Esplendor de la concepción jerárquica y cristiana de la vida
Ambientes, Costumbres, Civilizaciones
La ola satánica del igualitarismo, que desde la revolución
protestante del siglo XVI hasta la revolución comunista de nuestros días
viene atacando, calumniando, solapando y haciendo marchitar todo cuanto
es o simboliza jerarquía, presenta toda desigualdad como una
injusticia. Es propio de la naturaleza humana —dicen los
igualitarios—que el hombre se sienta disminuido y vejado al curvarse
ante un superior. Si lo hace es porque ciertos preconceptos, o el
imperio de las circunstancias económicas, le obligan a ello. Pero esta
violencia contra el orden natural de las cosas no queda impune.
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El
superior deforma su alma por la prepotencia y por la vanidad que lo
llevan a exigir que alguien se curve ante él. El inferior pierde con su
gesto alienante algo de la elevación de personalidad propia al hombre
libre e independiente. En otros términos, siempre que una persona se
curva ante otra hay un vencedor y un vencido, un déspota y un esclavo.
La doctrina católica nos dice exactamente lo contrario. Dios creó el
Universo según un orden jerárquico. Y dispuso que la jerarquía fuese la
esencia de todo orden verdaderamente humano y católico.
En contacto con el superior, el inferior puede y debe tributarle todo
el respeto, sin el menor recelo de rebajarse o degradarse. El superior,
a su vez, no debe ser vanidoso ni prepotente. Su superioridad no
proviene de la fuerza, sino de un orden de cosas muy santo y deseado por
el Creador.
En la Iglesia Católica, las costumbres expresan con admirable
fidelidad esta doctrina. En ningún ambiente los ritos y las fórmulas de
cortesía consagran tan acentuadamente el principio de jerarquía. Y
tampoco en ningún otro se ve tan claramente cuánta nobleza puede haber
en la obediencia, cuánta elevación de alma y cuánta bondad puede haber
en el ejercicio de la autoridad y de la preeminencia.
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En una cartuja española un monje besa arrodillado el escapulario de su superior. Es la expresión de la más entera sujeción.
Sin embargo, considérese atentamente la escena y se verá cuánta
varonilidad, cuánta fuerza de personalidad, cuánta sinceridad de
convicción, cuánta elevación de motivos el humilde monje arrodillado
pone en su gesto. Contiene éste cualquier cosa de santo y caballeresco,
de grandioso y sencillo, que hace pensar al mismo tiempo en la “Legende
Dorée”, en la “Chanson de Roland” y en las “Fioretti” de San Francisco
de Asís.
Arrodillado y desconocido, es este religioso humilde mayor que el
hombre moderno, molécula vanidosa, impersonal, anónima e inexpresiva de
la gran masa amorfa en que se ha transformado la sociedad contemporánea.
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Tras la humildad del monje consideremos la del gentilhombre.
El Conde Wladimir d’Ormesson fue hasta mediados de 1956 embajador de
Francia ante la Santa Sede. En nuestra fotografía lo vemos revestido con
uniforme solemne de diplomático, arrodillado ante el Santo Padre Pío
XII con ocasión de una audiencia. Es difícil imaginar una actitud que
exprese, tan completamente y al mismo tiempo, una alta conciencia de su
propia dignidad y un vivo respeto ante la autoridad excelsa y suprema,
ante la cual el embajador tiene la honra de encontrarse. La rodilla en
tierra, pero el tronco y el cuello erectos, la nobleza y reverencia del
saludo, todo, en fin, muestra cuánto respeto y cuánta dignidad contienen
los tradicionales estilos diplomáticos, de los cuales el Conde se
muestra aquí intérprete fiel, y que fueron elaborados en los siglos
áureos de la civilización cristiana.
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Por otro lado, considérese al prior. Hay una especie de contraste
entre su gran figura blanca, erecta, robusta, estable, que expresa
autoridad, seguridad y paterna protección y la expresión fisonómica que
parece neutra, impasible, serena, un poco distante. La figura expresa la
actitud oficial del prior. La fisonomía traduce el desapego, la
simplicidad del hombre. Pues no es al hombre en cuanto tal, sino al
cargo, a quien el homenaje se dirige.
Y, con el debido respeto, consideremos la posición del Pontífice.
Sentado en un pequeño trono, no se levanta para recibir el homenaje del
embajador. Sin embargo, inclina ligeramente el busto para aproximarse
más al Conde. Conserva su mano en la de él. Da a toda la acogida una
nota de amenidad muy marcada. Y manteniéndose, no obstante, enteramente
como Papa, da todas las muestras de la más entrañable benevolencia y del
mayor aprecio hacia el embajador.
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Cuatro actitudes inspiradas en una visión muy jerárquica de las
cosas, todas ellas nobles, dignas, honrosas, aunque cada una a su modo.
En una palabra, esplendor de la humildad cristiana y belleza de una vida
jerárquica…
Plinio Corrêa de Oliveira, in Catolicismo Nº 70 – Octubre de 1956