La cosificación de la policía. Por Agustín Laje
Cierta tradición de la teoría política,
cuyos orígenes modernos se remontan a Hobbes, entiende que los hombres
formamos un Estado para delegar en él el uso de la fuerza que, de otra
manera, haría imposible nuestra sana convivencia. Con todas las reservas
que se puedan tener respecto de la filosofía hobbesiana, hoy todos
entendemos que el Estado es precisamente esa institución que, al decir
de Max Weber, monopoliza el uso de la fuerza legítima sobre un
territorio.
Los discursos político-ideológicos que
vemos circular hoy por los principales medios de comunicación y que
escuchamos salir de la boca de importantes dirigentes políticos y
sociales, construyen un Estado al cual no le asiste ninguna legitimidad
en el uso de la fuerza, lo cual es, en última instancia, una negación de
todo Estado como tal. Así pues, la preocupación ya no es que grupos
extremistas arrasen con toda una ciudad, destruyendo toda propiedad
pública y privada que encuentren a su paso; el tema de preocupación
tampoco son los damnificados ni la suerte de aquellos que reciben la
orden estatal de contener la violencia, sino la seguridad de los mismos
revoltosos que eligieron la violencia como medio de expresión política.
Hay un poder ideológico que protege a
quienes violentan la ley y niegan las instituciones republicanas a
través de las cuales los procesos democráticos tienen lugar. Ese poder
se estructura a partir de la idea de que toda violación de la ley es
legítima en la medida en que se lleve adelante en el marco de una
movilización política (encabezada por las izquierdas, claro): “no
criminalizar la protesta social” es un exitoso slogan que significa, en
la práctica, “los crímenes cometidos en protestas sociales son
legítimos”.
Así se logra invertir la ecuación, y
ahora los victimarios son las víctimas, y los villanos son aquellos que
reciben del Estado la orden de contener la violencia política. Tiene su
lógica: si la legitimidad del uso de la fuerza en una “protesta social”
no la tiene más el Estado, ¿por qué esos hombres uniformados deben
entrometerse en la “sana violencia” de los militantes políticos?
Esta
es la ideología típicamente progresista en la materia, que no sólo
desarma en la práctica al Estado frente al extremismo, sino que además
cosifica a esos hombres y mujeres que, detrás de un uniforme,
representan a las fuerzas de seguridad.
Mientras se votaba la reforma
previsional en el Congreso Nacional, en las redes sociales corrían
numerosas fotos de hombres y mujeres policías severamente heridos en las
calles de Buenos Aires. Una de aquéllas destacaba: una mujer policía
tendida en el piso, agonizando, con la cara ensangrentada.
¿Qué tiene para decirnos al respecto la
ideología dominante que estamos analizando? Pues que lo que está tendido
en el suelo no es ni una persona ni una mujer: es un policía. Y como
policía, no tiene humanidad y, por supuesto, tampoco “género”. Es un
mero artefacto represivo que “viola derechos humanos” y, como tal,
ningún derecho humano puede asistirle. Las cosas, claro, no tienen
derechos; tampoco inspiran empatía alguna.
Como cosa que es, el policía puede
entonces recibir un piedrazo contra su cabeza, un linchamiento masivo o
una bomba molotov, y absolutamente nada habrá ocurrido. En efecto, hemos
sido formateados para asumir que el policía, en tanto que cosa, no
puede sufrir el dolor; su vida es pura virtualidad y, por añadidura, es
no-vida. La muerte de la no-vida no suscita ninguna conmoción. El dolor
de lo insensible no despierta sensibilidad alguna. Solo la muerte de los
vivos compunge, y sólo el dolor de los que pueden sentir duele. ¿Y no
podríamos arriesgarnos a adivinar que ese “absolutamente nada habrá
ocurrido” podría cumplirse incluso con la eventual muerte de algún
policía?
La
ideología progresista cosifica al policía: es la cosa que representa
todo lo que debe ser arrasado y, al mismo tiempo, es el primer obstáculo
para perpetrar el arrasamiento. El policía es la cosa a través de la
cual se canalizan lo odios y frustraciones sociales. Su función ya no es
más la de repeler con la fuerza legítima la fuerza ilegítima de quienes
protestan violentando la ley: su función es la de colocarse frente a
estos últimos y absorber con sus propios cuerpos toda la violencia que
puedan absorber, sin reaccionar, a los efectos de proteger los cuerpos
de aquellos que desde la política bajan las órdenes mientras despotrican
contra “la represión policial”. Si tuviéramos que decir qué cosa es hoy
el policía bajo la ideología del progresismo, posiblemente esa cosa
tendría la forma de una bolsa de boxeo.
Como efecto de la cosificación, el policía deviene en una cosa que, además de no-ser, ha sido desactivada también en su hacer.
El policía, al final del día, es una cosa que no puede siquiera actuar
como debería: una cosa desactivada por una ideología que hizo de
aquellos que hacen de la violencia el fundamento de su praxis política,
los nuevos dueños de la Argentina.
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