Rousseau: el mito de un filósofo racionalista y liberal (2-3)
Presupuestos filosóficos del pensamiento rousseauniano
Todo el fundamento filosófico
de la Ilustración francesa puede reducirse al mecanicismo sensualista
imperante en el S. XVIII, que – haciendo una síntesis bien apretada –
considera al hombre como una simple reacción química ante sensaciones
experimentadas, cuya consecuencia es la negación o al menos el
cuestionamiento de todo principio activo del hombre, es decir, de una
facultad deliberativa que sea diferente del juego mecánico de sus
sensaciones. Existe una tendencia a negar toda dimensión no material del
hombre, toda frontera no decisiva entre la bestia y él, en una palabra,
negación reflexiva de la voluntad humana, del libre arbitrio y de toda
responsabilidad[1].
En el ámbito del Siglo de las Luces,
como es lógico, las afirmaciones de los autores a estudiar no son
siempre sistemáticas y están llenas de idas y vueltas, dudas y
restricciones debidas; sin embargo, lo esencial es que las tendencias
reduccionistas predominan de hecho y – a menudo – se expresan
claramente, como es el caso de los materialistas sistemáticos (Helvetius
y D’Holbach, por ejemplo) de cuyas teorías resulta que el hombre no
sólo no es libre, sino que resulta ser un muñeco mecánico que puede
manipularse accionando el resorte del interés (del Estado o de un grupo
que haga las veces de él); así por ejemplo, D’Holbach (el principal sostén financiero de la gran Enciclopedia)
llega a afirmar claramente que todos los errores del hombre son errores
de la física, por lo que no existe estrictamente hablando una
“intelección” humana o algo que se le parezca, dado que todos nuestros
pensamientos se dan sin que los sepamos; nuestra voluntad consecuente
(por ende), se reduce simplemente a una fermentación de
moléculas que sigue la fatalidad natural del cuerpo, de modo tal que el
hombre no es más que un “débil juguete en manos de la necesidad”.
Diderot, otro de los grandes preparadores de la Revolución Francesa, no se queda atrás: “Mirad
de cerca, y veréis que la palabra libertad es una palabra vacía de
sentido, que no hay y no puede haber seres libres; no somos sino lo que
conviene al orden general, a la organización, a la educación y a la
cadena de acontecimientos”.
Voltaire es
por lo menos más divertido y – aunque con las mismas convicciones
antimetafísicas – prefiere ser más directo y menos hipócrita: “el bien de la sociedad exige que el hombre se crea libre”[2].
Con esa sensibilidad para el prójimo que lo caracteriza, le recuerda a
la duquesa de Choiseul, esposa del principal ministro del Luis XV: “No
creo que haya en el mundo un intendente o un alcalde que deba gobernar
aunque sea cuatrocientos caballos llamados hombres, que no vea con
evidencia que es necesario meterles un dios en la boca para servirles de freno y de riendas”[3]. Su libertad, su alma, no son más que términos vacíos que
usa, o bien cuando le conviene (como para decir que los monárquicos no
poseen libertad) o bien para jugar con un futuro padre de familia al
decirle que lo felicita “por el embrión del alma inmortal metida desde
hace dos meses entre el recto y la vejiga de Madame d’Hornoy”[4]. El hombre es pues una máquina débil o enclenque que “yo no sé cómo, pero tiene la facultad de estornudar por la nariz y pensar por medio del cerebro”[5].
En el caso de Rousseau,
cambia el matiz pero no el “tema musical”. A pesar de afirmar hasta el
cansancio el cantito de “libertad, libertad, libertad”, el “buen
salvaje” – al decir de X. Martin – “es el arquetipo de un ser
humano pasivo que el destino pelotea, y al que, de ser necesario, sería
posible y legítimo manipular y orientar hábilmente sin que lo sepa, en
pro de causas buenas”[6], (según, lógicamente, los criterios del orientador). El ideal humano del ginebrino es un “ser sumario, con interioridad despojada de densidad intelectual y afectiva”[7], es decir, de un idiota útil que sirve para votar al líder de la propaganda.
Es que pase lo que pase,
“somos estómago” (como decían los epicúreos) y la libertad no existe
para el hombre cuyos “únicos bienes que conoce en el universo son el
alimento, la hembra y el descanso”, según Rousseau (Diderot era más fino
y exigía que la “hembra” fuese “perfumada”, pero eso es cuestión de
gustos), aunque hoy habría que añadirle el 0-600 y Gran Hermano, para
estar completos. La causa entonces de la imposibilidad total del
gobierno por sí solos, es la falta de libertad en el hombre, ya que no
dejamos de ser eso, un simple “animal” que no difiere mucho del resto[8]. En este sentido Rousseau sí es democrático y hasta aplica dichos criterios a sí mismo y a la pobre Teresa, su amor a medias: ambos
son seres “estúpidos y limitados” exactamente iguales al buen salvaje
colocado como modelo de humanidad, pues “el estado de reflexión es un
estado contra-natura y el hombre que medita, un animal depravado”[9].
Muy probablemente Rousseau parece estar proyectando su personalidad
atormentada en un mundo que intenta cambiar a través de sus escritos; el
problema es que no todos somos Rousseau: “no soy más que un ser
vegetante, una máquina ambulante”[10], decía y quizás tenía razón.
Veamos ahora algo de la filosofía política de Rousseau.
La filosofía política de Rousseau
“¿Dónde está, pues, en esta obra célebre (el Contrato Social) la invención? Hela aquí: esa libertad y esa igualdad,
cuya existencia en el estado de naturaleza es tradicionalmente
postulada, Rousseau pretende volver a encontrarlas en el estado de
sociedad, pero transformadas, habiendo sufrido una especie de modificación química, «desnaturalizadas»”[11].
Hay creación «de una nueva
naturaleza» en el hombre, lo que permite a éste superar la contradicción
inherente al estado social, entre sus inclinaciones individuales y sus
deberes colectivos, donde “el único fundamento legítimo de la obligación
se encuentra en la convención establecida entre todos los miembros del
cuerpo al tratar de constituir la sociedad. Cada uno contrata, por decirlo así, «consigo mismo», no ligándose, en suma, más que a su sola voluntad[12]. Es que obedecer al soberano, al pueblo tomado en cuerpo, eso es ser “verdaderamente libre”[13].
La idea de Rousseau, resumida a grosso modo (en cuanto a lo que se refiere a la política) es la siguiente: el hombre nace libre y la sociedad (en especial la católica) lo corrompe, por lo que es necesario volver a un estado de naturaleza inicial (los hippies
le deben mucho de su ideología, en este sentido) donde el hombre se
guiaría solamente por su sano instinto. Ahora bien, ¿qué hacer mientras
tanto? ¿cómo manejarnos hasta ese momento paradisíaco? Como el poder proviene del pueblo y no de Dios, lo delega a un soberano que actúa como su administrador, pudiendo serle quitado cuando lo crea conveniente. Así, las leyes serán la manifestación de la voluntad popular por medio del legislador, independientemente de la naturaleza de las cosas. Conclusión: si hoy esto lo creemos justo, si mañana cambiamos de parecer, todo irá sobre ruedas.
Pero… ¿qué sucede con los que
no están de acuerdo con esta mayoría? Muy sencillo, hay que hacer que
estén de acuerdo a pesar de ellos, ya que de esa manera se les permite
entrar en el sistema y hacerse verdaderamente hombres: “exigir
la sumisión de la minoría a las leyes votadas por la mayoría, a las
que, por hipótesis, la minoría no ha dado nunca su consentimiento, es
realizar la libertad y no violarla”[14]. Se da así una suerte de esquizofrenia política:
“Cuando la opinión contraria a la
mía prevalece – dice Rousseau –, esto no prueba otra cosa sino que yo
me había engañado y que lo que yo estimaba ser la voluntad general no lo
era. Si mi opinión particular hubiese prevalecido, yo hubiese hecho
cosa distinta de lo que había querido; entonces yo no habría sido libre”[15].
Es que la multitud ciega – cosa obvia – no sabe lo que quiere por lo que “¿cómo llevaría a cabo una empresa tan grande, tan difícil como un sistema de legislación?”[16]. La respuesta resulta aún más inteligente: hay que manejarla, “es necesario hacerle ver los objetivos… algunas veces tales como deben parecerles”[17], y de paso hay que transformar la naturaleza del hombre;
en síntesis: debemos socializarnos y adaptarnos a su libreto si no
queremos quedar fuera del redil; para ello nada mejor que “saber dominar
las opiniones y por ellas gobernar las pasiones de los hombres”[18],
por lo cual los espartanos – a falta de nazis y comunistas – le parecen
hombres sobrehumanos muy en armonía con su concepción de sus
semejantes; éstos tienen en su corazón una disposición natural apta para
sufrir.
“Todo hombre debe pasar del estado de naturaleza al estado servil del soberano impuesto por la popular y ello porque “este paso del estado de naturaleza al estado servil produce en el hombre un cambio muy notable, sustituyendo en su conducta el instinto por la justicia y dando a sus acciones la moralidad que les faltaba antes.
Solamente entonces, cuando la voz del deber sucede al impulso físico y
el derecho al apetito, el hombre, que hasta entonces no había mirado más
que a sí mismo, se ve forzado a obrar según otros principios y
a consultar su razón antes que escuchar a sus inclinaciones. Aunque se
prive en este estado de varias ventajas que le ofrece la naturaleza,
gana otras más grandes, sus facultades se ejercitan y se desarrollan,
sus ideas se amplían, sus sentimientos se ennoblecen, su alma entera se
eleva hasta el punto que, (…) debería bendecir sin cesar el
instante que le arrancó de ella para siempre y que, de un animal
estúpido y limitado, hizo un ser inteligente y un hombre”[19].
Cualquier profesor ordinario
de lógica podría ver las contradicciones en las que cae en menos de dos
renglones seguidos; simplemente detallemos esto: mientras antes el “buen
salvaje” al estilo “Viernes” de Crusoe era el ideal del hombre, ahora
llega a ser “un animal estúpido y limitado” si no acepta las imposiciones del gobierno.
Se trata entonces de renovar la raza humana, a partir de un super-sistema que deberá ser elegido por la “voluntad general” (que en realidad no es más que un instrumento autoritario, un presagio temprano del ‘centralismo democrático’ de Lenin).
Pero ¿y la igualdad? ¿y la
fraternidad? ¿y la libertad? Lejos quedaron, muy lejos de Rousseau quien
además de un sensualismo a prueba de balas está profundamente
contaminado de un mecanicismo feroz: todo, tanto el universo como los
animales son máquinas, incluso el hombre, aún cuando actúa como agente libre, ya que hace “las mismas cosas que en los animales”[20]. La sociedad, por lo tanto, es una máquina política
donde los rasgos individuales (el juicio propio de algunos de sus
integrantes, diría la moral) obstaculizan su buen funcionamiento.
Por todo ello, “el ciudadano pasivo, estandarizado, mecánicamente
dócil, es el más apropiado para satisfacer los imperativos de un
‘programa’ tan bien intencionado en su imprecisión”, como dice Martin”[21].
[1] Cfr. Xavier Martin, op. cit., 11-12.
[2] Voltaire, Correspondance, Pléiade, Paris 1977-1993, t. 9, 873.
[3] Voltaire, Correspondance, t. 10, 430.
[4] Ibídem, t. 11, 400.
[5] Ibídem, t. 12, 347.
[6] Xavier Martin, op. cit., 48.
[7] Ibídem.
[8]
“Todo animal tiene sus ideas puesto que tiene sentidos, hasta combina
sus ideas; en este sentido, el hombre no difiere de la bestia sino en el
más o el menos” (citado por Xavier Martin, op. cit., 54).
[9] Ibídem., 54.
[10] Rousseau, Carta a Tscharner, 27 de julio de 1762, citada por Xavier Martin, op. cit., 53.
[11] Jean-Jacques Chevallier, Los grandes textos políticos, Aguilar, Madrid 1954, 133.
[12] Cfr. ibídem, 134.
[13] Cfr. ibídem, 135.
[14] Ibídem.
[15] Ibídem, 136.
[16] Jean-Jacques Rousseau, Contrato Social, L. II cap. 6.
[17] Ibídem.
[18] Jean-Jacques Rousseau, El Gobierno de Polonia.
[19] Rousseau, citado por Jean-Jacques Chevallier, op. cit., 138.
[20] Xavier Martin, op. cit., 63.
[21] Ibídem, 65.