar y rechazó la solución realista y
prudente que se le ofrecía para conseguir la paz en América. Fracasado
su proyecto, y carente de fuerzas suficientes para continuar la guerra
en el Perú, San Martín se apartó de la escena, y, luego sus enemigos
liberales rioplatenses, lo obligaron a exiliarse en Europa. Iturbide
recurrió al expediente de proclamarse él Emperador, lo que de inmediato
suscitó las envidias y celos previsibles, que concluyeron con su
fusilamiento. Bolívar, tras la batalla de Ayacucho que en 1824 puso fin a
la guerra de la Independencia, intentó instalarse como Emperador de los
Andes, de un modo vitalicio, como lo consignó en la Constitución de
Bolivia. Las fuerzas centrífugas liberales, encabezadas por Santander le
impidieron consolidar ese modelo. Tras su experiencia de la Dictadura
de 1828 a 1830, y el asesinato de Sucre, su eventual sucesor, Bolívar se
retiró a morir, completamente desengañado de la suerte americana.
Los que hemos trabajado por la independencia americana “hemos arado en el mar”,
dirá al final Bolívar. El Plan inicial de la Independencia, de las tres
regiones autónomas que se iban a confederar en una “anfictionía” del
istmo de Panamá, se estrelló. Iberoamérica, como deseaban los ingleses y
sus logias, se balcanizó. Predominaron los gobiernos liberales
francófilos y anglófilos. Surgió, entonces, afirma el nicaragüense Julio
Ycaza Tigerino, “para nuestra desgracia, la casta de los ideólogos”.
Desde el momento en que:
Desde ese momento, se instala la Anarquía tan temida en Iberoamérica
(con la sola excepción del Chile Portaliano) y ésta se torna
ingobernable. Cual diría hacia 1850 el gran canciller conservador de
México, Don Lucas Alamán, al introducir las teorías liberales:
Los frutos de la Independencia no resultaron agraces por la Anarquía,
que a nombre de la Libertad, introdujeron los ideólogos liberales en
América.
De todas maneras, maguer su intento fallido, los Libertadores dejaron
dos herencias perdurables. La primera, la propia Independencia. Simón
Bolívar, en el último mensaje al Congreso, el 24 de enero de 1830,
concluía:
Glosándolo, el poeta argentino Leopoldo Lugones, en 1924, al festejar
en Perú el centenario de la Batalla de Ayacucho, dirá: “La
Independencia es lo único bien logrado que tenemos”.
Así es. Pero aun resta todavía la otra herencia que legaron los
Libertadores. En el periódico “El Despertador Americano”, de la Ciudad
de México, del 20 de diciembre de 1810, se afirmaba que como la Virgen
de Guadalupe no había venido a fracasar, América continuaría siendo:
“ el último refugio para la religión de Jesucristo”.
Así fue. Y, ya no como meros historiadores, sino como cristianos, por nuestra parte añadimos: que así continúe siendo.
Dr. Enrique Díaz Araujo
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[1].-
Esas eran las mismas palabras que Juan Manuel de Rosas, Encargado de la
Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, empleó en su
arenga del 25 de mayo de 1836, luego de alabar el pronunciamiento de
1810, por ser un “acto de generosidad y patriotismo, no menos que de
lealtad y fidelidad”, fue mal pagado por el Rey, con “tamaña
ingratitud”: Irazusta, Julio, Tomás de Anchorena. Prócer de la Revolución, la Independencia y la Federación, Bs. As., La Voz del Plata, 1950,pp. 29-30.
[2].-
En el orden legislativo, existía el principio del “acato, pero no
cumplo”, ante una ley manifiestamente arbitraria, que autorizaba la
desobediencia. En el orden judicial, se reglaba el recurso de segunda
suplicación, que permitía que una vez cerrada la vía judicial, se
pudiera todavía acudir directamente al soberano, peticionando que
aplicara al caso, no la justicia legal, sino la equidad. Dos pruebas de
que operaba un orden patriarcal, al que ha sido ajeno el positivismo
legalista moderno. Como la función local de establecer el “justo
precio”, también diverso de la pura ley de la oferta y la demanda
liberal. De ahí nacía el paternalismo que, según Thimothy Anna “permitía
España gobernar un imperio gigantesco…sin tener que hacer uso de la
fuerza”: op. cit., pp. 32, 33, 34. Era la “auctoritas patris”, del
paternalismo monárquico, como proyección sociopolítica de la familia:
Calderón Bouchet, Rubén, Sobre las causas del orden político, Bs. As., Nuevo Orden, 1976, p. 154.
[3].- André, Marius, Bolívar, cit., p. 271.
[4].- Gómez Hurtado, Álvaro, La Revolución en América, Barcelona, Editorial AHR, 1958, pp. 74, 75, 78, 81.
[5].- Ramos Pérez, Demetrio, “Las Cortes de Cádiz y América”, en: Revista de Estudios Políticos, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, n° 126, noviembre-diciembre 1962, pp. 452-453, 463 nota 83, 499, 550.
[6].- Ycaza Tigerino, Julio, Sociología de la Política Hispanoamericana, Madrid, Seminario de Problemas Hispanoamericanos, Cuadernos de Monografías n° 12, 1950, pp. 74, 155.
[7].- cit. por: Romero, José Luis, El pensamiento político de la derecha latinoamericana, Bs. As., Paidós, 1970, pp. 83-84.
[8].- Madariaga, Salvador de, op. cit., t° II, p. 482.