Aunque
desagrade a muchos, es incontestable el hecho de que las categorías
“derecha” e “izquierda” sigan siendo utilizadas como forma rudimentaria
de conocer el abanico de ideas políticas disponibles.
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Norberto Bobbio desafiaba, al respecto, en su libro Derecha e izquierda,
con la siguiente aseveración: “Nuestras dos palabras provocadoras
(izquierda-derecha) siguen siendo utilizadas en serio a propósito de
políticos, de partidos, de movimientos, de alineaciones, de periódicos,
de programas políticos, de disposiciones legislativas. ¿Es verdad o no
es verdad que la primera pregunta que nos planteamos cuando
intercambiamos una opinión sobre un político es si es de derechas o de
izquierdas?”
Entiendo que la persistencia de las categorías políticas dicotómicas
en cuestión, obedece fundamentalmente a razones de una necesidad social
que podríamos calificar como cognoscitiva: contar con un mecanismo que
permita a la mayoría ubicar las ofertas políticas en un esquema tan
simple como sea posible, a saber, un segmento construido por dos puntos
antitéticos.
El problema, en este caso, es la indeterminación de esos dos extremos
que, bajo la metáfora “izquierda/derecha”, ilustran dos distancias
inacabables en lo que hace, fundamentalmente, a una concepción del
mundo.
Pero como el mundo cambia con la historia, y las concepciones se
modifican a su propio ritmo, es natural que “derecha” e “izquierda” no
sean conceptos ontológicos, absolutos, que encierren contenidos estancos
de una vez y para siempre. Al contrario, “derecha” e “izquierda” son
apenas contenedores de contenidos contingentes.
El mito progresista consiste, en pocas palabras, en el intento de
explicar la díada “izquierda-derecha” en términos de
“progresismo-conservadorismo”. Lo fundamental, por lo tanto, sería la
concepción que se tiene respecto del cambio social, su fluidez y su
sentido. Un progresista sería (en el marco de las significaciones
instaladas por el propio progresismo) quien mantiene la sociedad abierta
a las sendas del “progreso”, mientras que un conservador sería quien
mantiene una inclinación radical hacia el statu quo. Tal cosa nos dice
en verdad muy poco cuando no definimos aquello que entendemos por
“progreso”, omisión en la que precisamente suelen redundar aquellos que
gustan rotularse como “progresistas”.
¿Pero qué es realmente el “progresismo”? Se trata de un concepto un
tanto difuso, que remite al “avance”, a lo “novedoso” y al “cambio” en
un sentido axiológicamente positivo. La izquierda lo ha apropiado
montando un astuto embuste: el cambio en sí mismo implicaría progreso.
Sin embargo, el cambio conduce a la superación de un estado o
circunstancia determinada, en virtud de su contenido y no de su mera
condición de “novedad”. Nadie podría negar que haya novedades que
retrasan.
Tal engaño ha tenido por resultado una notable paradoja: quienes se
autocalifican de “progresistas”, por lo general son aquellos que
defienden los modelos más atrasados del mundo. No es necesario subrayar
que las críticas de los autodenominados “progresistas” suelen enfocarse
en los países más prósperos y con mayores posibilidades de progreso,
mientras suelen acallar frente a misérrimos países donde, no obstante,
las ideas económicas típicas de la izquierda han llegado al poder.
La imprecisión de la dicotomía “progresismo vs. conservadorismo” es
todavía más evidente si pensamos por un momento que el progreso, ya no
en términos de mera novedad (tal el discurso “progresista”) sino en
tanto que avance hacia mayor bienestar, puede devenir tanto de la
innovación como de la tradición. El ejemplo más claro puede ser dado por
la institución de la propiedad privada: su conservación ha demostrado
ser el camino más próspero hacia el enriquecimiento de las naciones,
mientras que su cambio radical por la innovación de propiedad colectiva
condujo a la miseria a aquellos países que lo pusieron en práctica en su
adhesión al comunismo. (Por cierto: ¿es la propiedad colectiva una
“idea novedosa”, o es apenas una vieja idea que puede encontrarse en los
pueblos y tribus más primitivas y atrasadas?) ¿Puede entonces un
defensor de instituciones tradicionales ser al mismo tiempo un
“progresista”? ¿Un progresista que ve materializadas sus ideas en la
configuración de un determinado orden social, para continuar siendo
progresista debería empezar a predicar otras ideas distintas de las
vigentes o debería buscar la conservación del nuevo statu quo?
El ejemplo más claro y, a la vez, contradictorio en cuanto a quien lo
propone, es el de la conceptualización que el sociólogo norteamericano
de extracción marxista, Wright Mills, hace de la derecha y la izquierda:
“La derecha, entre otras cosas, significa lo que uno está haciendo:
celebrar la sociedad tal como es, una empresa en marcha. Izquierda
significa o debería significar exactamente lo contrario. Significa
crítica y reportaje estructural, y teorías sociales que en un punto u
otro se enfocan políticamente como demandas y programas. (…) Ser de
‘izquierda’ significa conectar la crítica cultural con la crítica
política, y ambas demandas y programas. Y significa todo esto dentro de
todos los países del mundo”. Lo curioso es que, respecto del régimen
castrista, por ejemplo, a Wright Mills no se le conoce una postura
crítica sino todo lo contrario. Su libro Listen Yankee ha tenido el
objeto, precisamente, de celebrar el castrismo de una manera
desembozada. ¿Será el sociólogo norteamericano un “derechista”,
entonces, respecto de los regímenes donde la izquierda ha configurado su
propio statu quo? El sinsentido de la pregunta evidencia el sinsentido
de la definición de “derecha” e “izquierda” con base en la distinción
conservación-cambio que, en términos del filósofo Gustavo Bueno, no son
criterios políticos sino psicológicos-etológicos que no nos permiten
corresponder nuestra construcción conceptual con la experiencia
histórica concreta.
Los problemas de imprecisión que parecen intrínsecos a la distinción
de “progresismo vs. conservadorismo” tienen base en la falta de
visualización de la distinción existente entre ideas y resultados.
Aquellos que suelen encuadrarse en el “progresismo” pretenden la
existencia de un conjunto de ideas “progresistas”, cosa absurda si por
“progresismo” efectivamente se entendiera un avance hacia mayores grados
de bienestar. En tal caso, no serían las ideas las “progresistas” sino
los resultados de determinadas ideas que, como hemos dejado claro,
pueden bien sostenerse en la tradición y la mantención de ciertos
aspectos del statu quo, características típicas de lo que se ha llamado
“conservadorismo” (Por cierto: ¿los capitales se dirigen a enriquecer a
un pueblo que mantiene sus instituciones con alto grado de estabilidad, o
allí donde las instituciones cambian a todo momento?).
La distinción “progresista vs. conservador” responde no al fin de
describir realidades, sino de imponer una valoración, y he aquí el gran
problema. Lo que se ha intentado es bendecir ciertas ideas
adjudicándoles el status de progresistas, mientras que se ha buscado
demonizar a otras adjudicándoles status de conservadoras (el ejemplo más
claro es lo que ha ocurrido en la dicotomía mercado vs. Estado: los
estatistas pasaron a ser progresistas, mientras que los liberales en
materia económica pasaron a ser considerados conservadores).
Así, quienes pretenden trasladar la díada “progresista vs.
conservador” a la díada “izquierda vs. derecha” están por lo general
procurando incorporar un sentido axiológico positivo en la primera y uno
negativo en la segunda, en un juego maniqueo que a veces no llegamos a
vislumbrar.
Director del Centro de Estudios LIBRE