lunes, 20 de abril de 2015

La figura militar en la Iglesia


La figura militar en la Iglesia

No pocas instituciones religiosas han asumido en la historia la figura de ejército. La más conocida es la compañía de Jesús que llama General a su superior. El fenómeno es más antiguo pero creo que se puede decir que a partir de la compañía e inspiradas en ella, varias instituciones religiosas, asumieron en el fondo la misma noción. A partir del Concilio Vaticano II con la nueva realidad de los movimientos eclesiales y la renovación que generaron, la figura cobró nuevo valor. Pero, como todo en la vida, vino carne con hueso. Revisemos un poco la lógica de esta figura.
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Hablemos primero de la carne. Es indudable que las virtudes clásicas de la vida militar son necesarias y valiosísimas: disciplina, valor, entrega, servicio, capacidad de renuncia. No pocas de las grandes historias morales de la humanidad están vinculadas al heroísmo bélico. La guerra justa es una noción válida. La defensa de la patria es un deber que el mismo Santo Tomás de Aquino incluye en la virtud de la piedad. Y esta defensa puede llevar a la guerra. Que hoy la guerra sea un monstruo que destruye todo y que por lo tanto sea casi imposible juzgar sobre su legitimidad, es un problema delicado que lo dejo a los expertos.
Podría seguir con la carne pero me preocupa más el hueso. En primer lugar, todo ejército tiene sentido en la guerra. Para ella es creado y para ella se prepara. Todos sus rituales se refieren a lograr la victoria sobre un enemigo. De esto se sigue que uno necesariamente debe tener enemigos, de lo contrario, su existencia se hace inútil y ridícula. La idea de distinción del enemigo es fundamental. El enemigo esalguien que me amenaza, alguien juzgado inmediatamente por sus malas intenciones. Con el enemigo pues, no se debe dialogar ni tratar de comprenderlo. El enemigo debe ser eliminado.
En segundo lugar, el ejército tiene necesariamente que uniformizar a la tropa. Esto requiere que todos piensen y se muevan igual. La disciplina debe ser férrea y no permitir la creatividad en su sentido más amplio. No ocurre lo mismo con la jerarquía. Los generales, si bien han sido criados en parte como tropa y obedecen un reglamento, pueden aplicar su criterio propio en la dirección de la tropa. Esto hace que ellos sean como los expertos que sí tienen panorama mientras que la tropa permanece siempre ciega.
Este segundo aspecto determina la forma militar de obediencia. La clásica expresión “sin dudas ni murmuraciones” busca hacer que el cuerpo del ejército tenga a los soldados como células uniformes que cumplen una función para la supervivencia de todos.
Estos dos últimos aspectos implican que los generales se conviertan en una cúpula que necesite delsecreto militar. Se filtra la información para evitar que llegue a la tropa de manera libre y espontánea. Este secreto es parte de la estrategia para ganar la guerra y no pocas veces implica el espionaje y la pena capital a los traidores. A su vez requiere también la propaganda que es el fruto final del filtro informativo. La propaganda intenta dar una buena imagen del ejército desechando como habladurías cualquier información contraria o crítica. Favorece que la crítica sólo pueda venir de fuera. Usualmente el ejército no es autocrítico porque la cúpula considera que nadie sabe lo que ella sabe. Y cuando una verdad es evidente, simplemente la niega y la interpreta como traición.
La figura militar en la Iglesia tiene indudables bases bíblicas, desde el Antiguo Testamento en el que se narran varias guerras que Dios libra con y por su pueblo, hasta la idea del combate espiritual expresado especialmente en San Pablo en un famoso texto. Existió por lo tanto desde los albores del cristianismo pero cobró mucha mayor fuerza en las cruzadas, cuando dejó de ser figura para convertirse en realidad justamente por el contexto de la guerra contra los musulmanes. Era la idea de la guerra santa, que requería un ejército de santos. No pretendo juzgar a la ligera esas coyunturas históricas tan delicadas y complejas. A mí en esa historia me encanta la actitud de San Francisco de Asís, un gran cruzado. Y lo digo aunque no pocos amigos historiadores puedan levantar una ceja ante mi ingenuidad. En fin, esa es otra discusión, por ahora sólo intento reflexionar desde la fe sobre una figura extendida que puede ser mal entendida como lo van demostrando algunos dolorosos hechos actuales de la historia de la Iglesia.
No tengo nada en contra de la figura militar siempre y cuando sea la de San Pablo, que precisa muy bien de qué guerra se trata, con qué enemigos se combate y cuáles son las armas. El enemigo no puede ser otro ser humano. No en sí mismo. El enemigo es espiritual, es el demonio con el que efectivamente no se debe dialogar y cuyas intenciones son siempre perversas. Las armas son las de la luz: la fe, la esperanza, la caridad. El mismo Ignacio recoge esta figura paulina en las dos banderas, Scupoli en el combate espiritual, Scaramelli otro tanto y así, muchos otros escritores espirituales que escapan a mi conocimiento y recuerdo de ignorante. La astucia de serpiente unida a la mansedumbre de la paloma tiene sentido en la caridad. Nunca debería producir crueldad, indiferencia u odio a los demás. El cristiano tendrá siempre enemigos, hasta entre sus más cercanos, pero él jamás será un enemigo, si no que tratará de ser un amigo. Jesús venció al demonio intentando hasta el último instante que Judas se haga su amigo.
No tengo nada contra la figura militar siempre y cuando no se lea todo desde ella. Y sobre todo si se entiende que como figura es sólo una cara de un poliedro de otras figuras que la mitigan y la completan en la comprensión de la experiencia eclesial que es cada fundación y que a su vez tiene su fundamento en el Amor. Y si se tiene muy en cuenta que al hablar de la Iglesia, el Concilio Vaticano II no usó jamás la figura del ejército. Y no por corrección política sino porque Cristo mismo no lo hizo. Él no hizo de sus discípulos una tropa si no una Iglesia. Un rebaño. Dijo: construcción, casa, familia, esposa, cuerpo y pueblo pero nunca milicia, legión, ejército, tropa, bastión, fortaleza ni alguna otra referencia militar. No negó que hubiera una guerra, pero distinguió muy claro dónde se libraba: “Mi Reino no es de este mundo”, “mete la espada en su vaina, quien a espada mata, a espada muere” (esto me hace pensar, entre otras cosas, en tantas "campañas" y acciones "estratégicas" en contra de algo que, usando no pocas veces la manipulación, pretenden tener éxito sin darse cuenta de que justamente la agenda la dictan los "enemigos").
No tengo nada contra la figura militar siempre y cuando en ella se reconozca siempre que la guerra es básicamente vencer al mal con el bien y que en esta victoria todo fruto es de la gracia. Es decir que se sepa siempre explícitamente que es Él quien vence con, en y por nosotros, porque primero Él quiso hacerse de los nuestros por Su santa Voluntad. No tengo nada mientras se entienda que la vida es lucha por amar más, y eso no puede ser lucha contra otros seres humanos. 
Si no se mitiga con una auténtica prudencia eclesial, la figura de ejército puede ser muy peligrosa para una institución católica (congregación, orden, movimiento, parroquia, cofradía, asociación pía, club, hermandad, blog, collera, mancha, etc.). Terminará enredada en la búsqueda de enemigos, en el eficientismo, en la competencia con otros, y al final, atrapada como una mosca en una telaraña de comportamientos mundanos que nada tienen que ver con el Evangelio. Terminará en fin, exactamente igual a los que quiso combatir: sedienta de poder y olvidada de las personas concretas. Algo de eso es lo que he podido ver en estos días romanos. Y cómo duele.
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