¿Iglesia de los pobres o riquezas de la Iglesia? (3-4)
¿Está bien que la Iglesia tenga bienes?
Dos son las objeciones que aparecen habitualmente respecto de las riquezas y la Iglesia: por un lado, están aquellos que plantean como una hipocresía el que la Iglesia tenga bienes materiales cuando Jesucristo no los tuvo; por el otro hay quienes opinan que sería una contradicción el tener hermosos y adornados templos ante la indigencia que hay en el mundo.
Para poder responder habrá que echar un
poco de mano a la teología, es decir, a pensar la Fe. Si el lector no la
tiene, entonces le pido paciencia; y si la tiene quizás nos sirva
repasarla.
En primer lugar, sobre la riqueza Jesucristo ha hablado unas cuantas veces; así, en el Evangelio de San Mateo se lee: No
os procuréis oro, ni plata, ni calderilla en vuestras fajas; ni alforja
para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el
obrero merece su sustento (Mt 10,9-10).
—Suficiente —dirá alguno apasionado— la
Iglesia debe vender ya mismo todo y dárselo a los pobres si quiere
seguir en serio a Cristo.
—¿Y por qué no empezamos con los suyos, puesto que usted también está bautizado? –le dirá el cura…
Es que acá hay mala teología; hay mala
interpretación. Conviene entonces no sólo ir a la palabra, sino al
ejemplo de Nuestro Señor y a la interpretación de siempre. En efecto, es
verdad que las enseñanzas de Cristo tienen un significado eterno y
saludable para quien las oiga, sin embargo, no todas tienen la misma
finalidad respecto de su aplicación; así por ejemplo, porque haya dicho
antes de su Pasión a dos de sus discípulos que le trajesen un asno para
Su entrada triunfante en Jerusalén[1],
no por ello nos pasaremos la vida expropiando animales al vecino… O
porque haya dicho en la multiplicación de los panes «haced que se
recueste la gente» (Jn 6,10), no por ello viviremos panza arriba… Lo
mismo sucede con el pasaje que citamos de San Mateo («No os procuréis
oro, ni plata, etc.»). Allí, para mostrar con mayor vigor la fuerza de
Dios y no la de los hombres, les pidió a sus primeros discípulos que
fuesen completamente desposeídos ya que así darían un mayor testimonio
de la Verdad.
En segundo lugar y para hablar sin rodeos hay que decir que Cristo nunca condenó la riqueza en cuanto tal;
han sido más bien los enemigos de la Iglesia quienes, principalmente en
nuestros últimos tiempos, han intentado imponer esta idea contraria a
la Sagradas Escrituras y a la Sagrada Tradición de la Iglesia (las dos
fuentes de la revelación cristiana); basta con leer los Evangelios para
ver que no sólo no se la condenaba sino que hasta varios de sus
discípulos poseían riqueza en abundancia: José de Arimatea, Nicodemo y
los hermanos de Betania son algunos de los ejemplos clásicos. Es decir,
la riqueza en cuanto tal nunca fue repudiada, sino el apego y el mal uso
que puede hacerse de ella; el no usarla tanto cuanto nos permita
alcanzar el fin para el cual hemos sido creados, como decía Santo Tomás:
Las riquezas son buenas en cuanto son útiles al ejercicio de la virtud; mas si excede esta medida de manera que impida el ejercicio de la virtud, no han de computarse entre las cosas buenas, sino entre las malas. De aquí que para algunos que usan de ellas para la virtud sea bueno poseer riquezas, mientras que para otros, que por ellas se apartan de la virtud, ya por demasiada solicitud, ya por el demasiado apego a las mismas o por la distracción de la mente que de ellas proviene, es malo poseerlas[2].
En verdad que, a lo largo de la historia
de la Iglesia hubo malversaciones, corrupción y hasta mal uso de la
misma. La Iglesia es santa, como se dice en el Credo, pero no
por los miembros que la componen, sino por su Fundador. ¡Si hasta el
mismo Cristo debió sufrir a Judas que «era ladrón, y como tenía la
bolsa, se llevaba lo que echaban en ella» (Jn 12,6)!
Pero ¿qué decir del patrimonio de la
Iglesia? Conviene tener en cuenta que, el crecimiento de la comunidad
cristiana a lo largo de los siglos hizo que su manejo se viese afectado
de un modo diverso. Una cosa era el pequeño grupo de judíos y paganos,
que se convirtieron al cristianismo ante las primeras predicaciones, y
otra muy diversa era el fenómeno de una comunidad dispersa por todo el
Imperio Romano. Es que la difusión del Evangelio como un reguero de
pólvora hizo que su estructura de gobierno fuese cada vez más compleja y
organizada. Ya no eran doce los que lo acompañaban y algunas mujeres… que les servían con sus bienes (Lc
8,1-3), sino cientos de miles a lo largo de todo el mundo. Fue así
entonces que se hizo necesario un orden más riguroso para que la
evangelización y la ayuda al prójimo fuese más eficaz. Había viajes que
costear, alimentos que conseguir, lugares donde albergarse, pobres que
alimentar, etc. Y…, lo principal, un lugar donde dar culto a Dios que
fuese digno, pues para Él siempre debe ser lo mejor. Y así comenzaron
las construcciones y el embellecimiento de sus templos…
—¿Qué? ¿los templos? ¡No, las personas necesitan comida! ¡no los templos! —dirá de nuevo nuestro amigo criticón.
Es que este error de fondo siempre se repite. No le escapemos, entonces. También aquí hay que dar respuesta.
Desde los primeros tiempos de la Iglesia,
el cristiano supo que el Dios verdadero, debía resplandecer también por
su belleza (la verdad también es hermosa); fue por ello que desde un
primer instante sus templos comenzaron a ornamentarse de un modo
especial, dando origen así a lo que se conoce como arte cristiano o
paleocristiano: íconos, frescos, esculturas, altares y bóvedas, deseaban
reflejar, a partir de la creada, a la Belleza increada. Este es el
sentido último del arte cristiano, es decir, hacernos pensar que si un
templo es hermoso, mucho más es Quien lo habita. Como dice un teólogo:
Dios mismo ordenó los adornos y la magnificencia del Tabernáculo (Ex 25,3): «He aquí, dice el Señor, lo que los israelitas deben ofrecerme: el oro, la plata, el bronce (…)». Jesucristo bajado a la tierra para enseñarnos a adorar a Dios en espíritu y en verdad, no ha vituperado en ninguna parte la magnificencia del templo ni el aparato de las ceremonias; ha llamado al templo, como los judíos, la casa de Dios, el lugar santo; dice que el oro y los demás dones son santificados por el templo en que son ofrecidos (Mt 23,17); no desaprobaba, pues, las riquezas de este edificio (…). Cuando Constantino ya cristiano hizo construir iglesias, ¿hubiera sido conveniente que economizase gastos, y que hiciese chozas, mientras que habitaba en palacio? Dijo sin duda como David (II Re, 7,2): «Habito yo una casa de cedro; ¿es justo que el arca de Dios esté bajo tiendas?, y razonó bien»[3].
Esto incluso, constituye la esencia de una virtud (hoy incluso olvidada por varios católicos) llamada magnificencia,
es decir, ese hábito bueno que hace que no seescatimen gastos ni
esfuerzos al momento de hacer obras grandes. Es el mismo criterio que
utilizamos al momento de una fiesta de bodas, donde los padres,
conociendo la importancia del caso, no ahorran esfuerzo para que sus
hijos hagan de ese día una jornada memorable.
Todos los santos, incluso aquellos que
descollaron por su vida austera y dedicada a los más necesitados, nos
dan ejemplo de ello: el Santo Cura de Ars era capaz de caminar varios
kilómetros bajo la nieve para ahorrarse el pasaje de tren y así poder
usar ese dinero en comprar cálices u ornamentos dignos del altar.
Si hasta el mismo San Francisco de Asís,
el santo que tenía a la Dama Pobreza como su amada, tenía un cuidado
enorme por la belleza y el decoro de los templos, como leemos en sus Florecillas:
En cierta ocasión, cuando vivía en Santa María de la Porciúncula, siendo todavía pocos los hermanos, iba el bienaventurado Francisco por los pueblos y las iglesias de los alrededores de Asís predicando y exhortando a los hombres a la penitencia. En estas salidas iba provisto de una escoba para barrer las iglesias sucias… Le dolía profundamente el ver alguna iglesia menos limpia de lo que deseara. Por eso, luego que acababa la predicación, reunía a los sacerdotes presentes en un lugar apartado, para que no escucharan los seglares, y les predicaba acerca de la salvación de las almas, y, sobre todo, les exhortaba a ser cuidadosos en mantener limpias las iglesias y altares y todo lo que se necesita para la celebración de los divinos misterios[4].
Y hay otra razón que no es teológica,
sino filosófica ¡necesitamos de la belleza exterior porque somos cuerpos
animados y no sólo almas! Desde la hermosura exterior vamos a la
interior (¡y cuántas veces nos engañamos en esto!), por eso no basta
sólo predicar la verdad con palabras sino también con obras, e incluso
con obras que permanezcan y que permitan a través de los sentidos
remontarse al Creador. El mismo Jesucristo respondió al demonio en su
primera tentación que «no sólo de pan vive elhombre» (Mt 4,4); ya cerca
de su Pasión, retrucó al hipócrita Judas que le pedía vender un perfume
que: «a los pobres tendréis siempre con vosotros, pero a mí no me
tendréis siempre» (Mt 26,11).
Es que la famosa cantinela de «vender
todo y dárselo a los pobres» va, además, contra los mismos pobres,
quienes son los primeros en ayudar en la Iglesia, como la viuda del
evangelio[5]; aquí sí que se aplica el dicho que reza: «las grandes obras se hacen con las promesas de los ricos y el dinero de los pobres».
Es cierto que hay prioridades en cuanto
al uso del dinero; esto lo ha predicado siempre la Iglesia al decir con
San Juan que «quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a
Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 20-21). No sólo en las Sagradas Escrituras
está esta enseñanza, sino también en los Santos Padres de los primeros
siglos, como en este sermón de San Juan Crisóstomo:
¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: «Esto es mi cuerpo», y con su palabra llevó a realidad lo que decía, afirmó también: «Tuve hambre y no me disteis de comer», y más adelante: «Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer». El templo no necesita vestidos y lienzos, sino pureza de alma; los pobres, en cambio, necesitan que con sumo cuidado nos preocupemos de ellos (…). No digo esto con objeto de prohibir la entrega de dones preciosos para los templos, pero sí que quiero afirmar que, junto con estos dones y aun por encima de ellos, debe pensarse en la caridad para con los pobres (…) ¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo (…). Con esto que estoy diciendo, no pretendo prohibir el uso de tales adornos, pero sí que quiero afirmar que es del todo necesario hacer lo uno sin descuidar lo otro[6].
El equilibrio de San Juan Crisóstomo nos exime de comentarios. Pero vayamos más cerca en el tiempo y en las críticas.
Los bienes del Vaticano
La Iglesia tiene una cabeza que es el
Papa y un lugar donde habitualmente reside que es el Vaticano. Mucho se
ha hablado y se continúa haciéndolo acerca de sus bienes, del lujo en el
que vive, del dinero que gasta, etc. En verdad, para ir directamente al
centro del asunto deberíamos distinguir lo que es patrimonio cultural e
histórico de la Iglesia y lo que es el patrimonio de quien guía la
Barca de Pedro; es decir, los bienes de la Iglesia y los bienes del
Papa; y en esto, nadie que hable seriamente (en los últimos tiempos) ha
endilgado al Papa viajes en yates, o bebidas caras, comilonas
interminables o ropas imposibles de comprar.
El Papa (sea cual fuere) no tiene un
guardarropa muy variado, pues siempre viste igual…; su vida transcurre
entre oraciones y visitas protocolares; entre reuniones de gobierno y
resolución de problemas. En la práctica, el Papa —de modo personal— no
posee sino lo necesario para su vida e incluso mucho menos (¡muchísimo
menos!) que cualquier jefe de estado; comparemos solamente a San
Celestino V con Silvio Berlusconi o a San Pío X con la fortuna de Bill
Gates, o a ciertos mandatarios de gobierno local con el Papa Francisco[7].
En el Vaticano hay, ciertamente, riquezas
invaluables desde el punto de vista patrimonial, pero más aún desde el
punto de vista artístico.
—Entonces…: ¿por qué no las venden?… —dirá nuestro amigo.
Pues bien. Hagamos el intento y pensemos
por sólo un momento que quisiéramos vender la Capilla Sixtina, o los
frescos de Fray Angélico o las hermosas catedrales góticas y sus
vitrales. Hagamos el intento, digo, y pongamos un aviso en el diario:
—Capilla Sixtina se vende; la Iglesia escucha ofertas….
¿Qué pasaría? Vittorio Messori así lo imaginaba:
Pues sí: intentemos vender… los tesoros del Vaticano. Empecemos, por ejemplo, con la Piedad de Miguel Ángel, que está en San Pedro. El precio de salida, según dice quien ha intentado aventurar una valoración, no podría ser inferior a los mil millones de dólares. Sólo un consorcio de bancos o multinacionales americanas o japonesas podría permitirse semejante adquisición. Como primera consecuencia, esa maravillosa obra de arte abandonaría Italia. Y luego, esa obra que ahora se exhibe gratuitamente para disfrute de todo el mundo caería bajo el arbitrio de un propietario privado —sociedad o coleccionista multimillonario— que podría incluso decidir guardársela para sí, ocultando a la vista ajena tanta belleza. Belleza que, además, al dejar de dar gloria a Dios en San Pedro, daría gloria en algún búnker privado al poder de las finanzas[8].
Y tiene razón el periodista italiano pues, quien haya ido alguna vez a Roma o a Europa[9],
sabrá que nada se paga por entrar a la Basílica de San Pedro y apreciar
el incalculable tesoro cultural que allí se encuentra. Nada se paga por
ver la Piedad de Miguel Ángel o escuchar al coro Vaticano o entrar en las iglesias romanas. Los famosos Museos Vaticanos,
para dar sólo un ejemplo, permiten ser recorridos de modo gratuito una
vez al mes, pensando en aquellos que no pueden costear el ingreso.
¿Cuántos museos en el mundo de esa talla pueden visitarse gratuitamente?
Además sería una pésima inversión desde
el punto de vista económico. ¿Por qué? Porque lo recaudado de una sola
vez con la venta de, por ejemplo, la Capilla Sixtina, serviría sólo para
ayudar a los pobres por algunos días, mientras que, con el dinero que
dejan los turistas y peregrinos en otros diversos gastos, se lo hace
permanentemente. Volveremos más adelante sobre esto.
Por otra parte, no podemos olvidar que,
la enorme mayoría de las iglesias y templos cristianos a lo largo de la
historia, se han hecho con el dinero de generaciones y generaciones de
fieles. Una catedral, un templo, una imagen de la Virgen, eran el
orgullo del pueblo y la envidia de los vecinos. Al intentar vender
entonces, lo que con gran esfuerzo se pudo construir, se estaría yendo
no sólo contra la voluntad de los donantes, sino contra la de sus
sucesores. Pensemos sólo en los vitrales de la hermosa catedral de
Chartres, una joya del gótico francés: construida para custodiar el velo
de la Virgen María sus ventanas fueron diseñadas gracias a las
donaciones de los 19 gremios de la ciudad; todos querían ser partícipes
de la obra: zapateros, tejedores, panaderos, cambistas, taberneros,
viñateros, herreros, abaceros, farmacéuticos, peleteros, curtidores y
remendones; hasta el gremio de las prostitutas suplicó al obispo para
poder «ofrecer un vitral o un cáliz, lo que al fin acabó por aceptar el
moralista que recibió el encargo de examinar este espinoso asunto, con
tal de que aquel ofrecimiento se hiciera discretamente»[10].
Pues sí: hay tesoros que deben permanecer para siempre; para gloria de Dios.
Narremos una anécdota que nos contó
cierta vez un misionero del norte argentino. Sucede que este sacerdote
se había encontrado en sus aventuras evangélicas con una familia que
apenas tenía para sustentarse. Era en un pueblito alejado, donde hacía
años que no pasaba por allí ningún sacerdote a administrar los
sacramentos. Luego de platicar con ellos y ganarse su confianza le
comentaron que, aunque eran pobres, tenían un tesoro familiar. El
sacerdote, asombrado, preguntó la causa de por qué no vendían ese tesoro
y vivían mejor:
—Es que hay tesoros que no tienen precio
—le respondieron, mientras lo conducían a cientos de metros donde se
erguía la pequeña capillita de adobe.
Al llegar allí, casi ritualmente, una
viejita tomó una llave y con la ayuda del resto, abrió la puerta del
lugar; era realmente una joya: una antigua capilla barroca con un
retablo del siglo XVII; el altar bañado en láminas de oro e imágenes
talladas a mano.
—Éste, padrecito, es el tesoro de los pobres —le dijeron.
Y el cura aprendió una lección.
[1]
«Id al pueblo que está enfrente y, entrando en él, encontraréis un
burro atado, sobre el que no ha montado todavía ningún hombre;
desatadlo y traedlo» (Lc 19, 30).
[2] Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, III, 133.
[3] A. Bergier, Diccionario de teología (v. 4), Primitivo Fuentes, Madrid 1846, 324.
[4] Florecillas de San Francisco, nº 56.
[5] Cfr. Mc 12,42.
[6] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (Homilía 50, 3-4: PG 58, 508-509); cursivas nuestras.
[7]
Algunos líderes modernos, lejos del catolicismo (como por ejemplo el
judío practicante Sam Miller), defienden valientemente a la Iglesia de
las acusaciones que venimos estudiando (cfr. http://www.connietalk.com/catholicism_in_media_050208.html).
[8] Vittorio Messori, Las leyendas negras de la Iglesia, Planeta, Barcelona 2004, 148.
[9]
En Europa, visitando los templos de lo que fue la Cristiandad, aún se
puede ingresar sin pagar siquiera un centavo en la mayoría de ellos a
fin de gozar de la belleza creada para el culto de Dios. Y si en algunos
se cobra es porque no se ha encontrado otro modo de mantenerlos, lo que
suele suceder con verdaderas reliquias históricas, como en España con
las catedrales de León, Bilbao, Plasencia, Valencia, Burgos, Toledo,
Salamanca y la Sagrada Familia en Barcelona. En otros, como Santiago de
Compostela (o Notre Dame en París), la entrada es gratuita, al igual que
en la Basílica de Luján –ésta pertenece al patrimonio arquitectónico
del país y la mantiene el Estado. En otras palabras, depende de la
financiación obtenible para el mantenimiento. Lo que resulta por lo
menos curioso es escuchar quejas de turistas nada religiosos que
abiertamente dicen otorgarles sólo carácter de museos pero que gustosos
pagan precios muy superiores para asistir a espectáculos de rock o
deportivos, como se puso de manifiesto durante el Mundial de fútbol en
Brasil. Si la Iglesia se deshiciera de los templos y los vendiese a
alguna multinacional, que sí les sacaría una buena rentabilidad, sabrían
entonces cuántos pares son tres botas.