Che Guevara: de homicida internacional a fetiche municipal. Por Nicolás Márquez
Sin
que al parecer hubiera mayores prioridades en qué invertir fondos
públicos, la intendente socialista de Rosario, Mónica Fein, anunció que
desde el lunes 11 de junio comenzarán a circular por dicha ciudad
trolebuses con la cara de Ernesto Guevara de la Serna: el Che. La
iniciativa se fundamenta en que se cumplen 90 años del nacimiento del
homenajeado guerrillero, quien según su biografía oficial nació
precisamente en Rosario un 14 de mayo de 1928 (fecha no solo
cuestionada por numerosos biógrafos sino desmentida oportunamente por la
propia madre del Che, Celia de la Serna).
Y como si la reverencia estatal
anunciada fuera insuficiente, se confirmó además que la Secretaría de
Turismo Municipal, el Ente Turístico Rosario (Etur) y el Centro de
Estudios Latinoamericanos Ernesto Che Guevara (CELChe) realizarán
sucesivos recorridos guiados y gratuitos en buses por distintos puntos
de la ciudad natal del personaje en cuestión, para disfrute o regocijo
de turistas, curiosos y progresistas de manual.
¿Pero qué hizo en vida el
galardonado Guevara como para seguir mereciendo lisonjas y honores
oficiales en una ciudad a la que nunca nada lo vinculó excepto allí
haber nacido pero jamás vivido?
Su intrascendente infancia
pueblerina transitó en Alta Gracia (Córdoba) y fue allí donde el
interesado creció atormentado por una agobiante asma. Pero al llegar a
la pos adolescencia y empezar su vida universitaria (para tal fin se
mudó a Buenos Aires), Ernesto Guevara no era mucho más que un aficionado
esporádico del turismo aventura y un alumno del montón, hasta luego por
fin recibirse a los tumbos de médico en la Universidad Nacional de
Buenos Aires. Allí terminó tajantemente todo el vínculo de Guevara con
la Argentina, pues, tras obtener el título universitario a la edad de 25
años, el errante viajero se fue de su país a deambular otra vez por
América Latina en 1953, y fue en ese azaroso peregrinar cuando se puso
de novio con una peruana comunista llamada Hilda Gadea (por cuyos rasgos
aborígenes el propio Che la discriminaba y destrataba públicamente),
quien a su vez le hizo conocer a su prometido a los jóvenes guerrilleros
cubanos Raúl y Fidel Castro en México, con quienes simpatizó y se
embarcó en la expedición que los iconográficos hermanos (a la sazón
exiliados en el país azteca) venían preparando con el fin de volver a
Cuba y darle un golpe de Estado al gobierno de Fulgencio Batista.
En 1956, Fidel, Raúl, el
Che y unos ochenta hombres más llegaron a Cuba en el famoso yate Granma y
comenzaron allí la conocida guerrilla rural desde Sierra Maestra.
Si bien el presidente cubano Fulgencio Batista terminaba su mandato en
febrero de 1959 y ya se habían sustanciado elecciones en noviembre de
1958 para elegir sucesor (el doctor Andrés Rivero Agüero era el
presidente electo), Estados Unidos tomó la torpe decisión de que Batista
renuncie anticipadamente, dejando el terreno libre para que los
hermanos Castro y sus adláteres tomaran el poder del Estado: desde
entonces dicha dinastía familiar viene ejerciendo un poder a brazo no
solo impidiendo el ejercicio de las más elementales libertades en Cuba,
sino que en la isla no se sustancia ninguna elección presidencial desde
hace 60 años exactos.
Tras su cruel paso capitaneando los
citados campos de concentración, el Che ocupó dos cargos burocráticos
con una notable ineptitud personal. Primero fue presidente del Banco
Nacional de Cuba (a la sazón no sabía ni lo que era un cheque) y luego
fue ministro de Industrias; dejó a Cuba desabastecida de azúcar, que era
justamente su principal explotación industrial. Fidel Castro acabó
apartando de dichas responsabilidades al improvisado aventurero
argentino.
Tras este fracaso administrativo, Guevara retomó sus andanzas guerrilleras trasnacionales (donde se sentía más a gusto) y
estas pretendieron llevar adelante varios golpes de Estado contra
determinados gobiernos democráticos. El primero de ellos tuvo como
blanco al presidente argentino Arturo Illia, manejando el Che desde La
Habana a un contingente golpista que se instaló en los montes salteños
(entre 1963 y 1964) y que tenía como jefe local al agente castrista
Jorge Masetti. El experimento fue un fiasco y, tres años después, el
propio Guevara, tras malograr militarmente en el Congo (en donde ni
siquiera combatió y pasó su tiempo jugando al ajedrez en los campamentos
de retaguardia), intentó llevar adelante otro golpe de Estado contra
otro presidente latinoamericano.
En este caso, contra René
Barrientos en Bolivia, quien acababa de ser consagrado en las elecciones
de su país con el 65% de los votos en 1966. Fue en la altiplánica
nación donde Guevara y los cubanos que lo acompañaban asesinaron a 49
aborígenes (entre militares y campesinos) y, como es de público
conocimiento, el infatigable invasor trasnacional resultó detenido y
posteriormente ejecutado por orden de las autoridades del país, agredido
en octubre de 1967, teniendo el Che apenas 39 años de edad.
En suma, el único
emprendimiento relativamente exitoso que puede adjudicársele al
idolatrado fetiche izquierdista que ahora decora y estampa los buses
rosarinos fue haber apoyado a Fidel Castro en su proyecto totalitario en
Cuba. Pero, en rigor, Guevara no fue más que un intrascendente
acompañador del hábil comandante Castro, ya que casi no hay dato que
nos dé cuenta de que el Che con su columna de combatientes haya ganado
un solo tiroteo de relevancia (basta con leer los cuadernillos
autorreferenciales que el propio Guevara escribió en Sierra Maestra para
advertir su modesto y desteñido papel en combate). Pero eso sí, según
confiesa el Che en el citado diario de notas, él mismo fusiló materialmente a 14 cubanos maniatados
por indisciplina o desconfianza. Luego, también fue conocida su
participación en el poblado de Santa Clara a fin de diciembre de 1958
(la Revolución cubana ya estaba virtualmente consumada), cuando Guevara
traiciona a un contingente que viajaba en un tren blindado y este ordenó fusilar a 300 soldados que ya se habían rendido (de los cuales el propio Che ejecutó personalmente a 23).
Y como jefe del campo de concentración de La Cabaña, cargo que ejerció
en La Habana durante todo 1959, el propio Guevara le confesó al agente
Félix Rodríguez en Bolivia haber ordenado 1500 fusilamientos, de los cuales él participó gatillando con su propio puño en 175 ocasiones.
Estos y otros tenebrosos
episodios que Guevara admitió en sus diarios fueron luego justificados
públicamente por él mismo pero de manera mundial: el 11 de diciembre de 1964 ante la Asamblea de la ONU espetó sin ambages: “Fusilamientos, sí, hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando“.
Pero hay más datos que el municipio
socialista de Rosario pareciera ignorar u omitir a la hora de tomar la
decisión de glorificar a su impresentable santo laico. Su nunca
disimulado racismo lo llevó al Che a disparar conceptos como los
siguientes: “Los negros, los mismos magníficos ejemplares de la raza
africana que han mantenido su pureza racial gracias al poco apego que le
tienen al baño” (Venezuela, 1952). Sobre los indígenas argentinos su desprecio no será menor y anotará: “En
este tipo de trenes hay una tercera clase destinada a los indios de la
región… es mucho más agradable el olor a excremento de vaca que el de su
similar humano… la grey hedionda y piojosa nos lanzaba un tufo potente
pero calentito” (Estación de Retiro, Buenos Aires, 1952). Sobre el
campesinado boliviano subrayó: “Son como animalitos” (Bolivia, junio de 1967).
Por su condición de asesino serial se autodefinió como “una máquina de matar” (16 de abril de 1967). Por su fanatismo enfermizo le sostuvo en carta a su madre que la moderación es una de “las cualidades más execrables que puede tener un individuo”, histórica epístola en la que además se consideró a sí mismo como “todo lo contrario a un Cristo” (15 de julio de 1955) y, tras confesar sentir un profuso “odio a la civilización”, les enseñó a los jóvenes cubanos que “la más fuerte y positiva de las manifestaciones pacíficas es un tiro bien dado a quien se le debe dar” (28 de julio, 1960).
Sus apologistas sin embargo lo veneran alegando que su reverenciado peregrino “murió por un ideal”, cuando lo trascendente en Guevara no es cómo murió él sino cuánta gente murió por culpa y decisión de él.
Los guevaristas tienen un problema:
no saben quién fue Guevara. Error grave pero disculpable en un
adolescente que, preso de la moda y la frivolidad, lleva su rostro
dibujado en la remerita a modo de manifestación de rebeldía contra la
nada misma.
Sin embargo, quienes detentan una
función estatal y pretenden disponer de fondos ajenos para agasajar a
tan sórdido actor sí deberían haberse tomado el trabajo de averiguar el
derrotero del homicida al que una vez más le rinden tributo. En efecto,
no haberse tomado ese mínimo trabajo constituye una indisculpable
desatención en cuanto a los deberes propios del funcionario público.
Pero mucho más grave sería el asunto si los detentadores del poder
municipal rosarino sí se tomaron el trabajo de saber quién fue Guevara
y, a pesar de advertir su tenebroso prontuario, tomaron igualmente la
decisión consciente de materializar y financiar el homenaje a tan
innoble referente.
Nota publicada originalmente en infobae.com
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