El regreso de la muerte
La muerte del fiscal que denunció a CFK
enrarece el comienzo de un año electoral.
por James Neilson
Un fiscal respetado que investiga un crimen atroz llega a la conclusión
de que el presidente de su país se ha hecho cómplice de los delincuentes
responsables a cambio de algunos favores económicos; días después de
hacer pública la denuncia, lo encuentran muerto, con una bala en la
sien, en el baño de su departamento que tenía las puertas cerradas.
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Pero
no se trata del argumento de otra novela negra. Es la realidad actual
argentina, la de un país cuyos gobernantes califican de mafiosos a
aquellos jueces y fiscales que no les gustan, en el que es normal que
los dueños del poder adquieran fortunas fabulosas, en que todo es
posible.
Hasta la madrugada del lunes, cuando de golpe se difundió la noticia de
la muerte del fiscal Alberto Nisman, podía preverse que Cristina
superaría los problemas que le había ocasionado verse acusada de
indultar a los iraníes por su presunto papel en la voladura de la sede
de la AMIA. Desde el punto de vista de los militantes antiimperialistas
que pululan en el kirchnerismo, las pruebas en contra del país de los
ayatolás genocidas eran de origen cuestionable, ya que según ellos las
habían aportado los servicios de inteligencia de Estados Unidos, Israel y
diversos miembros de la Unión Europea, y, de todos modos, se trataba de
algo que sucedió hace mucho tiempo.
Así las cosas, se decían, ¿no sería mejor dejar el asunto en manos de
una “comisión de la verdad” bilateral conformado por juristas argentinos
e iraníes y, mientras tanto, conseguir algunos barriles de petróleo
barato a cambio de granos? Aunque el arreglo así supuesto podría
considerarse poco digno, quienes lo avalaban por lealtad hacia la jefa
máxima aseguraban que, en el mundo que efectivamente existe, todos los
gobiernos anteponen los intereses económicos a sus pretensiones morales.
Por lo demás, parecería que Cristina, aconsejada por su amigo el extinto
Hugo Chávez y pensadores geopolíticos de la talla de Luis D’Elía, no
creía en “la pista iraní”. Aficionada a las teorías conspirativas, les
habrá resultado bastante fácil a los amigos de los ayatolás convencerla
que se trataba de un invento de los infinitamente astutos israelíes con
su Mossad, la CIA yanqui, el MI5 de los piratas británicos y otros
imperialistas perversos. Se trata de la explicación más caritativa de
aquel memorándum que, para el desconcierto universal, puso patas arriba
la política exterior del país.
La muerte de Nisman cambió todo al enfrentar a Cristina y sus
simpatizantes con un desafío que es decididamente mayor que el planteado
por su voluntad indisimulable de congraciarse con los feroces teócratas
de Irán, pasando por alto lo de la AMIA y la embajada de Israel, o la
presunta entrega del manejo de la política exterior a personajes tan
esperpénticos, y tan poco recomendables, como D’Elía y Fernando Esteche,
el cabecilla de Quebracho, una banda de matones que los servicios de
inteligencia de las distintas organizaciones policiales, de las fuerzas
armadas y la ex SIDE tienen fichados desde hace décadas pero que, por
razones que nunca han sido aclaradas, permiten continuar provocando
desmanes violentos.
Aunque oficialistas como el ubicuo Sergio Berni se apuraron a calificar
de suicidio la muerte súbita del fiscal, otros que no comulgan con el
kirchnerismo dieron por descontado que fue asesinado o, lo que es lo
mismo, que fue obligado a suicidarse. Patricia Bullrich, la que por su
propia trayectoria sabe cómo piensan los “idealistas” que fantasean con
cambios revolucionarios, llegó a decir que “me cuesta creer que la
Presidenta haya ordenado que lo maten”, de tal modo reforzando una
sospecha que con toda seguridad persistirá.
Por cierto, no ayudó a ahuyentarla el mensaje que difundió Cristina a
través de Facebook en que se preguntaba “¿Qué fue lo que llevó a una
persona a tomar la terrible decisión de quitarse la vida?”, para
entonces especular en torno a los motivos por los cuales el fiscal había
interrumpido sus vacaciones familiares para regresar de súbito al país,
además, claro está, de aludir, una vez más, a la hipotética influencia
de las tapas de Clarín. Puede que las conjeturas más alarmantes que
están dando vueltas carezcan de fundamento, pero en el clima político
actual pocos, muy pocos, realmente creerán que el enemigo más temible de
la Presidenta se haya quitado la vida por razones exclusivamente
personales.
En los días previos a su muerte, Nisman no brindaba la impresión de ser
un hombre atormentado por dudas que, por miedo a protagonizar un papelón
ante el Congreso como preveían los kirchneristas, que se preparaban
para la pelea tratándolo como un lunático peligroso que había
confeccionado una denuncia que, en palabras de Jorge Capitanich, era
“disparatada, absurda, ilógica, irracional, ridícula”, optaría por poner
fin a su propia vida. Al contrario, parecía sentirse muy pero muy
seguro de sí mismo y, en entrevistas con los medios, se mostraba
plenamente capaz de reivindicar en un encuentro con los diputados las
denuncias explosivas que había formulado. Si bien quienes habían hablado
con él sabían que era blanco de amenazas y que se preocupaba por lo que
podría suceder a sus dos hijas, entendían que poseía la fortaleza
anímica necesaria para seguir adelante. Puede que, como asevera Berni,
los datos concretos disponibles hagan pensar que Nisman sí se suicidó,
pero toda la evidencia circunstancial apunta en la dirección contraria.
La convicción que está en vías de consolidarse, no sólo en círculos
opositores sino también en otros que son habitualmente favorables al
kirchnerismo, de que el fiscal fue asesinado, o inducido por sus
enemigos a suicidarse, no puede sino perjudicar al gobierno de Cristina.
Aun cuando nadie -salvo Patricia Bullrich- insinuara que la Presidenta
misma tuvo que ver con un delito tan terrible, no es ningún secreto que,
en los alrededores del gobierno que encabeza, hay sujetos que no
vacilarían en “ayudarla” liquidando a un fiscal molesto.
A esta altura nadie ignora que el kirchnerismo, lo mismo que el
menemismo en su momento, ha servido como un polo de atracción poderoso
para elementos surgidos de los bajos fondos de la sociedad. No le faltan
soldados, desde legisladores que apoyan automáticamente cualquier
genialidad presidencial, por rara que fuera, y los aplaudidores, hasta
la gente de La Cámpora y quienes hacen número en manifestaciones
cuidadosamente organizadas. Confluyen en el proyecto de los
santacruceños tanto corrientes procedentes del peronismo
“revolucionario”, facciones izquierdistas sumamente belicosas y otras
agrupaciones nada democráticas, como otras vinculadas con un sinfín de
mafias de distinto pelaje.
Asimismo, por ser la Argentina un país que, de acuerdo común, está entre
los más corruptos de América latina, pero en que muchos temen que esté
por ponerse en marcha un operativo mani pulite local, abundan los que
tendrían motivos para intentar intimidar a los interesados en impulsar
uno, advirtiéndoles que hay límites, comenzando con la persona de la
Presidenta, que les convendría respetar. También se ha hecho sentir la
presencia ominosa de sicarios del crimen organizado y de los carteles de
narcotraficantes que se han afincado aquí.
Y, es innecesario decirlo, hay que tomar en cuenta la posibilidad de que
sujetos del submundo de los incontrolables servicios de inteligencia,
que el Gobierno está tratando de incorporar a su propio movimiento
pretendidamente nacional y popular, hayan querido vengarse de alguno que
otro desaire, o que los iraníes, enfurecidos por la muerte de un
general en el ataque israelí contra Hizbolá en Siria, hayan decidido
desquitarse eliminando al odiado fiscal Nisman y, mientras tanto,
incomodar al gobierno argentino por haber perdido interés en el pacto de
impunidad.
A pesar de los esfuerzos, mejor dicho, las súplicas, de quienes sólo
quieren vivir en paz, la Argentina aún no ha logrado dejar atrás la
sombra de la violencia política. Los alarmados por la retórica divisiva,
a veces brutal, que es propia del llamado “estilo K”, siempre han
advertido que, tarde o temprano, la agresividad verbal podría verse
seguida por la violencia física, retrotrayéndonos a tiempos que la
mayoría preferiría consignar a los libros de historia. Huelga decir que
la muerte sospechosa de Nisman ha renovado tales temores. El líder
porteño Mauricio Macri no es el único que espera que se haya tratado de
un momento “bisagra”, de “un antes y un después”, en el que la sociedad
en su conjunto tome conciencia de los peligros latentes para impedir que
surjan nuevamente a la superficie.
Comparten sus sentimientos los miles de personas que reaccionaron frente
a la muerte de Nisman movilizándose en centenares de localidades para
protestar contra lo que enseguida tomaron por un crimen político. Temen
que un gobierno resueltamente setentista nos devuelva a una de las
décadas más nefastas que ha conocido el país, una en que disentir era un
crimen capital y todos los días murieron asesinadas personas tan
prestigiosas como el fiscal, por suponer que, para defender sus propias
conquistas, a algunos les parecería mejor sembrar miedo en la sociedad
para que deje de soñar con obligarlos a rendir cuentas por lo hecho en
el transcurso de los años últimos.