LA COMUNIÓN, DE RODILLAS Y EN LA BOCA
por el cardenal Malcolm Ranjith
(traducción de la versión en italiano por F.I.)
Se trata de la parte más significativa del prólogo que el cardenal
Ranjith, entonces Secretario de la Congregación para el Culto Divino y
la Disciplina de los Sacramentos bajo el pontificado de Benedicto XVI,
le estampó al libro de monseñor Athanasius Schneider, Dominus est, acerca de la Sagrada Eucaristía. El título se lo hemos puesto nosotros.
La exhortación a comulgar de manera que el cuerpo mismo exprese la
devoción interior ha sido abundantemente repetida a lo largo de los
siglos. Así se explicitó en Trento, al indicar que «no ha de temerse de
Dios castigo más grave de pecado alguno que, si cosa tan llena de toda
santidad o, mejor dicho, que contiene al Autor mismo y fuente de la
santidad, no es tratada santa y religiosamente por los fieles». Lo que
excluía de todo punto la manipulación de las sagradas especies por quien
no fuese sacerdote, según enseñanza que santo Tomás recoge en la Summa:
«por reverencia a este Sacramento, nada lo toca sino lo que está
consagrado, ya que el corporal y el cáliz están consagrados, e
igualmente las manos del sacerdote para tocar este Sacramento. Por lo
tanto, no es lícito para nadie más tocarlo, excepto por necesidad ( por
ejemplo si hubiera caído en tierra o también en algún otro caso de
urgencia)» (III, q. 82, a. 13).
Visto que los actuales abusos irrumpieron casi automáticamente después
de la reforma litúrgica montiniana, a la que aparecen inevitablemente
asociados, la exhortación a recibir devotamente al Señor (de rodillas y
en la boca, según praxis ancestral ligada a la Misa tradicional)
debiera, para ser consecuente hasta el fin, incluir la invitación a
volver al culto de siempre, desechando como a experimento fallido la
misa nueva. Y aunque parezca obvio que no debe esperarse un mensaje tal
de parte de un hombre de la Jerarquía de nuestros días -aun de uno que
celebra habitualmente según el Vetus Ordo-, la posibilidad cierta de un cisma que se otea en el horizonte próximo puede serlo también (¡así lo auguramos!) del redditus
de un sensible puñado de cardenales y obispos al cauce nunca extinto de
la tradición católica. Señales promisorias pueden ser textos como el
que sigue, antepuesto al libro de aquel obispo que supo clamar
valerosamente por una «revisión del Vaticano II» y por la promulgación
de un «nuevo Syllabus» (sobre monseñor Schneider hemos tratado
precedentemente aquí).
En el libro del Apocalipsis San Juan cuenta cómo, habiendo visto y oído
lo que le fue revelado, se postraba en adoración a los pies del ángel de
Dios (cf. Ap 22, 8). Postrarse o ponerse de rodillas ante la majestad
de la presencia de Dios, en humilde adoración, era una costumbre
reverencial que Israel actualizaba siempre en presencia del Señor. Dice
el primer libro de los Reyes: «cuando Salomón acabó de dirigir al Señor
esta oración y esta súplica, se paró delante del altar del Señor, donde
estaba arodillado con las palmas extendidas hacia el cielo, se puso de
pie y bendijo a toda la asamblea de Israel» (1 Reyes 8, 54-55). La
posición de súplica del Rey es clara: él se hallaba de rodillas ante el
altar.
La misma tradición es también visible en el Nuevo Testamento, donde
vemos a Pedro ponerse de rodillas delante de Jesús (cf. Lc 5, 8); a
Jairo, para pedirle que sanara a su hija (Lc 8, 41), al samaritano que
volvió para agradecerle y a María, la hermana de Lázaro, para pedir la
gracia de la vida para su hermano (Jn 11, 32). La misma actitud de
postración ante el asombro de la presencia y la revelación divina se
nota en general en el libro del Apocalipsis (Ap 5, 8-14 y 19, 4).
Íntimamente ligada a esta tradición estaba la creencia de que el Templo
Sagrado de Jerusalén era la morada de Dios y, por tanto, en el templo
correspondía adoptar actitudes corporales expresivas de un profundo
sentido de humildad y reverencia ante la presencia del Señor.
También en la Iglesia la profunda convicción de que en las especies
eucarísticas se encuentra el Señor verdadera y realmente presente, y la
creciente práctica de conservar la santa Comunión en los tabernáculos,
contribuyeron a la práctica de arrodillarse en actitud de humilde
adoración del Señor en la Eucaristía.
De hecho, acerca de la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas el Concilio de Trento proclamó: «in
almo sanctae Eucharistiae sacramento post panis et vini consecrationem
Dominum nostrum Iesum Christum verum Deum atque hominem vere, realiter
ac substantialiter sub specie illarum rerum sensibilium contineri» [«en
el augusto sacramento de la santa Eucaristía, luego de la consagración
del pan y del vino, se contiene verdadera, real y substancialmente
nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de
aquellas cosas sensibles»] (DS 1651).
Además, santo Tomás de Aquino ya había definido a la Eucaristía latens Deitas (santo Tomás de Aquino, Himnos).
Y la fe en la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas
pertenecía ya desde entonces a la esencia de la fe de la Iglesia
Católica y era parte intrínseca de la identidad católica. Estaba claro
que no se podía edificar la Iglesia en caso de que tal fe se viese
mínimamente afectada.
Por lo tanto la Eucaristía -pan transubstanciado en Cuerpo de Cristo y
vino en Sangre de Cristo, Dios entre nosotros- debía ser acogida con
estupor, máxima reverencia y en actitud de humilde adoración. El papa
Benedicto XVI, recordando las palabras de san Agustín: «nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; peccamus non adorando» (Enarrationes in Psalmos 89, 9; CCLXXXIX,
1385) subraya que «recibir la Eucaristía significa ponerse en actitud
de adoración hacia Aquel que recibimos [...] sólo en la adoración puede
madurar una acogida profunda y verdadera» (Sacramentum caritatis, 66).
Siguiendo esta tradición, es claro que asumir gestos y actitudes del
cuerpo y del espíritu que facilitan el silencio, el recogimiento, la
humilde aceptación de nuestra pobreza ante la infinita grandeza y
santidad de Aquel que viene a nuestro encuentro en las especies
eucarísticas resultaba coherente e indispensable. La mejor manera de
expresar nuestro sentido de reverencia hacia el Señor Eucarístico era
seguir el ejemplo de Pedro, que, como dice el Evangelio, cayó de
rodillas ante el Señor y le dijo: «Señor, apártate de mí, que soy un pecador» (Lc 5, 8).
Vemos en tanto cómo en algunas iglesias esta práctica es cada vez menos
observada y los responsables no sólo imponen a los fieles la recepción
de la Sagrada Eucaristía de pie, sino que incluso han eliminado todos
los reclinatorios, forzando a sus fieles a estar sentados o de pie
incluso durante la elevación de las especies eucarísticas presentadas
para la adoración. Es extraño que se hayan adoptado estas medidas en las
diócesis de parte de los responsables de la liturgia, o en las iglesias
de parte de los párrocos, sin siquiera una mínima consulta de los
fieles, aun cuando hoy día y más que nunca se habla en muchos ambientes
de democracia en la Iglesia.
Al mismo tiempo, hablando de la comunión en la mano, se debe reconocer
que fue una praxis introducida abusivamente y muy a prisa en algunos
ambientes de la Iglesia poco después del Concilio, alterando la secular
praxis precedente y convirtiéndose ahora en práctica regular para toda
la Iglesia. Se justificaba tal cambio diciendo que reflejaba mejor el
Evangelio o la antigua práctica de la Iglesia.
Es cierto que si se recibe en la lengua, también se puede recibir en la
mano, ya que este órgano del cuerpo tiene igual dignidad. Algunos, para
justificar esta práctica, se refieren a las palabras de Jesús: «tomad y comed» (Mc
14, 22; Mt 26, 26). Sean cuales sean las razones para apoyar esta
práctica, no podemos ignorar lo que está sucediendo a nivel mundial
donde esta práctica resulta implementada. Este gesto contribuye a un
gradual y creciente debilitamiento de la actitud de reverencia hacia las
sagradas especies eucarísticas. La práctica anterior, en cambio,
salvaguardaba mejor aquel sentido de reverencia. Fueron emplazados, por
el contrario, una alarmante falta de recogimiento y un espíritu de
general desatención. Se ven ahora comulgantes que a menudo regresan a
sus asientos como si nada extraordinario hubiera ocurrido. Los niños y
los adolescentes están mayoritariamente distraídos. En muchos casos no
se nota aquel sentido de seriedad y silencio interior que deben indicar
la presencia de Dios en el alma.
Luego están los abusos de quien se lleva las sagradas especies para
conservarlas como souvenir, de quien las vende, o peor aún, de quien se
las lleva para profanarlas en rituales satánicos. Este tipo de
situaciones se han detectado. Incluso en las grandes concelebraciones,
también en Roma, varias veces han sido halladas sagradas especies
tiradas por tierra.
Esta situación no sólo nos lleva a reflexionar sobre la grave pérdida de
la fe, sino también sobre los ultrajes y ofensas al Señor que se digna
venir a nosotros queriendo hacernos semejantes a Él, de manera que se
refleje en nosotros la santidad de Dios.