Se puede tener muchos hijos sin por eso concebirlos "en serie", ni es
dable suponer que porque sean muchos los nuevos comulgantes ofrecidos a
Dios por los esposos -y de Dios recibidos como otros tantos dones-
resulten éstos gazapos por asimilación.
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No vale la pena detenerse a largo en la concreta fatuidad de la última deposición papal,
que ya la cortedad del registro y del caletre le estampan una firma
reconocible a cuanto Francisco farfulle, a muchas leguas. Baste sólo
notar por enésima vez lo que resulta tedioso enunciar: Bergoglio
reprende de preferencia a aquellas conductas y actitudes que, reducidas
casi a cero en los tiempos que corren -en que la cualidad de
«católico» acaba por ser apenas nominal-, perviven en aquellos ínfimos
grupos que, según la conocida imagen de la medición del Templo que nos
ofrece el Apocalipsis, han tomado el Sancta Sanctorum por refugio,
hollado el atrio por los gentiles (abundemos: por los deportistas
faranduleros, por los judíos recalcitrantes, por los transexuales,
etc.). ¿A quién perturba si no -por lo minúscula e irrastreable- aquella
porción de fieles que aún practica obras exteriores de devoción, que
cumple el ayuno eucarístico y recuerda las disposiciones requeridas para
comulgar o que secunda la iniciativa divina, llenando la casa de hijos
cuando el Señor les dio el don de la fecundidad? ¿No son señas éstas, de
tan minoritarias hoy, que no debieran inquietar al católico rendido a
la simbiosis con el mundo?
Conste que ya ni siquiera atendemos a la importunidad de la exhortación,
que en todo caso hoy lo que cunde es la reticencia a propagar la vida, a
expensas de aquel cambio de hábito procreativo que los historiadores
sitúan como dimanado del crack financiero del '30, reforzado por la 2ª
Guerra Mundial, y que reemplazó el tipo habitual de familia (en la que
ocho o diez hijos no eran nada extraordinario) por la llamada "familia
tipo", formada por el matrimonio y dos críos, y que el auge posterior de
los medios anticonceptivos y el egoísmo exacerbado por el culto del
consumo redujeron aún más. Como suele verificarse en la psicología de
todo progresista, Francisco se quedó en otros tiempos, en los de su
niñez y primera juventud, cuando en la conciencia de muchos católicos el
choque entre los hábitos inveterados y los nuevos usos impulsados por
la aceleración demencial de la historia fue malamente resuelto, a menudo
por la incoherente y doble pertenencia a la Iglesia en retirada y al
mundo hipertrofiado, a menudo también por el sencillo expediente de la
apostasía. La doble vertiente moderna del subjetivismo y del empirismo
iba a evidenciar sus trágicas consecuencias en estos tiempos: el
misterio de un Dios trascendente e imperceptible a los sentidos no podía
ser sino objeto de escándalo para un hombre crecientemente habituado -a
la zaga de la revolución industrial y de la Revolución, a secas- a un
clima mental de altivo naturalismo. Los judíos piden signos...
Pero ocurre que, a gusto o a disgusto, en lo profundo del corazón el
hombre efectúa su perentorio juicio, y es común la paradoja ¡ay! de
fallar contra Dios y decirse aún católico.
Lejos, muy lejos estamos de aquella saludable concepción de los antiguos
según la cual el nombre -la palabra- contiene la cifra de la cosa.
Resabio del donum scientiae del que gozó Adán, por el que éste
les puso el respectivo nombre a todos los seres de la naturaleza
-incluida la mujer-, la confianza en el poder de reproducir la realidad
mediante el nombre debió ser una de la principales prendas del poder del
espíritu, pese a lo maltrecho que esté se encontró después de la caída.
Esta función elemental, vigente pese al pecado y que involucra a la
cognición, a la lógica y a la ética ha quedado ferozmente dañada por el
largo proceso de apostasía, que afecta -aunque las apariencias nos
muestren a los hombres muy activos y vivaces en sus negocios y placeres-
una especie de necrosis de muy improbable reversión. De aquí la
resemantización compulsiva que agravia al ser de las cosas, tan palpable
en la degradadísima política de nuestros días; de aquí el despliegue de
las más crueles paradojas, incluso a instancias del Trono que roza el
cielo: que el hogar católico pueda ser llamado "conejera" y los que se
fían de la gracia por sobre las humanas fuerzas puedan tildarse de
"pelagianos". De aquí que pueda permitirse barbotar sus cuatro graznidos
sobre la "paternidad responsable" un irresponsable del calibre de
Bergoglio.
Hace unos días, cuando las inopinadas palabras de Francisco acerca del
puñetazo que le merecería quien insultara a su madre (expresión del
límite a la omnímoda "libertad de expresión" que proclaman liberales y
marxistas de consuno) levantaron inusitada polvareda, induciendo al
lloriqueo de tantos plumíferos que las tenían por lesivas de sus falaces
principios (e incluso como justificadoras de ¡la violencia de género! sic!),
la Santa Sede se apresuró a emitir un pedido público de disculpas,
protestando que habían sido mal interpretadas. Del abultadísimo elenco
de palabras en agravio de la fe, de la Iglesia, de Dios mismo que le
hemos soportado en estos casi dos años, Francisco no consideró nunca
pertinente hacer ninguna aclaración. Más clara, la límpida agua de la
alta montaña.
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La bendición que reclaman las masas prometeicas |
Lengualarga más que el oso hormiguero, parlero compulsivo, gesticulador
sin tope para oprobio de toda santidad, Francisco es un fenómeno de
rigurosa actualidad, consonante con la caída vertical del honor de las
palabras y los signos. Bien dijo Calderón Bouchet, en referencia a los
temores de Jean Cocteau acerca de la proximidad de los tiempos en que
«los imbéciles tomarían las lapiceras y se pondrían a escribir», que no
era el del poeta francés «el temor de un sabio que ve a Satanás
empujando a los tarados, pero sí el de un esteta que ve la depreciación
de la inteligencia provocada por dos terribles fuerzas convergentes: la
aristofobia de los mediocres y el criterio puramente económico del
negocio editorial». Hoy podemos afirmar con pleno derecho que los
tiempos previstos por Cocteau llegaron hace rato y para quedarse, y que
el morbo de la idiocia se ha extendido no ya sólo a los que empuñan la
pluma, sino a los que tienen por oficio transmitir los dones sacros. Y
que Satanás haya urgido a esa vergüenza de cardenales que no sabían
cantar el Veni Creator a emplazar en el Solio a un Rey Momo resulta, a esta altura, una hipótesis muy ajustada a los horrorosos hechos sucesivos.