BLAS PIÑAR: HOMENAJE A LA HISPANIDAD II
MÍSTICA Y POLÍTICA DE HISPANIDAD
Leyenda negra
En esta
línea de pensamiento, al proyectar sin celajes la mirada sobre el
tremendo episodio de la conquista y del trasvase subsiguiente por España
a los pueblos de América del tesoro envidiable de la cultura cristiana y
occidental, que otros países europeos, por contraste, guardaron con
celo para sí, se multiplican las frases, los párrafos, las estrofas, los
libros de admiración, de agradecimiento y de sorpresa.
En Ecuador, Montalvo no vacila en decir:
“¡España!
Lo que hay de puro en nuestra sangre y de noble en nuestro corazón, de
claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti lo debemos. Yo,
que adoro a Jesucristo y que hablo la lengua de Castilla, ¿cómo habría
de aborrecerla?”
Y Benjamín Carrión estampa sin miedo esta frase tan bella:
“España,
que nos hizo la visita de las carabelas, nos dejó la herencia de la
cruz y la lengua, la lealtad, el honor y la aventura.”
Y José Rumazo, el poeta de hoy, escribe: “Recordada en la sangre, España mía.”
“Renegar de España, el punto de partida —escribe el argentino Manuel Ugarte— , es edificar en el viento”
“España
—dice el también argentino Julio Soler Miralles— nos ha dado la
concepción del hombre cabal. Por ello y porque nos ha dado aquello que
vale más que la vida, que es el estilo y la fe, que Dios la bendiga.”
Y hasta el
propio Juan Domingo Perón, hubo de afirmar: “Si la América española
olvidara la tradición que enriquece su alma y negara a España, quedaría
instantáneamente baldía.”
“Si hemos de
mantener alguna personalidad colectiva —argumenta el uruguayo José
Enrique Rodó— necesitamos conocernos en el pasado, divisarlo por encima
de nuestro suelto velamen y confesar la vinculación con el núcleo
primero Sólo así —concluye— tendremos conciencia de continuidad
histórica, abolengo, solar y linaje en las tradiciones de la humanidad
civilizada.”
“Hemos sido
educados en la leyenda negra —grita con ademán airado el chileno Augusto
Fontaine Aldunate— cuando nos son precisas y con urgencia lecciones de
hispanidad, es decir, de un modo noble y señorial de ser y de
comportarse como hombre.”
“¿Por qué se
oculta en las historias oficiales de mi país —nos dice el mejicano
Alberto Escalona Ramos— que durante los siglos virreinales Méjico era la
capital de un mundo que se alargaba desde Honduras al Canadá?”
“¿Es que
acaso se quiere —como protesta Vasconcelos con su indignación
justificada— que reneguemos de un pasado grandioso, que liquidemos
nuestra médula cristiana y española y nos transformemos y convirtamos en
parias del espíritu?”
“¿Es qué se olvida que tan sólo España es —como afirma don Alfonso Reyes— el camino de nuestra América?”
“¿Es que acaso España no es la Madre y —como asegura Porfirio Díaz— sigue siéndolo, porque las maternidades no prescriben?
“Nosotros somos, amigos europeos —dice como en una arenga el nicaragüense José Coronel Urtecho—, la España americana”
“España está en nosotros” —escribe su compatriota Ycaza Tijerino.
“Y nosotros
—agrega el colombiano Eduardo Caballero Calderón— salvaremos la levadura
española en los pueblos de Hispanoamérica, porque España es como una
levadura sin la que el pan puede, desde luego, fabricarse, mas con el
castigo casi bíblico de que ni la masa crece ni el pan se degusta.”
España está
así como metida en el alma de Hispanoamérica, y son los versos, la
expresión más alta y encendida de la belleza, los que se desbordan en
rimas subyugantes.
En Méjico, Amado Nervo, en su poema “Águilas y leones”, escribe:
¡Oh España…! Los pueblos hermanos que en ti fijos
tienen los grandes ojos, negros, soñadores,
te brindan sus estrellas, sus manos enlazadas, sus vivos gorros frigios.
¡Somos de raza de águilas y de leones!
Tengamos esperanza.
Y en Guatemala, Manuel José Arce y Valladares, en “Los argonautas vuelven”, dice:
Y una raza —india, núbil— desgarrada
en la violencia del primer encuentro; y el abrazo de sangre del mestizo
como tierno maíz al sol granado.
La cruz proliferó las selvas vírgenes,
de sol de fe de España jamás puesto,
y mi sol tropical hinchó de zumos,
de oro y de glorias nuevas toda España.
Y en Panamá, Enrique Grenzier, grita:
¡Mentira! Tú no estás en decadencia,
noble, gloriosa, bendecida España.
No estás en decadencia como dicen,
estás en gestación cual la crisálida.
Y en Venezuela, Andrés Eloy Blanco, en su “Canto a España”, casi reza:
Yo me hundí hasta los hombros en el mar de Occidente.
Yo me hundí hasta los hombros en el mar de Colón,
frente al sol, las pupilas, contra el viento la frente,
y en la arena sin mancha, sepultado el talón.
Halla en España mimos y en América arrullos,
¡el mismo vuelo tiendan al porvenir las dos!
y el mundo estupendo verá las maravillas
de una raza que tiene por pedestal tres quillas
y crece como un árbol hacia el cielo, hacia Dios.
Y en Colombia, José Joaquín Ortiz, se expresa de este modo:
El recuerdo de España
seguíamos doquiera.
Todo nos es común: su Dios, el nuestro,
la sangre que circula por sus venas
y el hermoso lenguaje;
sus artes, nuestras artes, la armonía
de sus cantos, la nuestra;
sus reveses,
nuestros también, y nuestras
las glorias de Bailén y de Pavía.
Y en Chile, Gabriela Mistral, en “Salutación”, amonesta:
“Y he dicho al descartado que destiñe lo nuestro que en español es más profundo el Padrenuestro.
Soy vuestra y ardo dentro la España apasionada como el diente en el rojo millón de la granada.
Os fue dada por Dios una virtud tremenda:
el ganar el botín y abandonar la tienda; perder supieron sólo España y
Jesucristo, y el mundo todavía no aprende lo que ha visto.”
Y en Argentina, Ignacio B Anzoátegui proclama:
Presencia
del cielo de España
que puso una cruz en el cielo,
para que la ausencia tuviera un poco de España y de anhelo.
Y en Paraguay, José Antonio Bilbao, se emociona:
Tú, madre España, patria antigua, gozas
tu piel de mar a mar bien extendida
—camino de tu sangre y de tus rosas—
estás con sangre a nuestra piel cosida.
En Filipinas, Manuel Bernabé, canta:
Filipinas, la Virgen marinera
salta de una ribera a otra ribera
montante en trampolín de nipa y caña,
y os trae, como regalos del Oriente,
los dos soles que bailan en su frente:
la fe de Cristo y el amor a España.
Y Claro Mayo Recto, en Elogio del Castellano, nos arenga:
No en vano por tres siglos tus ejércitos
han levantado en mi solar sus tiendas,
y vieron el prodigio de mis lagos
y de mis bellas noches el poema;
no en vano en nuestras almas imprimiste
de tus virtudes la radiosa estela
y gallardos enjoyan tus rosales
plenos de aroma las nativas sendas.
No morirás en este suelo
que ilumina tu luz; quien lo pretenda
ignora que el castillo de mi raza
es de bloques que dieron tus canteras.
Pero no
basta con este cambio de mente. Era preciso que un soplo de primavera
llegara hasta nosotros e hiciera florecer en nuestro invierno helado las
flores fraternales de una misma esperanza. Fue Rubén, el poeta de los
cisnes, las princesas y las crisálidas el que nos trajo el mensaje de
las ínclitas razas ubérrimas, el que infundió, al brindarnos la
estupenda y melodiosa, energías nuevas para deshacer la farándula
deambulante y perezosa de la vida nacional y convertirla en una empresa
dinámica, tensa y contagiosa:
“¿Quién será el pusilánime
que al vigor español niegue músculo
que al alma española juzgase artera, ciega y tullida?
Únanse, brillen, secúndense tantos vigores dispersos,
formen todos un solo haz de energía ecuménica.
Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente.
Juntas las testas ancianas ceñidas de lincos lauros
y las cabezas jóvenes que la alta Minerva decora.
¡Y así sea Esperanza la visión permanente en nosotros.
Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispana fecunda!”
Ganivet, en su Ideario Español, ya había escrito:
“Noli foras ire: in interiori Hispaniae habitat veritas.”
Pero es Ramiro de Maeztu, el convertido, el que había anhelado ir “hacia la otra España”, el que escribe, sembrando la fe:
“La
obra de España, lejos de ser ruina y polvo, es una fábrica a medio
hacer, como la Sagrada Familia de Barcelona o la Almudena de Madrid o,
si se quiere, una flecha caída a mitad del camino que espera el brazo
que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida que está
pidiendo los músicos que sepan continuarla.”
“El
ideal hispánico está en pie y, por mucho que se haga por olvidarlo,
mientras lleven nombres españoles la mitad de las sierras del globo, la
idea nuestra seguirá saltando de los libros de la mística a las paginas
graves y solemnes de la historia universal.”
Este bagaje
ideológico y emotivo movilizó a los nuevos alarifes, a los músicos
noveles, a los guerreros barbilampiños a continuar la obra interrumpida,
la sinfonía inacabada, a encorvarse hasta el suelo, a tomar la flecha y
acerarla con precisión pare abrirse camino en la fronda y en la maraña
de los errores, de las calumnias y las desidias.
Ahí estaban
las más recientes interpretaciones de la América española, que era
preciso examinar con agudeza y desenmascarar con denuedo.
Indigenismo
En primer
lugar, la que estima el paso de España como algo advenedizo y extraño
que se yuxtapone a la población autóctona y que es preciso sacudir y
expulsar con objeto de que aquellas espléndidas civilizaciones
vernáculas recobren su vigor y su grandeza primitivos. La América
española es una creación artificial, lo que cuenta es Indoamérica, e
indigenismo se llama la doctrina redentora que es necesario predicar
frente a la opresión de la conquista.
Se utilizan
los tópicos conocidos, se montan leyendas con hecatombes de indios
pacíficos e inocentes y de tal modo se exagera la nota de brutalidad de
los españoles, que Clemente Orozco, uno de los más grandes pintores
mejicanos, no ha podido por menos, criticando el indigenismo, que
escribir estas páginas humorísticas:
“La
Conquista no debió haber sido como fue. En lugar de capitanes crueles y
ambiciosos, España debió mandar una delegación numerosa de etnólogos,
antropólogos, arqueólogos, ingenieros civiles, cirujanos, dentistas,
veterinarios, médicos, maestros rurales, agrónomos, enfermeras de la
Cruz Roja, filósofos, filólogos, biólogos, críticos de arte, pintores
murales y eruditos en Historia. Al llegar a Veracruz, desembarcar de las
carabelas carros alegóricos enflorados y en uno de ellos Hernán Cortes y
sus capitanes, llevando sendas canastillas de azucenas y gran cantidad
de flores, confetis y serpentinas para el camino de Tlaxcala. Y después
de rendir pleito homenaje al poderoso Moctezuma, establecer laboratorios
de bacteriología, neurología, rayos X, luz ultravioleta, un
departamento de asistencia pública, universidades, kindergartens,
bibliotecas y bancos refaccionarios. Poner a Alvarado, a Ordaz, a
Sandoval y demás varones fuertes de gendarmes, a cuidar las ruinas.
Aprender ellos mismos los 782 idiomas diferentes que se hablaban.
Respetar la religión indígena. Impulsar los sacrificios humanos, con
departamento de engorde y maquinaria moderna para refrigerar y enlatar y
sugerirle, muy respetuosamente, al gran Moctezuma que estableciera la
democracia en el pueblo, pero conservando los privilegios de la
aristocracia.”
Pero es que
la construcción ideológica de Indoamérica es radicalmente falsa en su
base y deletérea edemas, si de la misma se deducen sus naturales
consecuencias.
Es falsa en
su base porque, sin perjuicio de los abusos inherentes a toda empresa
humana, la médula del quehacer español en América no fue otra que la
expansión del Evangelio. La Conquista no fue encomendada a empresas
comerciales, provistas de concesiones y privilegios, que asegurasen, en
todo caso, rentas ajustadas a la Corona, ni fue tampoco el resultado de
una huida de grupos disidentes que buscaban cobijo a su preciosa
libertad. La empresa española fue una empresa del pueblo y del Estado,
fieles, absolutamente fieles, a la convicción ortodoxa que pliega y
subordina los intereses temporales al más alto servicio de Dios y de las
almas.
Por esto —y
vuelvo a repetir que sin ocultar la existencia de pecados y pecadores—,
cuando Alonso de Ojeda desembarca en las Antillas en 1509, no les dice a
los indios que los descubridores pertenecen a una raza superior y
distinta, sino que, animándoles, les enseña que “Dios Nuestro Señor, que
es único y eterno, creó el cielo y la tierra y un hombre y una mujer de
los cuales vosotros y yo, y todos los hombres que han sido y serán en
el mundo, descendemos”.
“Nuestros
amigos los indios”, repetirán los Reyes de España, y para ellos, para
que fueran respetados y amados como iguales, se dicta ese monumento de
las Leyes de Indias, que ahí está para gloria de los hispanos y
vergüenza de los fariseos que han querido ocultar sus lacras
vergonzantes lanzando manotadas de cieno sobre la estampa limpia de la
verdad.
Pero la
construcción ideológica de Indoamérica no solo es falsa en su base, sino
que es absurda en sus resultados, sobre todo si entre ellos se aspira a
buscar estímulos y resortes a la unidad de nuestros pueblos.
En primer
lugar, países como Argentina, Uruguay y Costa Rica, donde apenas si
existen vestigios de la población autóctona, quedarían automáticamente
separados del movimiento. Por otro lado, habría que detener el
mestizaje, que los auténticos indigenistas han de considerar como
producto híbrido, como una yerba malsana que es necesario expulsar o
destruir con tanto o con más ahínco que aquellos cuyo color y contextura
siguen representando la conquista. Finalmente, conseguidas las metas
deseadas y repuesta la situación en el punto de partida, en el instante
mismo en que las culturas aborígenes quedaron paralizadas, nos
encontraríamos con el espectáculo desesperante de miles de tribus,
ligadas tan solo por el vínculo lugareño, separadas por abismos de
incomprensión y de idioma, sin conciencia histórica nacional, entregadas
a prácticas y costumbres primitivas y, en muchos casos, despóticas y
sanguinarias.
La
construcción ideológica de Indoamérica es inadmisible. Si hay algo en el
indigenismo que merece beligerancia y que ha de recogerse con cariño y
con amor es aquello que tiene de inquietud por mejorar el nivel de vida
de los indios, en demasiadas ocasiones bajo, desolador e infrahumano; lo
que tiene de afán por ir agregando a la cultura a las tribus en estado
salvaje; lo que tiene de ambición por ofrecerles la posibilidad de ser,
como ha escrito Lain, lo que fue en su época y con respecto a los
hombres de su raza, el Inca Garcilaso.
Pero esto no
es otra cosa que Cristianismo a secas, continuación de esa sinfonía
inacabada que hemos llamado la Hispanidad. La que prolongan, ensanchan y
continúan los misioneros en las auras avanzadas de los infieles; la que
hace de lo español, como escribe el chileno Jaime Eyzaguirre, no un
elemento más en el conglomerado étnico, sino el factor decisivo y
aglutinante, con fuerza y genio capaz de atarlos a todos, de armonizar
las lenguas dispares de Méjico, y hacer de Chile, no ya el nombre de un
valle, sino la denominación de una vasta y plena unidad territorial.
Si alguna
vez hubo desprecio hacia los indios, no fue realmente durante la
Colonia, sino en los años inmediatos y subsiguientes a la emancipación.
Jamás fueron escuchados de labios peninsulares sentencias tan auras como
esta de Sarmiento: “Los araucanos son indios asquerosos a quienes
habríamos hecho colgar y mandaríamos colgar ahora”; y jamás, durante la
época colonial, se produjo la situación de Guatemala en 1870, cuando el
Presidente Barrios anuló e incluso ordenó destruir los títulos de
propiedad otorgados a los indios quiché por la Corona de España,
aboliendo una situación legal avalada por siglos de existencia y
deshaciendo, con daño del país, un orden económico que había traído la
paz y la ventura a los indígenas.
Lo que hay
de auténtico y de valioso en el indigenismo es patrimonio de la
Hispanidad, en cuanto que la Hispanidad tiene un núcleo medular
cristiano.
Ramiro de
Maeztu, al enfrentarse con el problema “nativista”, como se llama en
Brasil la doctrina que mantiene la postura indoamericana, ha escrito de
modo admirable:
“Cuando
el azteca culto compare un día la gran promesa que significa la
catedral de Méjico, con la miseria, la ignorancia y las supersticiones
de muchos de sus hermanos, es muy posible que se le ocurra renegar de la
promesa y declararse enemigo de la Iglesia católica. Pero también es
muy posible que vislumbre que la obra de la Hispanidad no está sino
iniciada, que consiste precisamente en sacar a los indios y a todos los
pueblos de la miseria y de la crueldad, de la ignorancia y de las
supersticiones. Y acaso entonces se le entre por el alma un relámpago de
luz que le haga ver que su destino personal consiste en continuar la
obra en la medida de sus fuerzas. Al reflejo de esa chispa de luz, habrá
surgido un caballero de la Hispanidad, que también podrá ser un duque
castellano, o un estudiante de Salamanca, o un cura de nuestras aldeas, o
un hacendado brasileño, un estanciero argentino, un negro de Cuba, un
indio de Méjico o Perú, un tagalo de Luzón o un mestizo de cualquier
país de América, así como una monja o una mujer intrépida, porque si un
ideal produce caballeros, también han de nacerle damas que le sirvan”.
Panamericanismo
Pues bien,
si la construcción doctrinal de Indoamérica es inadmisible, no lo es
menos la que, volviendo los ojos hacia el norte, defiende la postura
panamericana y hace santo y seña de lo que Rodó ha llamado la
“nordomanía” y que se conoce con el nombre de panamericanismo.
El
panamericanismo cuenta con una declaración pública, oficial y solemne en
la doctrina de Monroe, y con una formulación literaria, hecha desde un
campo opuesto, en el mensaje a la América hispana, de Waldo Frank.
El atento
examen de las fuentes mencionadas, pone de manifiesto que el
panamericanismo parte de dos principios que considera incontrovertibles:
— que la concepción católica e hispánica es una concepción medieval fracasada y superada en la historia;
— que la concepción sajona y protestante constituye el nervio del porvenir.
Por ello, el
panamericanismo pretende la aglutinación de América y la unificación
política y cultural del Continente, con arreglo a las normas e
instituciones del pueblo norteamericano.
Con dicho
fin, se han seguido los sistemas del “big stik” y de la ayuda económica y
técnica, y se ha pasado del terreno puramente especulativo al terreno
institucional, mediante la creación y perfeccionamiento de la
Organización de los Estados Americanos.
En virtud de
la política del “big stik”, el balance para las naciones de origen
español en América ha sido tan satisfactorio como el siguiente: Los
Tratados de Guadalupe, que arrancan a Méjico e incorporan a la Unión los
estados de Texas, Nuevo México, Arizona y California, es decir, la
mitad del territorio patrio; Nicaragua y Costa Rica ven hollados sus
puertos y aldeas, en 1853 por las tropas de Guillermo Walker,
derrotadas, al fin en Santa Marta Cuba y Santo Domingo son ocupadas por
el ejército yanqui, quedando intervenida la aduana; Panamá se transforma
en república independiente, y los Estados Unidos adquieren la zona del
Canal como una concesión perpetua, que viene a ser algo así como el
precio que la joven nación americana tiene que abonar para obtener su
anhelada soberanía.
De la
política del “big stik”, el panamericanismo pasa a la ayuda económica y
técnica, que va poniendo en manos de las grandes empresas de los Estados
Unidos la enorme riqueza potencial de los países de Hispanoamérica y
con carácter sucesivo, se han aplicado a: los bananos, el azúcar, el
petróleo, las industrias extractivas, los nudos y sistemas de
comunicación y de transporte. No se trata de préstamos a largo plazo
para crear riqueza nacional, sino de inversiones absorbentes del
patrimonio que monopolizan fuerzas económicas tan hábiles y potentes
que, a despecho de las fórmulas, tienen en sus manos la orientación
social y política de los partidos y de los gobiernos. La fijación de los
precios topes a las materias primas y la libertad de precio para los
artículos manufacturados, hace deficitaria la balanza de pagos de muchos
países de Hispanoamérica, clientes únicos en el doble juego de la
importación y de la exportación de los Estados Unidos.
Pero, como
antes apuntábamos, el panamericanismo no se ha limitado a una
formulación doctrinal y a un aprovechamiento de las distintas coyunturas
para adentrarse en Hispanoamérica.
El
panamericanismo ha cuajado, además, institucionalmente, en la
Organización de los Estados Americanos, cuyo punto de partida
corresponde al año 1890, en Washington, y cuya culminación se produce al
firmarse, en abril de 1948, la Carta de Bogotá. Durante este lapso
relativamente corto, el panamericanismo ha dado sus frutos y las
naciones americanas de origen español han visto mediatizada, manejada y
dirigida desde fuera su política internacional, puesta al servicio de
intereses distintos y a veces opuestos a los suyos.
En efecto,
como escribe Mario Amadeo, en ningún caso el mecanismo de seguridad
colectiva o de coordinación que prevén los acuerdos suscritos por los
estados integrantes de la Organización, se ha puesto en marcha para
defender puntos de vista que no sean precisamente los de los Estados
Unidos. Cuando los Estados Unidos eran neutrales en la segunda guerra
mundial, la reunión de consulta de Panamá proclamó la neutralidad más
estricta. Cuando los Estados Unidos comenzaron a aproximarse a la
guerra, la reunión de consulta de La Habana declaró la solidaridad ante
la amenaza exterior. Cuando los Estados Unidos entraron en la guerra, la
reunión de Río de Janeiro recomendó declarar la guerra. Cuando los
Estados Unidos empezaron a tener dificultades con Rusia, la Conferencia
de Bogotá señaló el peligro de la infiltración comunista.
El
panamericanismo ha despertado así una atmósfera de recelo y de
resentimiento cada día más agudizado, estimándose, como dice Ycaza
Tijerino, que Norteamérica no puede imponer, ni siquiera con el pretexto
de la amenaza comunista, a la Organización de los Estados Americanos,
al Continente y a las Repúblicas hispanoamericanas, su propio estilo de
vida, sus preocupaciones políticas y sus concepciones para la
realización ideológica de su destino.
La hora del
momento es lo suficientemente trágica y decisiva para que soslayemos el
problema bajo la excusa de la amistad. Precisamente porque nos damos
cuenta del papel protagonista que los Estados Unidos desempeñan en la
historia del momento y de la responsabilidad cósmica que la Providencia
ha querido encomendarle, tenemos la obligación de apuntar los errores
que, a la larga o a la corta, pueden redundar en su perjuicio y en
perjuicio de la Humanidad.
Tarea de
amigos, de amigos sinceros, es la de señalar los fallos, no para
recrearse cuando los mismos se cometen, sino para avivar el punto de
mira y evitarlos y prevenirlos en el futuro…
Pues bien,
constituye un error tremendo y lamentable identificar con los intereses
de los Estados Unidos la lucha contra el sistema comunista, de tal
manera que cualquier movimiento político, cualquier reivindicación
social, cualquier orientación de las corrientes comerciales que se
oponga a sus programas deba estimarse que favorece al comunismo.
En primer
lugar, los Estados Unidos no han sido siempre los campeones de la lucha
anticomunista, ni son, desde luego, los más ejemplares.
Durante la
segunda guerra mundial, los Estados Unidos fueron aliados de la URSS., y
a la URSS entregaron una gran parte de Europa.
En Asia
cometieron la terrible torpeza de abandonar al ejército nacionalista
chino, dejando a merced de la “democracia popular” una inmensa área de
territorio y más de seiscientos millones de almas.
Y hoy en
día, los Estados Unidos protegen y ayudan, militar y económicamente, a
Yugoslavia, que vive bajo la dictadura del mariscal Tito, en régimen
comunista, aunque este régimen, por circunstancias más bien de tipo
personal, no se halle de acuerdo con Moscú.
Yo no voy a
entrar en las razones de peso que justifican este proceder de los
Estados Unidos; pero quiero afirmar, de un modo rotundo, que pueden
existir otras líneas de conducta de signo anticomunista mucho más
tajantes y enérgicas, como lo es, a no dudarlo, la que ha seguido y
viene manteniendo la política española.
Frente a un
anticomunismo de coyuntura, puede existir y de hecho existe un
anticomunismo sustancial, fruto de una postura radical y esencialmente
hispánica.
Realizar en
los países hispánicos una política que menoscabe su personalidad,
tolerar o admitir que los pastores protestantes disuelvan nuestra fe,
anular el ímpetu y el coraje de los movimientos nacionalistas que
pretenden la consolidación política y la superación económica de
nuestros pueblos, equivale a seguir una política miope, dando a entender
como, sin duda, lo entienden los grupos comunistas, ortodoxos o
disidentes —y ahí está el libro de Jorge Abelardo Ramos como prueba—,
que determinadas exigencias de Justicia, irrebatibles o inexorables,
pueden conseguirse solamente, únicamente, adoptando una postura opuesta y
refractaria a los Estados Unidos.
El
panamericanismo es, por consiguiente, rechazable. Implica una desviación
de nuestro sentido histórico que desconoce y ahoga la personalidad
cultural y política de Hispanoamérica.
No quiere
decir ello, claro es, que no sea posible aunar los esfuerzos y
establecer, en el esquema mismo de la Organización de Estados
Americanos, una atmósfera de convivencia fraterna. Mas para ello es
preciso que, de buena gana, lealmente, con hidalga caballerosidad se
reconozcan y rectifiquen los errores cometidos, se tracen las
coordenadas de una actuación sincera y, sobre todo, exista un equilibrio
de poder, de tal modo que no haya, como al presente —y según apunta
Humberto Pasquini Usandivaras— algo así como unas acciones preferentes y
de voto plural, privilegiadas y de soberanía, en la caja fuerte de los
Estados Unidos y otras acciones vulgares, ordinarias, que aseguran un
puesto en la Asamblea para hacer bulto y contribuir a la farsa y que
están en manos de las naciones de Hispanoamérica.
Latinoamericanismo
Pero si son
falsas e inadmisibles, como acabamos de demostrar, las construcciones
doctrinales del indigenismo y del panamericanismo, no lo es menos la
tesis, más hábil, enguantada y sutil que, partiendo de una supuesta
filiación espiritual, minoriza la aportación española a la creación de
las naciones de Hispanoamérica y habla con desenvoltura y desparpajo de
América Latina.
No sólo se
ha intentado, por toda clase de medios, arrancar a España la gloria del
Descubrimiento de América, acotando y aislando la figura del Almirante
para centrar las ofrendas y las conmemoraciones en torno al llamado “Día
de Colon”, sino que, además, y por añadidura, quiere desconocerse el
esfuerzo, el tesón y la energía de más de trescientos años de entrega y
sacrificio.
Con tal fin,
se inventó la frase, hoy vulgar y generalizada, de la América Latina,
que muchos de vosotros y de nosotros repetimos haciendo el juego a
quienes con interés y con falacia la han puesto en circulación, la han
impuesto en las organizaciones oficiales y la han vulgarizado a través
de sus medios poderosos de difusión y propaganda.
De acuerdo
con su tesis, la noción de Hispanoamérica es incomprensible, porque en
la constitución espiritual de las naciones oriundas de España, han
intervenido tanto o más que los valores españoles, los italianos y los
franceses.
No es
posible negar que los valores franceses e italianos, como los alemanes,
los ingleses o los eslavos, han producido un acrecentamiento del
panorama cultural de los países de Hispanoamérica, pero negamos de una
manera categórica que tales valores hayan influido en la constitución de
aquellas naciones.
Si éstas
—escribe el chileno Osvaldo Lira— son cada una de ellas, las mismas
esencialmente que en los momentos de la Independencia —cosa que ningún
patriota puede poner en duda sin renegar de sí mismo—, es necesario
admitir que la afluencia de valores extranjeros no pudo tener otro
alcance que el de un prodigioso enriquecimiento adjetivo del espíritu
nacional.
Los valores
europeos llegaron y sus posibilidades de influjo y asimilación se
debieron a que, como afirma el peruano Alberto Wagner de Reina las
naciones americanas de origen español habían recibido la cultura de
España. Fue esta cultura, forjada al amparo de la Cruz y de las cinco
declinaciones latinas, la que, al convertirse en columna medular de
dichas naciones, las hizo capaces de aprender y asimilar las otras
culturas occidentales.
El argumento
de la América Latina se vuelve así en contra de sus defensores. Si en
ella hay algo que no sea estrictamente peninsular, algo del espíritu
francés, del italiano, del inglés o del germánico, se debe a España, que
no dudó en transferir sin reservas el tesoro de su idioma y de su
bagaje intelectual.
Hoy, esta
verdad, clara y tajante, empieza a ser reconocida por hombres ajenos a
nuestro ambiente, y así Jaques de Lauwe, en su obra L’Amerique Iberique,
escribe que la misma “constituye un mundo aparte y que es mentiroso el
calificativo de Latina que se le atribuye”; y Waldo Frank, al que antes
hacíamos referencia, escribe que “España está más próxima a América que
las corrientes complejas de París”.
Por tanto,
si los términos Latinoamérica y América Latina sólo pretenden con
torpeza diluir el nombre español en fórmulas amplias y genéricas que den
cabida y preponderancia —como apunta Jaime Eyzaguirre— a otras
naciones, muy ilustres, pero que estuvieron ausentes en las etapas
culminantes de la Conquista y de la Colonia, si dicha terminología
supone, como escribe Lohman, una aberración conceptual, debemos con
justicia exigir, en nombre de la historia, como pide Osvaldo Lira, y de
los principios más elementales de la filosofía de la cultura, que tales
denominaciones son eliminadas y abolidas.
En los
ambientes populares, incontaminados por los juegos del idioma, se palpa
de inmediato lo artificioso de estas construcciones. “Vista desde Europa
—dice Rodó— toda la América nuestra es una sola entidad que procede
históricamente de España y que se expresa en idioma español”.
Y apreciada
desde dentro está claro, como señala el argentino Enrique V. Corominas,
que, no obstante la presión artificiosa de indigenistas,
panamericanistas y latinoamericanistas, hay como una fuerza emocional y
telúrica que vincula y ata a los pueblos de América en lo español y que
los convierte en comunidades de ciudadanos hispanoamericanos.
Toda la
argumentación desemboca, pues, en el lógico e indiscutible corolario de
que la única denominación ajustada y, a la vez, comprensiva de las
naciones americanas que se emanciparon de la Península, es precisamente
la de Hispanoamérica o Iberoamérica, bajo la cual se comprende a la
América española y a la portuguesa.
Ahora bien,
si lo ibérico es algo así como la infraestructura, lo espontáneo, lo
étnico y temperamental subyacente en lo español y portugués, y lo
hispánico, en cambio, es la alta estructura, la determinación cultural y
la forma histórica de lo español y de lo luso, resulta congruente que
el vocablo más preciso es Hispanoamérica.
Almeida
Garret confirma esta tesis al decir, con harta razón: “Somos hispanos e
devemos chamar hispanos a cuantos habitamos a peninsula hispánica”.
En el mismo
sentido, Ricardo Jorge dice: “Chamese Hispana a peninsula, hispano, ao
seu habitante ondequer que demore, hispanico ao que lhez diez respeito”.
Y Miguel Torga, el poeta portugués de nuestro siglo, no vacila en decir que su patria “termina en los Pirineos”.
Por su
parte, el escritor brasileño Gilberto Freire escribe que “Brasil es una
nación doblemente hispánica, la nación más hispánica del mundo por el
hecho feliz de haber tenido, a la vez, una formación española y
portuguesa”.
Y es que hay
algo entrañable que enlaza y complementa a los dos pueblos de la
Península, cantados por Camoëns en la época de su máxima extensión
territorial con los versos hermosos: “Del Tajo al Amazonas el portugués
impera, de un polo al otro el castellano voga y ambos extremos de la
terrestre esfera dependen de Sevilla y de Lisboa”.