Macri, como Sampaoli. Por Vicente Massot
La crisis que sobrelleva el país es de
final incierto. No en razón de que, a esta altura, nadie se anima a
sostener que la apreciación del tipo de cambio —53 % desde finales de
diciembre a la fecha— tocará a su fin como consecuencia de los cambios
obrados en el gabinete nacional y en el Banco Central. La devaluación
del peso es sólo uno de los aspectos salientes —quizá el de mayor
calado— de este terremoto en el cual nos ha metido, en buena medida, la
incompetencia del gobierno. Lo incierto de la situación que atravesamos
tiene su base en la desconfianza que suscita la administración macrista
en los mercados, los empresarios y la gente del común. La crisis es de
credibilidad. Y sería injusto, y erróneo al propio tiempo, suponer que
con cargar sobre las espaldas de Federico Sturzenegger, Francisco
Cabrera y Juan José Aranguren la responsabilidad de las malandanzas, las
cosas volverán a su quicio y comenzará un relanzamiento de Cambiemos de
cara a los comicios del año próximo.
Las decisiones que acaba de tomar
el presidente de la Nación no hacen más que trasparentar sus
limitaciones y poner al descubierto que no tiene un diagnóstico de la
situación en la que se halla metido. Decide prescindir de tres
funcionarios —desgastados, es verdad— sin darse cuenta de que la erosión
que ha producido la crisis presente en el desempeño de
los ministros y secretarios de Estado no se circunscribe a unos pocos sino a la totalidad del elenco gobernante, incluido —claro está— el propio Macri. Aquí no trastabilló, en medio de un panorama despejado y con un horizonte diáfano a la vista, una determinada persona a la que debió pedírsele la renuncia por razones de fuerza mayor. Se trata de un tembladeral que requiere tratamiento de shock.
los ministros y secretarios de Estado no se circunscribe a unos pocos sino a la totalidad del elenco gobernante, incluido —claro está— el propio Macri. Aquí no trastabilló, en medio de un panorama despejado y con un horizonte diáfano a la vista, una determinada persona a la que debió pedírsele la renuncia por razones de fuerza mayor. Se trata de un tembladeral que requiere tratamiento de shock.
Supongamos que fuese pertinente oxigenar
el gabinete, cosa que siempre es necesario en un momento como éste. En
tal caso, antes que los que se fueron en los últimos días deberían haber
dado un paso al costado los responsables principales de cuanto fracasó
de manera rotunda: el gradualismo. Sin embargo, en ningún momento se le
cruzó por la cabeza al presidente desprenderse de Marcos Peña, Mario
Quintana y José Lopetegui. Las dudas que levanta entre los expertos
económicos y en el popolo grosso, por igual, la forma de decidir las
políticas públicas que tiene el macrismo nacen, mucho más, de la
inutilidad del jefe de ministros y de sus dos comisarios políticos, que
de cualquier otra cosa.
Pero
Macri va a morir preso de sus caprichos respecto de cómo manejar el
Estado. Temeroso de quedar en las manos de un todopoderoso ministro de
Economía, insiste en apelar a un remedio peor que la enfermedad: poner
en cabeza de ocho funcionarios lo que el más elemental sentido común
indica que debe ser potestad de uno solo. Se le acababa de presentar una
oportunidad para dotar de racionalidad al ajuste que irremediablemente
debe producir y de ofrecer una señal de austeridad ante la opinión
pública. Cortar por lo sano y pasar de los veinte ministerios a menos de
la mitad no hubiera tenido costos mayores en medio de la corrida
cambiaria. No obstante, el presidente no se dio por enterado y sólo
planea meter mano en cuatro o cinco reparticiones intrascendentes:
Turismo, Medioambiente, Cultura, etc.
Macri no es un experto en términos
macroeconómicos, de historia sabe poco y sus lecturas no pasan de lo
intrascendente. Lo expresado no tendría nada de malo si acreditase una
confianza ciega en sí mismo, fuese intuitivo por naturaleza y acertase
en la decisión, sin depender de las encuestas hasta para respirar.
Desgraciadamente, adolece de esas tres virtudes y, por lo tanto,
desconfiado y amigo de no delegar, sólo acepta opinión de aquellos a los
cuales por distintas razones les reconoce musculatura intelectual:
Jaime Durán Barba y Marcos Peña.
Luis Caputo y Nicolás Dujovne han pasado
a ser las dos nuevas estrellas en su firmamento. Como lo fueron, a su
manera, Federico Sturzenegger y Juan José Aranguren, cuyo compromiso
resultó —tanto en el Central como en el tema tarifario— vertebrar
políticas en consonancia con las preferencias presidenciales. El primer
mandatario ha optado por reemplazarlos echando mano a caras conocidas
antes que abrirle el camino a una figura de primer nivel venida de
afuera. Entre otros motivos, porque sabe que nadie medianamente serio
aceptaría formar parte de un gobierno sujeto a los dictados y pareceres
del trío atrincherado en la Jefatura de Gabinete.
Claramente, Mauricio Macri no es
Fernando De la Rúa; aunque, por momentos, se le parece. No hace nada si
no es con base en lo políticamente correcto y después de leer cuanto
indican los relevamientos que le acercan sus colaboradores más cercanos.
Por eso ha transformado la fórmula de prueba y error en una suerte de
instrumento central de su administración. Convicciones tiene pocas y se
podría decir que entran en la categoría que el sociólogo polaco Zygmunt
Bauman calificó de líquidas. En eso se parecen, como dos gotas de agua,
el director técnico de la selección argentina de fútbol, Jorge Sampaoli,
y el presidente de la Nación. Repiten recetas fallidas y, en lugar de
modificarlas de cuajo, optan por los paños tibios y el maquillaje.
¿Cómo
sigue la película? En términos económicos, la movida inicial del nuevo
titular del Banco Central en punto a las Lebacs, parece acertada. Si a
ello se le agrega que Luis Caputo tendrá pronto a su disposición U$
15000 MM y que su designación ha sido recibida con beneplácito por los
mercados, el margen de maniobra del que adolecía la semana pasada su
sucesor, a él se le ha abierto de manera considerable. Entendámonos: el
gobierno ha recuperado espacio para moverse y detenido la hemorragia,
aunque no se sabe por cuánto tiempo. Dependerá de la decisión del
presidente de dejar atrás sus devaneos gradualistas. Porque lo que tiene
por delante es un ajuste mayor, el cual —guste o disguste— traerá
aparejadas, como consecuencia inevitable, inflación, caída de la
actividad económica, del salario real y del empleo. Si esto pareciera
desmedido, habrá que agregarle las alzas en las tarifas de los servicios
públicos que han quedado retrasados luego de la devaluación.
En resumidas cuentas, desde ahora y
hasta fin de año —en el caso de pecar de optimistas— la administración
de Cambiemos sumará, a las demás asignaturas pendientes, la obligación
de darle a la sociedad malas noticias. No hay intervención quirúrgica
delicada que pueda evitar la sangre y el dolor postoperatorio, así como
es imposible ajustar sin algún costo social. Macri parece no haberlo
entendido o bien sigue escuchando cantos de sirena insensatos, que ya le
han costado muy caro.
En resumidas cuentas, desde ahora y
hasta fin de año —en el caso de pecar de optimistas— la administración
de Cambiemos sumará, a las demás asignaturas pendientes, la obligación
de darle a la sociedad malas noticias. No hay intervención quirúrgica
delicada que pueda evitar la sangre y el dolor postoperatorio, así como
es imposible ajustar sin algún costo social. Macri parece no haberlo
entendido o bien sigue escuchando cantos de sirena insensatos, que ya le
han costado muy caro.
Roguemos que Sampaoli acierte con los
cambios y el equipo argentino responda. No resultará fácil pero, por
supuesto, no es imposible. Cuando menos, el humor social —si la
Argentina ganase— mejoraría. Perder y volver sin nada en la fase inicial
del campeonato representaría un balde de agua fría para un pueblo
futbolero.