miércoles, 27 de diciembre de 2017

San Martín y Bolívar: su política religiosa (6 y último)

San Martín y Bolívar: su política religiosa (6 y último)


Por Enrique Díaz Araujo
La Autonomía respecto del Consejo de Regencia gaditano, proclamada en varias secciones de América en 1810, fue un acto de fidelismo, tributado al Rey cautivo. No obstante, Fernando VII, al ser restituido al trono a la caída de Napoleón, en 1814, no lo interpretó así, y prosiguió, intensificando la guerra que las Regencia habían iniciado contra América. Tamaña ingratitud real- [1]- movió necesariamente a la Independencia respecto de la Corona de Castilla, y a sostenerla mediante un esfuerzo bélico. 
 
En esa tarea se significaron tres caudillos, Iturbide en México, Bolívar, en la Gran Colombia, y San Martín en Sur América.
Los tres buscaban, ante todo y por sobre todo, la Independencia de sus respectivas regiones, las cuales, eventualmente, se coaligarían, formando, como decía Bolívar, “la más grande nación del mundo”. También sabían que para consolidar dicha Independencia debían instalar gobiernos firmes y respetados, y evitar, a toda costa, la Anarquía. Esta sobrevendría si una vez cortado los lazos que nos unían al Padre Rey, se fracturaba aquella “costumbre de obedecer” que había caracterizado a América, conforme a la descripción de Bolívar, en su famosa “Carta de Jamaica”.
También hemos afirmado que al Rey se lo acataba, como a toda buena autoridad, porque su principal imagen era la de Padre, un buen patriarca antes que un señor y un monarca- [2]-. De un Padre que protegía a una Madre, la Madre Iglesia, sostenida por el Patronato Real. Luego, para evitar el hiato gubernamental los patriotas tenían que arbitrar un sucedáneo de la autoridad real.
Los tres Libertadores coincidían en un punto: había que fortalecer el respeto por la Madre Iglesia, venerando a la Madre Virgen. Simón Bolívar, que de los tres era el que poseía dotes literarias, y al cual le placía oralizar esos pensamientos, a los que sabía expresar con precisión y elegancia, en 1827, en una reunión de obispos, diría:
 “La causa más grande que nos congrega hoy: el bien de la Iglesia y el bien de Colombia. Una cadena más fuerte, y más brillante que los astros del firmamento, nos une de nuevo a la Iglesia de Roma que es fuente celestial. Los descendientes del trono de San Pedro han sido siempre nuestros padres; pero la guerra nos había dejadohuérfanos, como corderos que balan en busca de la madre que han perdido. La madre tierna los ha encontrado y los conduce al redil… La unión del incensario con la espada de la ley es el arca verdadera de la alianza[3].
 Para huir de la orfandad, la receta consistía en reafirmar los lazos de unión con la Madre Iglesia. A ese efecto, les vino de perlas el predominio de los constitucionalistas liberales y anticlericales peninsulares, cuyo símbolo fue la Constitución sancionada por las Cortes en 1812. Debe recordarse que si el Renacimiento había supuesto en España una “Edad Media tardía”, en la frase de don Ramón Menéndez Pidal, ya instalada la Modernidad en la Metrópolis (desde el reinado de Carlos III; pero, sobre todo, con los gobiernos de la Junta Central, la Regencias y las Cortes), en América subsistía la tradición religiosa de la Cristiandad. Había, dijo Álvaro Gómez Hurtado, una “asincronía” que inclinaba a remozar en América la Cristiandad, con la doctrina de la Ciudad de Dios- [4]-. De esa suerte, aquel liberalismo peninsular chocó con el tradicionalismo americano, y de ello sacaron muy buen partido los Libertadores. En ese sentido, Don Demetrio Ramos Pérez comienza por apuntar que:

 “El revolucionarismo liberal español llegó a creer, vanidosamente, que sólo en sus cenáculos estaba el patrimonio de una lúcida regeneración. De sus mentores nacía la doctrina y América sólo tenía, para ellos, el papel de educanda. Hacia América fueron sus ideas y sus manifiestos; de América habían de venir sus discípulos”.
Sin embargo, el sentido de los hechos fue el inverso al imaginado. Entonces, el constitucionalista liberal:

 “Álvaro Flores Estrada acusó a la Juntas americanas que “venían a continuar el “Antiguo Régimen” del despotismo, contra el auténtico sentido liberal que encarnaba en las Cortes de Cádiz”.
Por consiguiente, resultó que:
 “La Constitución fue más bien un factor contrario a los fines que se proponían sus creadores” [5]
 En efecto, en su “Proclama de Pisco” ( del 8.9.1820), San Martín condenó la Constitución de Cádiz, elaborada “bajo el influjo del espíritu de partido” y que “no tiene la menor analogía con nuestros intereses”. Procediendo a derogarla al entrar en Lima. Mientras que Bolívar, en carta a Olañeta (del 28 de enero de 1824), dijo que esa Constitución era un “monstruo”. De esa forma, “la Pepa” (apodo popular de la constitución liberal española) prestó un servicio inesperado a la causa de la Independencia, facilitando que el Clero y los Patriotas se asociaran para repudiarla.
Así se consolidó el proyecto sobre la Madre Iglesia ( no obstante, la falsas imputaciones de masonismo que quisieron atribuirles a los Libertadores).
Empero, subsistía la cuestión central del modo de reemplazo del Padre Rey.
 Iturbide y San Martín pensaban- más allá de sus íntimas preferencias- que esa condición se cumpliría si un miembro de la dinastía borbónica se constituía en monarca americano, a partir del respeto por la Independencia. Existían, al respecto, los precedentes de la propia familia Borbón, instalada por la Guerra de Sucesión, que había gobernado España independiente de su Francia originaria, y el más reciente de los Braganza lusitanos, al dejar un heredero, con el carácter de Emperador en Brasil, sin dependencia de Portugal. Casos resueltos sin traumas anárquicos. Bolívar no compartía, en 1822, ese proyecto, dado que deseaba que el futuro Emperador fuera un americano y no un Borbón. En gran medida la solución estuvo en manos de Fernando VII, cuando recibió los tratados de Córdoba y Punchauca, suscritos por Iturbide y San Martín, respectivamente, con los virreyes O´Donojú y La Serna. Pues, el Rey una vez más se volvió a equivocar y rechazó la solución realista y prudente que se le ofrecía para conseguir la paz en América. Fracasado su proyecto, y carente de fuerzas suficientes para continuar la guerra en el Perú, San Martín se apartó de la escena, y, luego sus enemigos liberales rioplatenses, lo obligaron a exiliarse en Europa. Iturbide recurrió al expediente de proclamarse él Emperador, lo que de inmediato suscitó las envidias y celos previsibles, que concluyeron con su fusilamiento. Bolívar, tras la batalla de Ayacucho que en 1824 puso fin a la guerra de la Independencia, intentó instalarse como Emperador de los Andes, de un modo vitalicio, como lo consignó en la Constitución de Bolivia. Las fuerzas centrífugas liberales, encabezadas por Santander le impidieron consolidar ese modelo. Tras su experiencia de la Dictadura de 1828 a 1830, y el asesinato de Sucre, su eventual sucesor, Bolívar se retiró a morir, completamente desengañado de la suerte americana.
 Los que hemos trabajado por la independencia americana “hemos arado en el mar”, dirá al final Bolívar. El Plan inicial de la Independencia, de las tres regiones autónomas que se iban a confederar en una “anfictionía” del istmo de Panamá, se estrelló. Iberoamérica, como deseaban los ingleses y sus logias, se balcanizó. Predominaron los gobiernos liberales francófilos y anglófilos. Surgió, entonces, afirma el nicaragüense Julio Ycaza Tigerino, “para nuestra desgracia, la casta de los ideólogos”. Desde el momento en que:
 “los liberales liquidan a los Libertadores; desde que Bolívar es arrojado del poder y muere miserablemente, Sucre es asesinado, San Martín y O´Higgins expatriados, Iturbide derribado del trono y fusilado luego como un vulgar rebelde…desde el momento en que la obra y el espíritu mismo de la Independencia se falsean por los ideólogos convirtiéndolos en una orgía suicida de libertinaje” [6].
 Desde ese momento, se instala la Anarquía tan temida en Iberoamérica (con la sola excepción del Chile Portaliano) y ésta se torna ingobernable. Cual diría hacia 1850 el gran canciller conservador de México, Don Lucas Alamán, al introducir las teorías liberales:
 “se ha dado lugar a todas las desgracias que han caído de golpe sobre los países hispanoamericanos, las cuales han frustrado las ventajas que la Independencia debía haberles procurado[7].
 Los frutos de la Independencia no resultaron agraces por la Anarquía, que a nombre de la Libertad, introdujeron los ideólogos liberales en América.
 De todas maneras, maguer su intento fallido, los Libertadores dejaron dos herencias perdurables. La primera, la propia Independencia. Simón Bolívar, en el último mensaje al Congreso, el 24 de enero de 1830, concluía:
 “¡ Conciudadanos!…Me ruborizo al decirlo: la Independencia es el único bien que hemos adquirido a costa de todos los demás” [8].
 Glosándolo, el poeta argentino Leopoldo Lugones, en 1924, al festejar en Perú el centenario de la Batalla de Ayacucho, dirá: “La Independencia es lo único bien logrado que tenemos”.
 Así es. Pero aun resta todavía la otra herencia que legaron los Libertadores. En el periódico “El Despertador Americano”, de la Ciudad de México, del 20 de diciembre de 1810, se afirmaba que como la Virgen de Guadalupe no había venido a fracasar, América continuaría siendo:
 “ el último refugio para la religión de Jesucristo”.
 Así fue. Y, ya no como meros historiadores, sino como cristianos, por nuestra parte añadimos: que así continúe siendo.
Dr. Enrique Díaz Araujo
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[1].- Esas eran las mismas palabras que Juan Manuel de Rosas, Encargado de la Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, empleó en su arenga del 25 de mayo de 1836, luego de alabar el pronunciamiento de 1810, por ser un “acto de generosidad y patriotismo, no menos que de lealtad y fidelidad”, fue mal pagado por el Rey, con “tamaña ingratitud”: Irazusta, Julio, Tomás de Anchorena. Prócer de la Revolución, la Independencia y la Federación, Bs. As., La Voz del Plata, 1950,pp. 29-30.
[2].- En el orden legislativo, existía el principio del “acato, pero no cumplo”, ante una ley manifiestamente arbitraria, que autorizaba la desobediencia. En el orden judicial, se reglaba el recurso de segunda suplicación, que permitía que una vez cerrada la vía judicial, se pudiera todavía acudir directamente al soberano, peticionando que aplicara al caso, no la justicia legal, sino la equidad. Dos pruebas de que operaba un orden patriarcal, al que ha sido ajeno el positivismo legalista moderno. Como la función local de establecer el “justo precio”, también diverso de la pura ley de la oferta y la demanda liberal. De ahí nacía el paternalismo que, según Thimothy Anna “permitía España gobernar un imperio gigantesco…sin tener que hacer uso de la fuerza”: op. cit., pp. 32, 33, 34. Era la “auctoritas patris”, del paternalismo monárquico, como proyección sociopolítica de la familia: Calderón Bouchet, Rubén, Sobre las causas del orden político, Bs. As., Nuevo Orden, 1976, p. 154.
[3].- André, Marius, Bolívar, cit., p. 271.
[4].- Gómez Hurtado, Álvaro, La Revolución en América, Barcelona, Editorial AHR, 1958, pp. 74, 75, 78, 81.
[5].- Ramos Pérez, Demetrio, “Las Cortes de Cádiz y América”, en: Revista de Estudios Políticos, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, n° 126, noviembre-diciembre 1962, pp. 452-453, 463 nota 83, 499, 550.
[6].- Ycaza Tigerino, Julio, Sociología de la Política Hispanoamericana, Madrid, Seminario de Problemas Hispanoamericanos, Cuadernos de Monografías n° 12, 1950, pp. 74, 155.
[7].- cit. por: Romero, José Luis, El pensamiento político de la derecha latinoamericana, Bs. As., Paidós, 1970, pp. 83-84.
[8].- Madariaga, Salvador de, op. cit., t° II, p. 482.