La Revolución Francesa: ¿un levantamiento popular?
«Si es verdad que las conjuraciones
son tramadas a veces por gentes de talento,
son siempre ejecutadas por bestias feroces»
(Antoine de Rivarol)
Muchos,
muchísimos son los libros acerca de la Revolución Francesa. Ella, al
decir del “sentir común”, ha sido la “culminación del proceso de
liberación”, de la liberación de los reyes, de la Iglesia y de sus
creencias, donde el hombre “se dio cuenta de que era libre”: libre de
las jerarquías, libre de los dogmas, de la moral, de la tradición… Ni
trono, ni Dios, ni culpa, ni guerras, ni cárceles, “prohibido prohibir”,
jauja, paz y felicidad universal y veinte etcéteras más.
Se trata de un “dogma” conocido y repetido por los divulgadores de la
historia oficial. Y si no, hagamos la prueba…; preguntémosle a un
universitario medianamente “cultivado”, cuáles son las ideas que le
vienen a la cabeza cuando escucha decir las palabras “Revolución
Francesa”; muy seguramente responderá:
– “Democracia”.
– “Siglo de las luces”.
– “Libertad, igualdad, fraternidad”.
– “Revolución y soberanía popular”.
– “Tolerancia”.
– “Lucha por los derechos humanos”.
Etc., etc., etc…
Y no se equivoca en la repetición. Es lo que se viene explicando hace 200 años en nuestros colegios y centros de estudios.
Con el objeto de dar un pantallazo general acerca de la “gloriosa
revolución” desmenuzaremos brevemente tres temas: los hechos, la
ideología encarnada y la respuesta del pueblo ante “el glorioso
acontecimiento”.
Rondaba el año 1789. Francia se encontraba en una situación
financiera desastrosa; era, al decir de algunos historiadores, un país
rico en un estado pobre, con un rey debilitado moralmente y una deuda
externa demasiado grande; todo hacía pensar que la bomba de tiempo
estallaría rápidamente.
Como si fuese poco, los ministros que rodeaban al monarca eran, en
mayor o menor medida, contrarios a la monarquía y a la religión
católica… Frente a todo ello el rey se veía en una disyuntiva y,
haciéndose violencia, aumentaba los impuestos. La decisión no era fácil,
lo sabía, pero no quedaba otra salida; la medida traería inmediatamente
un gran descontento en la burguesía y los altos mandos militares
(todavía se debían sueldos de la campañas realizadas). Por último y como
cereza del postre, las malas cosechas y sequías de 1788-1789
terminarían de secar las pocas reservas del tesoro real.
Algo olía mal en Francia…
Las de arriba eran solo las causas próximas de lo que se vendría; ya
desde años atrás la revolución había comenzado en las mentes de ciertos
escritores, actores y propagandistas autodenominados “iluminados” que
–como formadores de opinión– transmitían lo que les dictaba la “luz” de
la razón, según decían. Sobre esto afirmaba el escritor francés Rivarol:
“Los filósofos enseñaron al pueblo a burlarse de los sacerdotes, y los
sacerdotes no estaban en condiciones de hacer respetar al rey, causa
palmaria de debilitamiento de poderes. La imprenta es la artillería del
pensamiento. No es lícito hablar en público, pero es lícito escribir
cualquier cosa. Y si no se puede tener un ejército de oyentes, es
posible tener un ejército de lectores”[1].
El fermento estaba preparado. Ante la conmoción nacional que se vivía, el rey, a petición del Parlamento, convocó a los Estados Generales
en el palacio de Versalles. Esta institución era un órgano consultivo
(de consejo) representado por los tres estamentos principales de la
sociedad: la nobleza, el clero y el “tercer estado” o burguesía que
actuaba en representación del pueblo con un voto único por estamento. En
esta oportunidad la convocatoria hizo que se distribuyeran del
siguiente modo: 291 por parte del clero, 270 por la nobleza y 578 por la
burguesía o pueblo llano[2].
En este sentido, hay que resaltar que el pueblo no participó nunca
de modo directo en las deliberaciones. La falta de educación y la poca
instrucción para los asuntos públicos hacían que “delegaran” su
representación en los burgueses y abogados de Francia, quienes eran los
que se veían directamente afectados por la crisis y por los nuevos
impuestos. De hecho, como veremos más adelante, el pueblo francés
siempre había guardado un gran cariño por el rey y la monarquía.
Como señala Sévillia[3], el Tercer Estado
bajo la presión de una minoría activista se declaró rápidamente
mandatario de toda la población y el 17 de junio de 1789 hizo declarar
la Asamblea Nacional (una especie de gobierno provisorio), jurando
no separarse hasta haber dado una nueva Constitución a Francia. A
partir de ese momento –decían– la soberanía ya no residiría en el
monarca sino en el pueblo y sus representantes (sobre todo en sus
“representantes”). La revolución política era un hecho[4].
Los opositores al régimen monárquico, aprovechando la debilidad del
rey y lo caldeado de los ánimos vieron oportuno levantar a la población
parisina y dirigirla hacia la antigua cárcel de la Bastilla donde se
encarcelaban a los presos políticos, signo de la “tiranía monárquica y
de la intolerancia feudal” –según decían.
Era el 14 de julio de 1789.
Una carta citada por Hipólito Taine que circuló por aquellos tiempos,
explica cómo se propagó la rebelión e indica de dónde provenía el
golpe: “¿Quieren conocer a los autores de los disturbios? Los
encontrarán entre los diputados del Tercer Estado y particularmente
entre los procuradores y abogados (…). Se leen sus cartas en voz alta en
la plaza principal, y se envían copias a todas las aldeas. En esas
aldeas, si alguien, además del cura y del señor, sabe leer, ese alguien
es el abogado, enemigo nato del señor, cuyo lugar quiere ocupar”[5].
El 12 de julio se propagó la noticia de que Necker (Ministro de
Economía de la corona Francesa) había sido echado. Un joven, pistola en
mano, en medio de una plaza comenzó a gritar: “¡Esta noche todos los
batallones de suizos y alemanes –soldados– extranjeros voluntarios al
servicio de la Corona, saldrán del Campo de Marte y entrarán en la
ciudad para degollarnos! ¡A las armas!”.
En la mañana del 14 de julio París se levantó agitada. Una multitud
había invadido la Plaza de la Grève y todos esperaban un grito que no
tardó en llegar: ¡A los Inválidos! En dicha institución se
resguardaban por aquel entonces un gran número de armas. Al llegar, los
manifestantes confiscaron de un saque unos 28.000 fusiles… Muchos de
ellos eran alborotadores profesionales a quien el duque de Orleans,
contrario a la corona, había apelado para efectuar sus golpes de mano.
Ya con las armas en alto se dirigieron a La Bastilla, un lugar
emblemático. Hacía tiempo que sobre ella se venían narrando las peores
atrocidades: que sus celdas eran oscuras, húmedas, llenas de sapos y
ratas y que hasta habría estado el famoso “hombre de la máscara de
hierro”, inmortalizado por el actor Leonardo Di Caprio en un film no muy
lejano. Gracias a los panfletos que circulaban se había hecho creer que
existía allí otro gran arsenal para “reprimir el movimiento popular”.
La verdad era muy distinta; como narra el padre Sáenz, “se trataba de
una prisión de Estado para personas de clase alta, casi un hotel de tres
estrellas”[6].
El populacho se volcó hacia La Bastilla y, luego de asaltarla por la
fuerza y matar a su director, encontró algo muy distinto de lo que
pensaba: solo habían allí cuatro presos de los cuales dos eran dementes,
otro era falsificador de letras de cambio y el último un joven
pervertido…
Sin embargo el acontecimiento tan minúsculo pero simbólico, adquirió
una relevancia protagónica en el imaginario colectivo, al punto tal que,
hasta el día de hoy, cada año Francia lo festeja como una fiesta
nacional. Muy lejos está de haber sido “popular” y “espontánea”, como
tres años después del suceso afirmaría el revolucionario Camille
Desmoulins en el Club de los Jacobinos: “no es una paradoja decir que
esta revolución –por la Bastilla–, el pueblo no la pedía, que no
ha ido delante de la libertad, sino que ha sido conducido (…). El pueblo
de París no ha sido sino un instrumento de la Revolución (…). Nosotros hemos sido los maquinistas”[7].
A partir de la toma de control por parte de la burguesía todo estaba
dicho. Los Estados Generales convertidos ya en Asamblea Nacional
comenzaron a legislar ante la mirada atónita del rey. Los
revolucionarios se habían dividido en dos partidos: los jacobinos (más
extremistas) y girondinos (liberales).
Pero repasemos algunas de las medidas tomadas en esos dos o tres años posteriores a 1789:
– El poder real pasó de manos del rey a un grupo de burgueses.
– Para evitar futuras restauraciones se ejecutó en “nombre de la libertad” al rey y a su familia.
– Se introdujo el matrimonio civil.
– Se facilitó el divorcio.
– Se equipararon los hijos legítimos a los naturales.
– Se logró la subvención de las prostitutas para mantener a la plebe ocupada.
– Se procedió al asesinato liso y llano de todos los detenidos por “sospecha” contra la República.
– Se ejecutó a miles de sacerdotes, religiosos y religiosas por el
solo hecho de profesar la Fe y se profanaron las tumbas y los lugares
sagrados.
En contra de lo que el pueblo quería, la Asamblea Nacional,
con un odio visceral contra todo lo que denotara un sesgo de tradición
(Iglesia, rey o monarquía) postulaba arrasar con todo y comenzar de
cero, al punto tal que llegó a sustituir el calendario gregoriano por
otro republicano (pues Cristo ya no existía); los meses fueron
rebautizados y las semanas se transformaron de jornadas de 7 días a
jornadas de 10 días; ¡todo para suprimir el día domingo! Las fiestas se
trocaron en fiestas nacionales, “Día de la Juventud”, “De la
Agricultura”, “De la Naturaleza”[8] e incluso se llegó a cambiar la oración del Padre nuestro: donde decía “adveniat regnum tuum” (“venga a nosotros tu reino”) debía decirse “adveniat republicam tuam” (“venga a nosotros tu república”)…
En la Catedral de París, Notre Dame, se proclamó el culto a “la diosa
razón” y, profanando el templo, se llevó a una conocida prostituta que
bailó semidesnuda sobre el altar para que le rindieran culto. De las 300
iglesias que existían en París solo quedaron 37 después de pocos años,
el resto fueron convertidas en cabarets, lugares de baile o simplemente
destruidas (el estado francés pagaría por cada piedra proveniente de las
iglesias). En un acto de salvajismo se abolió solemnemente la Religión
Católica creando para ello un nuevo culto oficial al Ser Supremo, del
cual el militar Robespierre sería el sumo sacerdote.
[1] Antoine De Rivarol, Escritos políticos (1789-1800), Dictio, Bs.As. 1980, 78-79
[2] Cfr. Sáenz, Alfredo, La Nave y las tempestades. La revolución francesa desatada, Gladius, Buenos Aires 2007, 30. De todos los pertenecientes al “tercer estado” la mayoría eran abogados y burgueses.
[3] Jean Sévillia, Historiquement correct, Perrin, París 2004, 179.
[4] Cfr. Jean Tulard, Jean-François Fayard et Alfred Fierro, Histoire et dictionnaire de la Révolution française, Robert Laffont, « Bouquins », 1987.
[5] Citado por Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades. La revolución francesa desatada., Gladius, Buenos Aires 2007, 26.
[6] Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades. La revolución francesa desatada, 50.
[7] Ídem.
[8]
Note el lector que hoy ocurre algo similar: entre el Día de la Mujer y
el Día de los Enamorados, la gente se ha olvidado de San Juan de Dios y
de San Valentín, presbítero y mártir (que, por cierto, nada tiene que
ver con la festividad que se le adjudica).