lunes, 26 de enero de 2015

El regreso de la muerte

El regreso de la muerte 
La muerte del fiscal que denunció a CFK enrarece el comienzo de un año electoral. por James Neilson Un fiscal respetado que investiga un crimen atroz llega a la conclusión de que el presidente de su país se ha hecho cómplice de los delincuentes responsables a cambio de algunos favores económicos; días después de hacer pública la denuncia, lo encuentran muerto, con una bala en la sien, en el baño de su departamento que tenía las puertas cerradas.
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Pero no se trata del argumento de otra novela negra. Es la realidad actual argentina, la de un país cuyos gobernantes califican de mafiosos a aquellos jueces y fiscales que no les gustan, en el que es normal que los dueños del poder adquieran fortunas fabulosas, en que todo es posible. Hasta la madrugada del lunes, cuando de golpe se difundió la noticia de la muerte del fiscal Alberto Nisman, podía preverse que Cristina superaría los problemas que le había ocasionado verse acusada de indultar a los iraníes por su presunto papel en la voladura de la sede de la AMIA. Desde el punto de vista de los militantes antiimperialistas que pululan en el kirchnerismo, las pruebas en contra del país de los ayatolás genocidas eran de origen cuestionable, ya que según ellos las habían aportado los servicios de inteligencia de Estados Unidos, Israel y diversos miembros de la Unión Europea, y, de todos modos, se trataba de algo que sucedió hace mucho tiempo. Así las cosas, se decían, ¿no sería mejor dejar el asunto en manos de una “comisión de la verdad” bilateral conformado por juristas argentinos e iraníes y, mientras tanto, conseguir algunos barriles de petróleo barato a cambio de granos? Aunque el arreglo así supuesto podría considerarse poco digno, quienes lo avalaban por lealtad hacia la jefa máxima aseguraban que, en el mundo que efectivamente existe, todos los gobiernos anteponen los intereses económicos a sus pretensiones morales. Por lo demás, parecería que Cristina, aconsejada por su amigo el extinto Hugo Chávez y pensadores geopolíticos de la talla de Luis D’Elía, no creía en “la pista iraní”. Aficionada a las teorías conspirativas, les habrá resultado bastante fácil a los amigos de los ayatolás convencerla que se trataba de un invento de los infinitamente astutos israelíes con su Mossad, la CIA yanqui, el MI5 de los piratas británicos y otros imperialistas perversos. Se trata de la explicación más caritativa de aquel memorándum que, para el desconcierto universal, puso patas arriba la política exterior del país. La muerte de Nisman cambió todo al enfrentar a Cristina y sus simpatizantes con un desafío que es decididamente mayor que el planteado por su voluntad indisimulable de congraciarse con los feroces teócratas de Irán, pasando por alto lo de la AMIA y la embajada de Israel, o la presunta entrega del manejo de la política exterior a personajes tan esperpénticos, y tan poco recomendables, como D’Elía y Fernando Esteche, el cabecilla de Quebracho, una banda de matones que los servicios de inteligencia de las distintas organizaciones policiales, de las fuerzas armadas y la ex SIDE tienen fichados desde hace décadas pero que, por razones que nunca han sido aclaradas, permiten continuar provocando desmanes violentos. Aunque oficialistas como el ubicuo Sergio Berni se apuraron a calificar de suicidio la muerte súbita del fiscal, otros que no comulgan con el kirchnerismo dieron por descontado que fue asesinado o, lo que es lo mismo, que fue obligado a suicidarse. Patricia Bullrich, la que por su propia trayectoria sabe cómo piensan los “idealistas” que fantasean con cambios revolucionarios, llegó a decir que “me cuesta creer que la Presidenta haya ordenado que lo maten”, de tal modo reforzando una sospecha que con toda seguridad persistirá. Por cierto, no ayudó a ahuyentarla el mensaje que difundió Cristina a través de Facebook en que se preguntaba “¿Qué fue lo que llevó a una persona a tomar la terrible decisión de quitarse la vida?”, para entonces especular en torno a los motivos por los cuales el fiscal había interrumpido sus vacaciones familiares para regresar de súbito al país, además, claro está, de aludir, una vez más, a la hipotética influencia de las tapas de Clarín. Puede que las conjeturas más alarmantes que están dando vueltas carezcan de fundamento, pero en el clima político actual pocos, muy pocos, realmente creerán que el enemigo más temible de la Presidenta se haya quitado la vida por razones exclusivamente personales. En los días previos a su muerte, Nisman no brindaba la impresión de ser un hombre atormentado por dudas que, por miedo a protagonizar un papelón ante el Congreso como preveían los kirchneristas, que se preparaban para la pelea tratándolo como un lunático peligroso que había confeccionado una denuncia que, en palabras de Jorge Capitanich, era “disparatada, absurda, ilógica, irracional, ridícula”, optaría por poner fin a su propia vida. Al contrario, parecía sentirse muy pero muy seguro de sí mismo y, en entrevistas con los medios, se mostraba plenamente capaz de reivindicar en un encuentro con los diputados las denuncias explosivas que había formulado. Si bien quienes habían hablado con él sabían que era blanco de amenazas y que se preocupaba por lo que podría suceder a sus dos hijas, entendían que poseía la fortaleza anímica necesaria para seguir adelante. Puede que, como asevera Berni, los datos concretos disponibles hagan pensar que Nisman sí se suicidó, pero toda la evidencia circunstancial apunta en la dirección contraria. La convicción que está en vías de consolidarse, no sólo en círculos opositores sino también en otros que son habitualmente favorables al kirchnerismo, de que el fiscal fue asesinado, o inducido por sus enemigos a suicidarse, no puede sino perjudicar al gobierno de Cristina. Aun cuando nadie -salvo Patricia Bullrich- insinuara que la Presidenta misma tuvo que ver con un delito tan terrible, no es ningún secreto que, en los alrededores del gobierno que encabeza, hay sujetos que no vacilarían en “ayudarla” liquidando a un fiscal molesto. A esta altura nadie ignora que el kirchnerismo, lo mismo que el menemismo en su momento, ha servido como un polo de atracción poderoso para elementos surgidos de los bajos fondos de la sociedad. No le faltan soldados, desde legisladores que apoyan automáticamente cualquier genialidad presidencial, por rara que fuera, y los aplaudidores, hasta la gente de La Cámpora y quienes hacen número en manifestaciones cuidadosamente organizadas. Confluyen en el proyecto de los santacruceños tanto corrientes procedentes del peronismo “revolucionario”, facciones izquierdistas sumamente belicosas y otras agrupaciones nada democráticas, como otras vinculadas con un sinfín de mafias de distinto pelaje. Asimismo, por ser la Argentina un país que, de acuerdo común, está entre los más corruptos de América latina, pero en que muchos temen que esté por ponerse en marcha un operativo mani pulite local, abundan los que tendrían motivos para intentar intimidar a los interesados en impulsar uno, advirtiéndoles que hay límites, comenzando con la persona de la Presidenta, que les convendría respetar. También se ha hecho sentir la presencia ominosa de sicarios del crimen organizado y de los carteles de narcotraficantes que se han afincado aquí. Y, es innecesario decirlo, hay que tomar en cuenta la posibilidad de que sujetos del submundo de los incontrolables servicios de inteligencia, que el Gobierno está tratando de incorporar a su propio movimiento pretendidamente nacional y popular, hayan querido vengarse de alguno que otro desaire, o que los iraníes, enfurecidos por la muerte de un general en el ataque israelí contra Hizbolá en Siria, hayan decidido desquitarse eliminando al odiado fiscal Nisman y, mientras tanto, incomodar al gobierno argentino por haber perdido interés en el pacto de impunidad. A pesar de los esfuerzos, mejor dicho, las súplicas, de quienes sólo quieren vivir en paz, la Argentina aún no ha logrado dejar atrás la sombra de la violencia política. Los alarmados por la retórica divisiva, a veces brutal, que es propia del llamado “estilo K”, siempre han advertido que, tarde o temprano, la agresividad verbal podría verse seguida por la violencia física, retrotrayéndonos a tiempos que la mayoría preferiría consignar a los libros de historia. Huelga decir que la muerte sospechosa de Nisman ha renovado tales temores. El líder porteño Mauricio Macri no es el único que espera que se haya tratado de un momento “bisagra”, de “un antes y un después”, en el que la sociedad en su conjunto tome conciencia de los peligros latentes para impedir que surjan nuevamente a la superficie. Comparten sus sentimientos los miles de personas que reaccionaron frente a la muerte de Nisman movilizándose en centenares de localidades para protestar contra lo que enseguida tomaron por un crimen político. Temen que un gobierno resueltamente setentista nos devuelva a una de las décadas más nefastas que ha conocido el país, una en que disentir era un crimen capital y todos los días murieron asesinadas personas tan prestigiosas como el fiscal, por suponer que, para defender sus propias conquistas, a algunos les parecería mejor sembrar miedo en la sociedad para que deje de soñar con obligarlos a rendir cuentas por lo hecho en el transcurso de los años últimos.