viernes, 22 de junio de 2018
Carta abierta
CARTA
A UN SENADOR
Mucha gente buena ‒tal vez la mejor
que habite hoy en esta sociedad‒ inunda las redes sociales pidiéndonos que le
escribamos alguna epístola a los senadores para convencerlos de que voten en
contra del aborto. Otros más, incluso, nos encomiendan rezar por uno o varios
de esos senadores. Nos apena desde el fondo del alma esta noble y confiada
aunque recurrente confusión en la que están inmersos. La democracia no es la
solución; es el problema. La lucha no es para revertir medias sanciones o
cuatro votos robados. Es contra los demonios desatados y sueltos. La historia y
la teología nos enseñan que en esa batalla sólo son efectivas dos armas: la
Cruz y la Espada. Entonces, he aquí lo que diría nuestra carta, si creyéramos en
la conveniencia de remitirla:
Senador:
No sé si usted sabe que su autoridad es nula e ilegítima,
como lo es la de todos sus pares y superiores, encaramados donde están mediante
la tómbola nefanda de la democracia. El poder del que medra, por suculentos
beneficios que le acarree, es nulo y completamente írrito, pues se sostiene en
la mentira malévola del sufragio universal.
No sé si usted sabe que existe un Quinto Mandamiento,
inabolible y perenne como los restantes, cuyo enunciado dice así: “No matarás al inocente” (Éxodo, 23, 7).
Violarlo a sabiendas y sin experimentar culpa o arrepentimiento alguno, lo
convierte en un pecador contumaz, cuyo destino último es el infierno. ¿Se ríe, senador?
¿Qué infantilismo el mío, verdad? Me tiene sin cuidado la orgía de su boca.
Carcajadas como las suyas pueblan de gritos horrísonos los círculos del averno.
No sé si usted sabe que hay una clase de pecados que no se
perdonan. Son aquellos que hacen injuria al Espíritu Santo, cerrando la mente y
el corazón a su influjo (San Lucas, 12, 10). Los aborteros de toda laya
–promotores, ejecutores, promulgadores‒ pueden ser tales precisamente porque
ultrajan al Paráclito. ¿Le hace gracia, verdad, senador? “¡Estos anacrónicos
medievalistas!”. Cante nomás victoria. “De
Dios nadie se burla” (Gálatas, 6, 7). Ya no el abismo en el que no cree
sino esta tierra que pisa, está repleta de infelices de su laya. Ya no los
aquerónticos espacios ante los cuales se encoge de hombros con cinismo, le
aguardan tras su muerte; sino esta misma atmósfera de filicidio horrendo en la
que tendrá que respirar cada día, hasta que el hoyo se lo trague.
No sé si usted sabe que vote lo que votare, la ley positiva
injusta clama al cielo, y se hace añicos frente al poder irrefragable de la Ley
Divina. ¡Sí, parásito enlodado del régimen, boñiga democrática, deyección de la
mitad más uno! ¡Sí, macrista, peronista, radical o cómo se llame su tribu de
hampones! La Revolución no prevalecerá sobre la Revelación, y el plebiscito de
los mártires no se registra en el tablero trucado del Congreso sino en los
campos victoriosos de la Vida Eterna. En esos campos no llegan las intrigas rentadas,
ni los zorongos verdes, ni las maquinaciones torvas a cambio de una treintena
de monedas.
No sé si usted sabe que a pesar del nefastísimo Bergoglio y
del haz de capados que aquí le sirven de Conferencia Episcopal, todavía
quedamos católicos que sabemos y constatamos sobradamente cómo la Masonería y
el Judaísmo están de modo activo detrás del crimen del aborto. No, senador;
esta vez no podrán usar el sofisma de la reductio
ad Hitlerum, ni llamarnos conspirativistas. A la vista están los muchos
Daniel Lipovetsky o Carlos Roma, para probar hasta la náusea lo que se mueren
de miedo de decir Francisco y sus obispos: masones y judíos, por odio a Cristo,
están detrás y por delante de esta campaña genocida. Conspiran, complotan, traman
secretas conjuras que al final salen patéticamente a la luz. Fechoría tan
turbia, eso sí, no sería posible sin la anuencia de los supuestos miembros de
la Iglesia, políticamente correctísimos, que pueblan el parlamento y conviven
en manso maridaje con los Herodes, Caifás y Pilatos. Para ellos nuestro repudio
es aún mayor. Mayor será asimismo para ellos la postrimera arcada divina que el
Señor tiene reservada a los tibios (Apocalipsis, 3, 16).
Vote lo que se le antoje, criminal de paz. Aunque “todos sí (al homicidio de niños por nacer) yo y los míos no” (I Macabeos, 2, 19-22). Yo y los míos no le concedemos
licitud alguna a la democracia, no la refrendamos ni convalidamos ni avalamos.
La señalamos con el dedo acusador con que se señala a los degenerados para
alertar a los honestos. Nos importa tres belines su perorata en los escaños
legislativos. No nos representa ni nos interpreta ni nos expresa.
No sé si usted sabe, senador, que existió un guerrero
indoblegable en la romanitas clásica,
llamado Coriolano. Beethoven le dedicó una Obertura (Op. 62), y Shakespeare, en
su obra homónima, recogió sus filosas y veraces palabras que hago propias, pues
iban dirigidas, precisamente, hacia los corruptos miembros del Senado de su
época: “¡Oh Dios! Vosotros, insensatos e
imprudentes senadores, habéis concedido vuestros votos a la Hidra, el pueblo,
el monstruo de mil cabezas; sin ser vosotros más que el cuerno y el ruido del
monstruo […]. En cuanto a la
muchedumbre veleidosa y hedionda, yo no adulo […]. A mí dadme la guerra; es mejor que esta paz, que es una verdadera
apoplejía, una letargia; insípida, sorda, soñolienta, insensible; engendradora
de hijos bastardos”. De modo que no le escribo para suplicarle que cambie
su voto, o que lo mezcle en la quiniela electoral modificándole alguna jota. Le
escribo para advertirle que está en guerra con el Orden Sobrenatural; y que esa
batalla ya tiene un Vencedor. El mismo que ustedes han desterrado de la
política y de sus miserables vidas.
Por último, no sé si usted sabe, senador, que a los
católicos se nos enseña que la oración debe ser segura, recta, ordenada, devota
y humilde. Porque según predica San Juan Damasceno, la plegaria es “la petición a Dios de las cosas que nos
convienen y son decorosas” (Expositio
fidei, 68). He aquí entonces que elevo en la ocasión este rezo, que
contiene el Salterio: “¿De veras, jueces, administráis justicia, juzgáis
según derecho a los hombres? ¡No! Conscientemente cometéis injusticias, abrís
camino a la violencia en el país. Los criminales […], los
embaucadores […] están envenenados
con veneno de víbora, sordos como el áspid que se tapa el oído para no oír la
voz de los encantadores, del mago experto en el encanto. Oh Dios, rompe los dientes
de su boca, a estos leones, rómpeles las muelas; que se disuelvan como agua
derramada, que se sequen como hierba que se pisa; pasen como la babosa que se
deshace en baba, como el abortado que nunca vio la luz. Antes que vuestras
ollas sientan la llama de la zarza, sea verde o quemada, las barra el huracán.
El justo se alegrará […]. La gente
dirá: «Sí, hay premio para el justo. Sí, hay un Dios que hace justicia en la
tierra»” (Salmo 58, 2-12).
Si nada de esto sabía, Senador, ahora ya lo
sabe. Vivan ustedes en Cartago, en Moloch y en Sodoma. Nosotros nacimos y
queremos vivir y morir en La Argentina.
No lo saludo atentamente, ni espero que se
encuentre usted bien al recibir la presente.
Ciudad de la Santísima Trinidad, junio 21,
2018.
Antonio Caponnetto