Crónica de un exterminio
por José Luis Milia • •
Mienten
aquellos que dicen que en la Argentina no hay pena de muerte. A hoy han
muerto en prisión doscientos noventa y un argentinos. No ha hecho falta
fusilarlos; la venganza ha obrado casi quirúrgicamente y la única
desventaja es que el exterminio no ha procedido con la celeridad
esperada, pero el abandonarlos en las manos de “jueces” que creen
incompleta su tarea si no se convierten en verdugos luego de haberlos
juzgados, ha tenido la ventaja de teñir de “legalidad” la matanza.
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Precisemos. No hablamos de genocidio, porque no lo es. Caer en la
tentación de hacerlo sería ponernos a la altura de los farsantes que
durante años han repetido la falacia de los 30.000 desaparecidos y que
hoy saben pero no reconocen que ese número solo sirvió para que
delincuentes que se enmascaraban detrás de presuntas “orgas” de derechos
humanos, cobraran una y otra vez indemnizaciones millonarias.
No es genocidio, no exageremos, pero digamos de una vez por todas y
repitamos cuantas veces sea necesario que lo que hoy sucede en la
República -organizado por el gobierno y amañado por esa entelequia que
algunos aún llaman justicia- es simplemente una rastrera venganza que un
grupo de cobardes -por acción, pero hay otros, muchos, que son
culpables por omisión- pueda haber imaginado jamás y que, haciendo honor
a su estirpe de rufianes, esperaron que aquellos que los habían
derrotados con las armas envejecieran, que hubiera un gobierno cuyos consiglieri
debieran hacerse perdonar un pasado de usureros o de vendedores de
“perejiles”, que quienes “administran” las instituciones que los
enviaron al combate se vendieran por miserables canonjías y que
finalmente, para que el ultraje fuera mayor, amañaran la Constitución y
las leyes para que, fechoría jurídica mediante, le hicieran creer al
pueblo- ese mismo pueblo cobarde que años atrás pedía cadalsos en la
principales plazas del país y hoy se come cualquier verdura podrida que
le vendan- que ellos si se manejan con la “legalidad”.
A hoy -son las 11:20 horas del 26 de abril de 2015- ya han sido
ejecutados doscientos noventa y uno de estos condenados a muerte, pero
dentro de una hora, un día o poco tiempo más -sólo Dios lo sabe- esta
cantidad sin duda alguna se seguirá incrementando porque los “jueces”
seguirán repitiendo las condiciones burocráticas que han posibilitado el
exterminio.
Salvo los pocos que han tenido la suerte de morir en compañía de los
suyos luego de acceder a la prisión domiciliaria -tipo de prisión a la
que por ley todo argentino mayor de setenta años tiene derecho- la
mayoría ha muerto en la más atormentada soledad, con la sola compañía de
sus camaradas de cautiverio.
Para mayor vergüenza de la sociedad argentina -si es que ésta
considerara que avergonzarse de la perversidad que se ejecuta en su
nombre fuera una virtud- estos condenados a muerte tienen sus “sicarios
designados”. Son los jueces de ejecución que se comportan con ellos como
señores de horca y cuchillo, son los que dan las órdenes que restringen
la prisión domiciliaria, los desplazamientos a hospitales, que
“dosifican” la entrega de medicamentos específicos, los que por
principio dudan de las enfermedades de estos presos y los abandonan a su
agonía hasta que la evidencia de la muerte los pone en el brete de
justificar lo injustificable.
Estos soldados de una guerra que se libró por nosotros son los que,
por definición de los eunucos jurídicos de la Corte Suprema -con la
única y digna excepción del Dr. Fayt- han sido declarados reos de una
política de estado que se ha llevado puesta Constitución y leyes, ellos
son los Presos Políticos de la Argentina, víctimas de una revancha
montada por logreros y cobardes, pero son también quienes -y eso y el
orgullo que ello conlleva nadie se los podrá quitar jamás- derrotaron a
la subversión marxista que pretendía para la Argentina un destino de
lacayos.
Sé, y esto lo digo con profundo dolor, que seguirán muriendo en las
abyectas condiciones que les han impuesto, pero también sé que tienen la
convicción -ellos me lo han dicho- que morirán en acto de servicio,
como muere un soldado que juró cumplir con su Patria.