La “familia” liberal es demasiado
extensa. Tan extensa, que parece legítimo dudar de su condición de
familia. Y es que en ella puede encontrarse todo, menos homogeneidad:
pretender que Rousseau es lo mismo que Locke —ambos filósofos de las
llamadas “revoluciones burguesas”— es desconocer por completo las
tradiciones del pensamiento liberal.
Hay una inexorable multivocidad en el
liberalismo. Por eso los “liberalómetros” jamás funcionan: procuran
medir con una misma vara cosas medibles en distintas escalas. Y por eso,
también, se hace cada vez más necesario complementar con otros términos
aclaratorios la adhesión a determinado liberalismo: “liberalismo
libertario”, “liberalismo conservador”, “liberalismo clásico”,
“liberalismo igualitario”, “ordoliberalismo”, “liberalismo social”,
etcétera. Amén de la distinción según el ámbito de la realidad social:
“liberalismo político”, “liberalismo económico”, “liberalismo valórico”,
etcétera.
Se dirá, por supuesto, que liberalismo
hay uno solo: curiosamente, el verdadero siempre es al que nosotros
adherimos. Esto nos recuerda a aquella irónica sentencia que Paul
Ricoeur hiciera en Ideología y Utopía: “Lo ideológico nunca es
la posición de uno mismo; es siempre la postura de algún otro, de los
demás, es siempre la ideología de ellos”. Mutatis mutandis, el falso liberalismo siempre es el de los otros, nunca el mío.
En rigor, no creo que sea posible ganar
una batalla por el “liberalismo”. Es decir: no creo que la multivocidad
del término sea superada. La experiencia norteamericana de los liberals (izquierda) y los libertarians
(derecha) me da la razón. Es preferible, en lugar de reclamar el
“verdadero liberalismo”, arrojar consciencia sobre las diferencias entre
esa “familia” que tiene poco de familiar, y reacomodar los
significantes. Es lo que pretendo hacer aquí.
No es mi esfuerzo, sin embargo, nada
novedoso. Las divisorias entre los tipos de liberalismo se dan en muchos
planos, y Friedrich Hayek ya lo intentó en el terreno de la ontología
en 1949 cuando escribió Individualismo: verdadero y falso. De
un lado ponía a pensadores como Locke, Mandeville, Hume, Smith, Burke,
Acton y Tocqueville, mientras que en el otro arrojaba a los fisiócratas,
Rousseau y Descartes.
Más acá en el tiempo, otra gran
divisoria puede advertirse en el terreno de la teoría de la justicia,
con la polémica entre John Rawls con su libro Una teoría de la justicia, y Robert Nozick con su Anarquía, Estado y utopía.
El primero, legitimador del Estado de bienestar, la academia lo
considera “liberal igualitario”; el segundo, defensor del Estado mínimo,
la academia lo considera “liberal libertario” o “liberal conservador”.
Sus diferencias son tan amplias a pesar de ser considerados “liberales”,
que en el terreno de la teoría política conciben dos tipos de Estado
sustantivamente diferentes.
Pero en el contexto mundial actual,
caracterizado por el “choque de civilizaciones” que supo anticipar
Samuel Huntington, y una batalla cultural encabezada por el marxismo
cultural hacia el interior de Occidente, pienso que no hemos determinado
con exactitud cuál es la principal línea divisoria del liberalismo hoy,
y gran parte del malestar que dentro de éste se vive se explica por
aquello.
La
experiencia del filósofo francés Raymond Aron puede servir para
iluminar el caso. De joven fue socialista, pero pronto vivió su
conversión hacia la defensa del libre mercado, la democracia limitada y,
sobre todo, de los pilares morales y tradicionales de la civilización
occidental, lo que lo llevó a ser un feroz opositor a las ideas del Mayo
francés de 1968.
En los años ’30, Aron estudió en Berlín,
lo que le permitió ver de primera mano la agonía de la República de
Weimar y el surgimiento del nacional-socialismo. Más tarde dirá que esta
experiencia lo curó del “progresismo superficial” y que le enseñó la
falta de realismo que caracterizaba a la izquierda en Occidente. Pero
Aron no buscaba tanto convencer al izquierdismo, cuyo espíritu advertía
era tan totalitario como el del nacional-socialismo, sino a esos
“liberales progresistas” que vivían alienados respecto de lo que hace
falta para hacer funcionar la libertad.
Este es el aspecto que me interesa
fundamentalmente del pensamiento de Aron: la libertad no es una
abstracción, sino una tradición. Para él, las democracias occidentales
si deseaban ser liberales, debían ser “conservadoras”, pues la libertad
dependía de la conservación de una serie de valores que se fueron
forjando con el tiempo en nuestra civilización. Aron compartía que no
podía haber libertad política sin libertad económica; que el poder debía
ser limitado; que el concepto de “soberanía del pueblo” era la puerta
de ingreso de un nuevo despotismo; pero enriquecía sus análisis
incorporando atención por los aspectos históricos y tradicionales de los
órdenes políticos liberales: no en vano, la filosofía de la historia
era su materia predilecta.
Creo que Aron ofrece una base para
distinguir entre los dos liberalismos de nuestro tiempo: ese que es
consciente de la importancia de la moral, la historia y la tradición, y
ese otro que construye individuos abstractos —¿no se quejaban ya de esto
desde Montesquieu y Burke a Hayek?— cuya libertad puede ser gozada al
margen de cualquier regla moral y de cualquier valor tradicional: un
liberalismo que, en una palabra, podríamos catalogar como “externo a la
historia”.
El filósofo Étienne Mantoux supo decir
que lo que Aron mostró fue “que se puede admirar la democracia sin
fallar en el reconocimiento de sus faltas, que se puede amar la libertad
sin caer en el sentimentalismo, y que aquel que ama bien castiga bien”,
para luego mofarse de “esos liberales que tienen la cola entre las
piernas”. En efecto, ya en esta época, Aron hacía ver a sus discípulos
que había que dar lo que llamamos hoy “batalla cultural”, y descartar
como aliados a esos que profesan un “moralismo abstracto”: los que
tienen, al decir de Mantoux, el rabo entre las piernas.
Aron
entendió la libertad como parte de una tradición histórica al chocarse
personalmente nada menos que contra el nacional-socialismo. Otro tipo de
choque —más grato— fue el de Alexis de Tocqueville, cuyo estudio del
sistema norteamericano en La democracia en América le permitió
comprender, de la misma manera, que la libertad funciona bajo
condiciones que, lejos de ser abstractas, están cargadas de historia y
tradición: la prodigiosa vida asociativa, el valor del localismo y los
esfuerzos por combinar el espíritu de la libertad con el de la religión,
eran los componentes más destacados por el pensador francés que, al
decir de Daniel Mahoney, encarnó la idea de una “política de la
prudencia”. ¿No podemos sumar en esta tradición a otros como Burke y
Montesquieu, para quienes, al decir de Roger Scruton, “había un nosotros
preexistente” que sentaba las bases de una organización política en
libertad?
Todavía más: ¿No podemos sumar en esta familia liberal al propio Hayek, quien en Fundamentos de la libertad
definiera a la libertad “no como un estado de naturaleza, sino como una
creación de la civilización, que no surge de algo intencionalmente”, y
advirtiera seguidamente que “es probable que una próspera sociedad libre
sea en gran medida una sociedad de ligaduras tradicionales”, mientras
que al final de su última obra, La fatal arrogancia, defendiera
en calidad de agnóstico la religión y la institución familiar
tradicional como pilares de esa civilización que apuntaló la libertad en
Occidente?
En un contexto donde hacia afuera
enfrentamos un “choque de civilizaciones” en el cual el islamismo viene
ganando por escándalo, y hacia adentro vivenciamos una “batalla
cultural” que tiene al marxismo cultural también ganando por escándalo,
hacer patente la diferencia entre los dos liberalismos —uno relativista,
progresista y “sentimentalista”, funcional al multiculturalismo y a
otras máscaras del neomarxismo como la ideología de género; el otro
consciente de la importancia de los marcos morales, tradicionales y
“combativo” en la lucha cultural— parece, cuando menos, conveniente.
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