sábado, 14 de octubre de 2017

BLAS PIÑAR: HOMENAJE A LA HISPANIDAD I


BLAS PIÑAR: HOMENAJE A LA HISPANIDAD I


MÍSTICA Y POLÍTICA DE HISPANIDAD

¿Qué es la Hispanidad?
La Hispanidad es un vocablo de uso corriente entre nosotros, y hasta se atisban o vislumbran de un modo confuso, al pronunciarlo, algunas de las ideas que en el vocablo se esconden y contienen. Hoy, la Hispanidad circula como una moneda de valor y cuño conocidos.
Pero a nosotros, ahora y en este momento, nos incumbe algo más que recibir la moneda, examinarla superficialmente y dejarla correr en el mercado. Desaprovecharíamos con estúpida frivolidad esta ocasión que la Providencia nos depara si no intentáramos —con la impresión de riesgo que la aventura implica— retirarnos con esa moneda a nuestro estudio a fin de considerarla con atención y minuciosa simpatía, de repasar, despacio y con amor, las honduras y el perfil de sus relieves, de recitar con pausa sus orlas y leyendas y de entrañarnos en su hechura para conocer con detalle su ingrediente y la ley que norma y preside su íntima aleación.


¿Cómo y cuándo se ha elaborado y construido la doctrina de la Hispanidad? ¿Cuáles son sus principios ideológicos? ¿Cuál es la empresa, el programa, el quehacer de la Hispanidad?
Porque, ciertamente, nosotros no hemos inventado la Hispanidad. Nos hemos limitado a bautizarla, a darle un nombre. Monseñor Zacarías de Vizcarra, Obispo Consiliario general de la Acción Católica Española, fue el feliz descubridor de la palabra. Y Ramiro de Maeztu, uno de sus teóricos y expositores, el que la propaga y vulgariza. Pero la Hispanidad estaba ahí. Nosotros no la hemos edificado ni constituido. Nos hemos limitado a declararla, a proclamarla, a quitar los velos que la cubrían.
Nos ha sucedido con la Hispanidad aquello que acontece con los astros y con los dogmas. No son nuevos, no nacen de la noche a la mañana. No se crean, ni se inventan cada día.
El astro esta en su sitio, girando en su órbita desconocida para nosotros, hasta que llega un instante en que la triple concurrencia de un observador agudo, de un tiempo bonancible y de un instrumento hábil señalan, con precisión y exactitud, la diáfana presencia de la antes ignorada criatura sideral.
El dogma, igualmente, está embebido, navegando en el tesoro de la Revelación tradicional y escrita, vagamente percibido, expuesto a los choques de la discusión y la disputa, hasta que, agudizada la perspectiva histórica y asistido por la infalibilidad prometida cuando se trata de los graves asuntos que atañen a la Fe, el Romano Pontífice declara la verdad que, so pena de herejía, deben aceptar y creer los hijos de la Iglesia.
Los mismos contradictores de la Hispanidad, los de dentro y los de fuera de nuestra dimensión geográfica, han contribuido, sin saberlo, a aclarar sus contornos. La reciedumbre y agresividad de sus ataques nos revelaba que había algo de peso que atacar, y como reacción y contraste, aquello que insultaban, menospreciaban y zaherían atrajo la curiosidad de muchos; al principio con las precauciones y cautelas de algo que se reputa vergonzante y prohibido y, al fin, con el ímpetu, el entusiasmo y la generosidad de una causa que se estima grande y bella a la vez.
Fue así como una generación, luego conocida como la generación de la esperanza, pudo tener la sensación, espiritual y física, de que una entera y prolija comunidad humana había vivido en la plenitud de la Hispanidad. La Hispanidad comenzó a percibirse cuando, por paradoja, empezó a retirarse, cuando dejo de vitalizar el conjunto, y ello por la sencilla razón de que, al igual que el hombre, las colectividades tienen un sistema nervioso que acusa la incomodidad y la falta de salud.
Estamos en el camino de retorno, enfermos, sí, pero con la ilusión rejuvenecida y alimentada por el tesoro de la experiencia. Esa experiencia, necesaria siempre, que cursa a los hombres y a las sociedades, que les da un cierto sentido para discernir y ponderar, nos ha revelado ahora, de un modo clarividente, que nuestro error, error grave y colectivo, no fue otro que asociar la quiebra del Imperio a la quiebra de la Hispanidad, es decir, de los principios ideológicos que la habían estructurado en el curso de tres siglos de amorosa convivencia.
No fuimos capaces de percibir que el Imperio —aquel Imperio sin imperialismo, como alguien ha estampado con letras de molde— era tan sólo una fórmula política, un expediente pasajero, contingente, susceptible de mudanza y de cambio, sin que por ello padeciera la Hispanidad.
La Hispanidad era lo permanente, el espíritu con fuerza y energía creadora y fecundante, capaz de corporeizarse, de hacerse visible y operar a través de esquemas distintos. Estimamos que al devenir insuficiente e inservible la fórmula, también lo sustantivo se encontraba en liquidación, y con infantil alegría emprendimos la subasta.
La independencia
De otro lado, no supimos tampoco caracterizar y calificar el hecho doloroso de la separación.
Creímos que las Provincias emancipadas hacían, con el gesto independiente, una manifestación tajante, definitiva y pública de repudio a la España materna y progenitora que, cubierta de luto, lloraba la incomprensión de sus hijas, cuando la realidad era que la España de comienzos del XIX era la hija mayor que había desfigurado su rostro, la “vieja y tahúr, zaragatera y triste” que dibujara Antonio Machado y que repelía a la más noble juventud de América.
Las provincias españolas de América y de Asia, Hispanoamérica y Filipinas, repudiaron a esa España en metamorfosis que se había traicionado a sí misma, pero no repudiaron a la Hispanidad. Más aún, por ser fieles a la Hispanidad, por entender que la España de su tiempo no respondía a las exigencias ideológicas del mayorazgo, se hicieron independientes y soberanas.
No fue la Enciclopedia, ni un afán de mimetismo —aunque todo ello tuviera su influjo—, lo que produjo el parto de veinte naciones en la configuración política del universo. Fue un proceso desintegrador, incubado y desarrollado exclusivamente de puertas para adentro, la lucha entre el absolutismo centralizador de la monarquía borbónica de signo francés y el régimen tradicional criollo de los Cabildos abiertos y de los Congresos generales; y aunque después el alejamiento de la Hispanidad se generalizara —que no fue vano el grito suicida de “¡Libertémonos de nuestros libertadores!”—, lo cierto es que la Independencia fue desgajamiento de España y afirmación de Hispanidad.

La decadencia
La España oficial, el equipo dirigente de la Nación, había renegado de los valores que nos engendraron a la existencia histórica. Ya el 30 de marzo de 1751, el Marqués de la Ensenada escribía al embajador Figueroa: “Hemos sido unos piojosos llenos de vanidad y de ignorancia.” De aquí, al análisis exacerbado y punzante de los hombres del XIX no había más que un paso.
Como escriben Areilza y Castiella en su magnífica obra Reivindicaciones de España, la postración nacional, subsiguiente la Independencia y emancipación americana, se halla atravesada por un río caudaloso de hipercrítica afrancesada y liberal que se suma satisfecha a la tesis de la “leyenda negra”, que comparte, saboreándolos, los puntos de vista de nuestros enemigos y que asienta y consolida la tesis de la decadencia española como algo fatal e inherente a la Nación.
Cuando llega el año del desastre, cuando es preciso, ante la pérdida de Cuba y Filipinas recoger la bandera y apretar los dientes, exclamando con versos del poeta Ramos Carrión:
“Hoy desmayada y triste con humildad se pliega
amarilla de rabia y roja de vergüenza”.
España se hunde en una atmósfera de hastío y de fatiga. Hay como un dolor amargo, como una temperatura alocada y febril que hace, en su delirio, bancarrota de valores. Todo se ha vuelto triste y feo. Se diagnostica, con nausea, de nuestra Historia y de nuestro presente.
Para Unamuno, “los pueblos de habla española están carcomidos de pereza y de superficialidad”.
Baroja asegura que América y el catolicismo son las dos trabas que habían entorpecido la grandeza de España.
Costa propone que se cierre con dos llaves el sepulcro del Cid, y Canovas, el restaurador, comentando, a su modo, la Constitución de 1876, afirma con sarcasmo y con burla que “son españoles los que no pueden ser otra cosa”.
¿Cómo sorprendernos, pues, ante esta condenación brutal de nuestro pasado histórico, de aquellas generaciones hispanófobas y positivistas que subsiguen a los libertadores de América? ¿Cómo admirarnos de los insultos de Sarmiento y de la frase terrible del ecuatoriano Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo: “Vivimos en la ignorancia y en la miseria”? ¿Cómo extrañarnos de aquel grito: “¡Despañolización!”, que fórmula el chileno Francisco Bilbao, o del ímpetu soñador de Luis Alberto Sánchez, que quiere “hacerlo todo de nuevo, y todo sin España”?
Hoy, el transcurso del tiempo, la serenidad y la pausa de la investigación y el acontecer histórico nos permiten asignar a ese conjunto histérico y dramático de vejaciones y denuestos su alcance limitado.
Si en un principio los hombres que presentían la Hispanidad podían sentirse irritados e increpar a los enemigos como se increpa a Calibán, el monstruo shakesperiano: “te doy el don de la palabra y con ella me maldices”, en la hora presente os habéis dado cuenta, vosotros los hispanoamericanos, de que “hablar mal de los conquistadores —como ha dicho el uruguayo José Enrique Rodó— es hablar mal de vuestros abuelos, porque más tenéis vosotros de tales conquistadores que aquellos que permanecimos en la Península”; y nos hemos dado cuenta, nosotros los españoles —como escribe Ramiro de Maeztu—, que al fin y al cabo es preferible que nos insulte un hombre de Hispanoamérica a que nos adule Mr Taft, porque cuando alguno de vosotros nos insulta, nos insulta porque nos quiere, porque, a despecho de sus palabras, le hierve la sangre española, le duele España y quisiera transfundirla y rehacerla a imagen y semejanza de su ideal.
¡Bienvenido sea el dolor si es causa de arrepentimiento! Porque hay un dolor que naufraga en la angustia y que termina en la tragedia suicida del nihilismo. Pero hay también un enfoque cristiano del dolor que nos refugia en la eternidad, que nos hace humildes, que nos purifica y eleva, que nos devuelve y retorna la voluntad de vencer, con un firme y definitivo propósito de la enmienda.
Nosotros no detestamos el dolor de los hombres que vivieron la amargura del desastre. Lo que repudiamos en algunos es el derrotero espiritual y político de su dolor, el ver tan solo “una España que muere y otra España que bosteza”, el no descubrir, como Rodó, la España niña, la España núbil que aguarda la hora propicia de enviar al mundo el mensaje nuevo de su eterna y vigorosa juventud.
Por eso, porque en mi Patria hubo una alegre y heroica juventud que creía en la España núbil, porque alguien dijo, frente al sarcasmo de Canovas, que “ser español era una de las pocas cosas serias que se podía ser en el mundo”, porque no creímos en la decadencia que es fruto de una enfermedad interna, sino en la derrota por imperios rivales; porque entendimos que es estúpido dar la razón a los vencedores por el hecho simple de su victoria; porque hay una diferencia clara entre los vencidos después de la lucha y los cobardes que de la lucha desertan, nos pusimos en pie dispuestos a romper para siempre las dos grandes losas que angustiaban la vida de la Nación: por abajo, la losa de la injusticia social, y por arriba, la falta de un sano y auténtico patriotismo.
Aspiramos a empalmar el ayer con el mañana, a fundir lo social y lo nacional bajo las exigencias religiosas, y a aupar a España buscando su esencia y su quehacer histórico, porque, como reza un himno: “del fondo del pasado nace mi revolución”.
Cultura común reconocida
Mas no creáis que aquella etapa de la amargura y del cansancio se presenta tan oscura y sombría.
Un instinto casi irracional pugnaba por abrirse paso en una atmósfera saturada de reservas. A su conjuro, las naciones de nuestra común estirpe se sabían hermanas, compañeras de un destino unánime, personajes de igual categoría en una empresa universal y humana.
En la vía próxima de la auscultación, acercando el oído al aliento popular, estaba claro que una misma lengua permitía comunicarse y entenderse a los hombres que vivían del norte al sur y del este al oeste de aquella dilatada vastedad Andrés Bello, el insigne venezolano, entiende que frente a todo separatismo lingüístico, “esta unidad de lengua hay que conservarla celosamente, como el vínculo inmortal de España con las naciones de América que de España descienden, como un medio providencial de comunicación y un vínculo fraterno entre las naciones de origen hispano” Por esta razón, Andrés Bello, al escribir su Gramática castellana para americanos, emula la misión de Antonio de Nebrija y, siguiendo su pauta, el argentino Amado Alonso, el venezolano Rafael María Baralt y los colombianos José Eusebio Caro, Rufino José Cuervo y Mario Fidel Suárez, con plenitud de facultad y de derechos, legislan acerca de nuestro idioma.
José Martí, artífice de la independencia cubana, escribe sin ambages: “Buena lengua nos dio España”, agregando: “Quien quiera oír Tirsos y Argensolas ni en Valladolid mismo los busque…, búsquelos entre las mozas apuestas y los mancebos humildes de la América del Centro, donde aún se llama galán a un hombre hermoso, o en Caracas, donde a las contribuciones dicen pechos, o en Méjico altivo, donde al trabajar llaman, como Moreto, hacer la lucha”. Y es que, de una parte, mientras más se estudia el habla criollo, tanto más se convence uno de que muchas voces y giros que en América se estiman de origen guaraní, quechua o araucano son genuinamente españolas, y, de otra, que siendo patrimonio común el castellano, un giro que nace en Castilla no tiene más razones para prevalecer e imponerse que otro nacido en Lima o en Tegucigalpa.
Se produce así un fenómeno de intercambio y ósmosis. Rubén Darío y Valle Inclán popularizan entre nosotros los llamados americanismos. Se fundan, en pleno siglo XIX, las Academias americanas de la Lengua correspondientes de la Española, y en el II Congreso de las mismas, celebrado en Madrid en el año 1956, se reafirma la unidad del lenguaje y, como una prueba de tolerancia y de abertura, se reconoce, admite y legitima el “seseo”.
Ese examen de lo auténticamente popular, por encima de la extravagancia y desentrenamiento de las clases más cultas, pone de relieve el origen peninsular del folklore de Hispanoamérica. Como dice Joaquín Rodrigo, la primera música que llega al Nuevo Mundo es la música popular española: los sones de guitarra, las coplas y los bailes del pueblo; y es esta música la que, al entrar en colisión con la música aborigen, la desaloja en parte de los oídos y de la memoria y en parte se mezcla y se funde con ella. De este modo, la ranchera de Méjico, el merengue de Santo Domingo, el son-chapín de Guatemala, el punto guanasteco de Costa Rica, el joropo de Venezuela, el bambuco de Colombia, la marinera del Perú, la cueca de Chile, la zamba argentina, el yaraví de Bolivia y la guarania del Paraguay, responden a una temática común de ritmo y de armonía y denuncian el aire familiar hispánico. No hay en ellos, como escribe Barreda Laos, ni estridencias ni saltos acrobáticos; hay suavidad y dulzura de abandono. Hispanoamérica, cuando se aparta del snobismo de la moda y baila con su propio sentido, busca la gracia leve del arte y no el automatismo mecánico de los pies; se entrega a la melodía del alma y huye del ruidoso estrépito del “jazz”.
En uno y otro lado se conservan, al través del tiempo, las mismas canciones populares. Pedro Massa, argentino, escucha emocionado, a la altura de Baeza, una seguidilla familiar en su patria: “Me enamoré —jugando— de una María; cuando quise olvidarla ya no podía.”
Y en Santiago del Estero aún se escuchan coplas del cancionero medieval de España: “Las estrellas del cielo son ciento doce; con las dos de tu cara, ciento catorce.”
¡Cómo admirarnos, pues, de la influencia de Albéniz en los músicos criollos y de la acogida fraterna en la península de vuestras canciones, que repiten sin cansancio de los oyentes las orquestas y los tríos musicales, y que se ponen de moda y se escuchan desde Madrid y Barcelona hasta los cortijos andaluces y los caseríos de Navarra! Es que existe un fondo lírico y musical común adentrado en la conciencia de los hombres hispánicos, los cuales, ante un ritmo concreto, levantan el espíritu, se contagian de alegría o de tristeza, esbozan una sonrisa de humor o empañan los ojos con lágrimas leves y furtivas.

Conciencia colectiva
En esa vida diaria y popular, lejos de las urbes abigarradas y cosmopolitas, se conserva profundo y enraizado el sentimiento hispánico de las nacientes soberanías. En los campos abiertos, en la pampa, en la sabana y en el llano sobre los corceles que arrancan su linaje de los caballos andaluces que sirvieron de cabalgadura a los hombres de la conquista, los vaqueros de Méjico, los guasos de Chile, los gauchos del Río de la Plata, los llaneros de Venezuela y los cow—boys de los Estados Unidos, contribuyen, con su anónimo cabalgar, a la extensión de las fronteras.
La estampa airosa del caballo sirve de trampolín para el recuerdo de la conquista “después de Dios, debemos la victoria a los caballos” había escrito Bernal Díaz”. A la Jineta —asegura el Inca Garcilaso —se ganó mi patria”. Sin duda por ello, Santos Chocano canta la epopeya de los corceles andaluces:
“¡Los caballos eran fuertes! ¡Los caballos eran ágiles! Sus pescuezos eran finos y sus ancas relucientes y sus cascos musicales. ¡No! No han sido los guerreros solamente de corazas y penachos y tizonas y estandartes los que hicieron la conquista de las selvas y los Andes. Los caballos andaluces, cuyos nervios tienen chispas de la raza voladora de los árabes, estamparon sus gloriosas herraduras en los secos pedregales, en los húmedos pantanos, en los ríos resonantes, en las nieves silenciosas, en las pampas, en las sierras y en los bosques y en los valles. ¡Los caballos eran fuertes! ¡Los caballos eran ágiles!”
Todo aquello que sirve de talismán y de piedra de toque para que el alma del pueblo, sin engaño y sin artificio, se manifieste y se desborde, trasluce de inmediato una misma conformación espiritual. Y así, el cine, ese espectáculo de masas, a pesar de la técnica y del respaldo económico de los que han convenido en llamarse países adelantados, no tiene eco y resonancia de taquilla, no desborda las salas de espectáculos, hasta que Cantinflas, Sandrini o José Luis Ozores no reproducen la comicidad de nuestros ambientes, hasta que Pedro Armendáriz o Pablito Calvo no representan en la pantalla todo el tramado de pasión y de ingenuidad de nuestros hombres, hasta que María Féelix o Carmen Sevilla no dibujan, con su donaire y con su garbo, un modo especial de entender la belleza.
Este trasfondo de unidad se palpa cuando lo “nuestro”, lo de “todos”, tiene que luchar y que enfrentarse con una circunstancia hostil o indiferente. Así, en Nueva York, todos los años se celebra el desfile de los “hispánicos”, cuyo contingente más numeroso, los emigrados de Puerto Rico, han hecho del castellano un idioma familiar en la urbe y obligatorio en las escuelas; y en Los Ángeles, donde los nietos de mejicanos continúan hablando su lengua de origen, y donde los “espaldas mojadas”, al rellenar los cuestionarios oficiales, ponen orgullosamente en la casilla señalada para el país de procedencia, spanish, es decir, “hispánico”.
Hombres de nuestros países luchan y trabajan en los países ajenos como en el propio. Los reveses de la fortuna o de la política no impelen ni constriñen a una radical expatriación, porque, sobre unas fronteras artificiales, se repite y reproduce el ambiente de familia.
Hay fenómenos que, no obstante afectar de un modo directo e inmediato a una de las naciones que integran nuestro mundo, dan origen en todas ellas a una tensión unánime, profunda y general. La guerra de España, el justicialismo de Perón, el APRA del Perú, los movimientos políticos de Belice y el fidelismo cubano son hechos palpables y suficientes que explican, sin aclaraciones ni comentarios, la realidad operante de esta conciencia colectiva de los pueblos hispánicos.
Esa conciencia colectiva está como traspasada e impregnada de una profunda religiosidad. Los avatares de la Independencia, la ausencia de clero y su falta de ejemplaridad en muchos casos, la instigación y la propaganda de las sectas, el Estado agnóstico o beligerante en la persecución y la escuela laica, no han sido capaces de arrancar el sentido católico romano de nuestros pueblos.
Aunque es verdad, como alguien ha dicho, que son muchos los hispánicos que no acuden a las iglesias, la realidad es que, en su inmensa mayoría, en su unidad moral, viven en la Iglesia y se saben miembros de su mística corporeidad.
Por mucho que se haya intentado identificar a la Iglesia con la antigua Monarquía española, dando a entender que era patriótico luchar contra ambas, lo cierto es, como demuestra Hichard Patte, que la Independencia de las naciones hispanoamericanas nada tuvo que ver con la Iglesia como tal; no hubo entonces, durante las jornadas difíciles y turbulentas de la emancipación, ni un solo caso de anticlericalismo ni de hostilidad a la Iglesia, y el mismo Bolívar, en sus consejos, tantas veces, por cierto, desatendidos, dice textualmente: “Me permitiréis que mi último acto sea el recomendaros que protejáis la santa religión que profesamos y que es el manantial abundante de las bendiciones del cielo.” Entre esas bendiciones, aquella que ha servido para mantener esa confirmación católica del Continente americano de origen español, ha sido, sin temor a dudas, la devoción a la Virgen.
Bajo el signo de María se descubre América. La jornada memorable del descubrimiento estaba ya bajo el dulce y amoroso patrocinio de la Señora, y como si ello no fuera bastante la misma Señora alzó en aquella mañana todo un mundo nuevo arrancado de las tinieblas de lo desconocido, pare elevarlo aún más alto en el trono de su reinado maternal.
Bajo el signo de María se fundan las ciudades como La Paz, La Asunción o Nuestra Señora del Buen Aire, se bautizan ríos y ensenadas, se erigen escuelas y universidades, y en la roca del Tepeyac se aparece nuestra Madre al indio Juan Diego, se dibuja y reproduce en su tilma y, como queriendo refrendar desde la altura la Hispanidad naciente, le habla al indio en castellano e inunda su mantón, cuando el Obispo Zumarraga le exige las pruebas del prodigio, con un manojo fragante de rosas de Castilla.
María deviene así la Regina Hispaniarum Gentium. El Gobierno independiente de Caracas jura defender; como lo habían hecho tantos municipios españoles, el privilegio de la Concepción Inmaculada de la Señora, y la Señora, bajo las bellas y emotivas advocaciones de Luján, del Carmen y la Aparecida, de la Caridad del Cobre, de la Alta Gracia, de Caacupé, de Copacabana, de Chiquinquirá, de Coromoto, de Suyapa, de la Merced, es proclamada Patrona Celestial de los países soberanos e independientes de Hispanoamérica.
Este fenómeno de la unidad, lleno de vida y palpitación, no podía por menos de conmover y subyugar a quienes en América hispana y Filipinas advenían a la cultura libres de prejuicios y con lealtad, valor e intrepidez bastantes pare hacer tabla rasa de los mismos. Ellos son los que integran esa generación de la esperanza a que antes aludíamos, una generación cuya perenne fidelidad nos asegura, para un futuro quizá próximo e inmediato, un trueque de rótulo y bandera.
Porque la esperanza, como la fe, en frase de San Pablo, son virtudes para la dureza, la austeridad, la zozobra y la incertidumbre del camino, y siendo la caridad la virtud que permanece a la llegada, cuando la unión y la entrega se consuman, nos es lícito entender que a muchos de estos esforzados caballeros de la Hispanidad, entrevistos por la mirada soñadora de Maeztu cabrá en suerte la providencial tarea de tejer y edificar, con su amor y su talento, la continuidad de los pueblos hispánicos.