EL SANTÍSIMO NOMBRE DE JESÚS
Sufre ostensible olvido la conmemoración del Santísimo Nombre de Jesús,
celebrada un poco al desgaire en todo el orbe (neo)católico, siendo que
es Nombre que entraña el más hondo de los significados y la más fecunda
de las fuerzas. Pues Dios, que con el poder de su Palabra creó el cielo
y la tierra con todas sus criaturas, y que es sustancialmente
esta misma Palabra que eternamente pronuncia, le dio al hombre (como
analogado inferior y como destello, pero como prenda de su rara
dignidad) el uso de la palabra y el poder de nombrar las cosas casi desde el mismo instante en que lo puso en el Edén (Gn 2,19).
PRESIONE "MAS INFORMACION" A SU IZQUIERDA PARA LEER ARTICULO
El nombre re-presenta, hace presente lo que se nombra. De ahí que la litánica repetición del solo Nombre de Jesús, sin añadiduras -o, a lo más, con alguna breve súplica de tanto en tanto- constituyese la oración predilecta de los monjes orientales en lejanas edades, reconocida su eficacia para suscitar más vivamente la presencia de Dios. Este Nombre, ante el cual toda rodilla se dobla y que Pedro proclamó «el único que nos ha sido dado bajo el cielo a los hombres para salvarnos» (Act 4,12), significa en la lengua de los hebreos precisamente que «Dios salva», fórmula que por sí sola basta para recordar, al reparo de todo devaneo antropocéntrico, que el hombre necesita ser salvo, y que sólo Dios puede alcanzarle la salvación. Mucho más correcta que aquella imprecisa definición que hace del hombre «la única criatura que Dios ha querido por sí misma» o «por sí mismo», según la ulterior ambigüedad de las traducciones (Gaudium et spes, 24,3), nos despierta al sentido de una dignidad que es todo menos que autónoma y que, perdida de hecho por el pecado, requiere restablecerse por la exclusiva referencia al Salvador.
El exquisito quiasmo acuñado por san Bernardo, que hace del Nombre de Jesús «mel in ore, in aure melos», traduce algo de ese inefable gusto que el Señor infunde a quienes buscan su rostro por la invocación de su Nombre. El mismo que inspiró a san Bernardino de Siena esa efusiva honra que los bienaventurados han sabido dar a Dios, para mayor exaltación de la facultad del habla:
¡Oh Nombre glorioso, Nombre regalado, Nombre amoroso y santo! Por ti las culpas se borran, los enemigos huyen vencidos, los enfermos sanan, los atribulados y tentados se robustecen, y se sienten gozosos todos. Tú eres la honra de los creyentes, Tú el maestro de los predicadores, Tú la fuerza de los que trabajan, Tú el valor de los débiles. Con el fuego de tu ardor y de tu celo se enardecen los ánimos, crecen los deseos, se obtienen los favores, las almas contemplativas se extasían; por ti todos los bienaventurados del cielo son glorificados.


