Al garete. Por Vicente Massot
No deja de resultar curioso lo que viene
de ocurrir entre Mauricio Macri y Horacio Rodríguez Larreta. Muchos
suponen que han acreditado, en más de diez años al frente de la
administración pública de la ciudad de Buenos Aires y luego de la Nación
Argentina, una competencia innegable. Otros, en cambio, insisten en que
son unos incapaces. Pero más allá de las simpatías y antipatías que
susciten en nuestra sociedad, nadie que no fuese un intolerante o un
necio podría negarles rodaje futbolero. El actual presidente de la
Nación fue el más exitoso dirigente del club Boca Juniors de la
historia. El lord mayor de la ciudad capital de la república, por su
parte, si bien nunca formó parte de las sucesivas comisiones directiva
de Racing Club, es un seguidor desde chico del equipo de Avellaneda, que
alguna vez —con suerte esquiva— presidió su padre. A ninguno de los
dos, pues, podía pasarledesapercibido lo que significaba la final de la
copa que debía disputarse en el estadio de River el sábado pasado.
Por si faltasen episodios capaces de
trasparentar la índole salvaje de las barras bravas, hace menos de un
mes el clásico rosarino debió jugarse fuera de la principal ciudad de
Santa Fe, sin público. Cualquier persona sabía lo que podía esperarse de
las hinchadas de Rosario Central y de Newell’s. Siete días atrás —poco
más o menos— la policía metropolitana había demostrado un grado de
incompetencia alarmante frente a las hordas de All Boys. Unos cuantos
inadaptados lograron hacer que retrocediesen casi en desbandada los
efectivos enviados para ponerle coto a la violencia que se había
desatado —no sin que, a la par, chocasen entre sí algunos de los
patrulleros desplegados en la zona. Un verdadero bochorno al que nadie
en el Ministerio de Seguridad de la ciudad de Buenos Aires le prestó la
atención debida.
Es posible que tanto Macri como
Rodríguez Larreta se hayan despreocupado del asunto comprometidos —como
seguramente estaban— en ultimar los preparativos de la reunión del Grupo
de los 20. Para eso —se supone— habían sido nombrados Patricia Bullrich
y Martin Ocampo, encargados ambos de los temas concernientes a la
seguridad pública, a nivel federal en el caso de la primera, y en el
ámbito metropolitano, el segundo. El hecho de que resultaran dos
improvisados en la materia, a sus jefes nunca pareció importarles
demasiado. La ministro, es cierto, tiene más temple que su ex–par de la
ciudad. Es una mujer enérgica, de armas llevar, lo cual no quita que al
momento de asumir una responsabilidad de tamaña trascendencia, de la
cuestión supiese tan sólo lo elemental. Hay áreas gubernamentales que,
en general, a la gente del Pro les molestan. Por eso Gustavo Arribas se
halla al frente de la Secretaria de Inteligencia y Oscar Aguad es el
titular de la cartera de Defensa. En una palabra, cualquier amigo puede
ocupar, en cualquier momento, cualquier cargo. Bullrich está donde está
en razón de que Emilio Monzó, conociendo su temperamento, le pidió a
Macri en diciembre del 2015 que la sacara del bloque de diputados. En
cuanto a Ocampo recaló en el ministerio de la mano de Angelici.
Macri,
aun con sus conocimientos del tablón, había incurrido en la ingenuidad o
tontería —como se prefiera definírselo— de decir que deseaba que en los
dos partidos —el de ida y el de vuelta, que definirían la Copa
Conmebol— se permitiese el ingreso a los estadio de Boca y de River de
las hinchadas visitantes. ¿Alguien podría imaginar qué hubiera pasado el
día sábado si los simpatizantes xeneizes hubieran poblado la tribuna
alta que da sobre la Avenida Figueroa Alcorta? Por suerte, nadie le
llevó el apunte. Ni siquiera su amigo multifuncional Daniel Angelici,
que se permitió, conjuntamente con su igual de River Plate, Rodolfo
D’Onofrio, desautorizarlo sin pedirle permiso.
Si Martin Ocampo, responsable en mucho mayor medida que Patricia
Bullrich de lo acontecido en Núñez, hubiera tenido un mínimo de
competencia habría puesto en práctica algo que entre nosotros expusiera
uno de los tres más agudos filósofos de las calles porteñas —junto al
Bambino Veira y Luis Barrionuevo—, Carlos Salvador Bilardo, hace más de
dos décadas: “Hay que mandar un micro falso primero de carnada y después
uno sin plotear con los jugadores”. Las mañas del ex–jugador de
Estudiantes y ex–director técnico de la selección campeona en México, en
l986, enseñan más que los libros de texto en estos avatares. Claro que
sólo Dios sabe si Ocampo siquiera tenía una idea remota de quien estamos
hablando.
El papelón —como era de esperar—
recorrió en segundos el mundo, justo cuando el país se apresta a recibir
a los principales jefes de estado del planeta. No es necesario tener
demasiadas luces para darse cuenta de que las fuerzas, mal adiestradas y
peor dirigidas, que habían demostrado su impotencia frente a los All Boys difícilmente
podrían tener éxito frente a los de River. Y si seguimos el razonamiento
hasta las últimas consecuencias —que es la obligación de todo analista—
llegaremos a la conclusión de que los globalifóbicos, si escalasen la
violencia a semejanza de lo que hicieron años atrás en Génova y
Hamburgo, estarán en condiciones de crear un caos mayúsculo en Buenos
Aires dentro de las próximas 72 horas. De ellos depende.
Se
dirá que la cantidad de efectivos desplegados son seis veces mayores a
los que estaban en las inmediaciones del Monumental de Núñez el sábado, y
es verdad. Se podrá aducir que el renunciado Martín Ocampo no tendrá
arte ni parte en el operativo, lo cual es cierto también. Pero Patricia
Bullrich —con una ligereza similar a la del presidente— declaró muy
suelta de cuerpo cuando se le preguntó antes del nonato partido, acerca
del tema: “Si somos capaces de darle seguridad al G–20, ¿no vamos a
poder con un River–Boca?”. Pues no pudieron.
Salvo para quienes piensan que estos
eventos de carácter internacional en donde se dan cita distintos
mandatarios y un sinfín de delegaciones sirven para algo, el gran
desafío que tiene por delante el gobierno de Cambiemos no está
relacionado con la agenda vagarosa del G–20 sino con lo que pase en las
calles de Buenos Aires. No quiere decir lo escrito más arriba que el
mundo no tenga problemas y que no existan cuestiones estratégicas. de
índole económica, geopolítica y ambiental que resultan acuciantes. Pero
de ahí a suponer que, en dulcemontón, van a resolver algo en concreto
Estados Unidos e Indonesia, China y la Argentina, Alemania y Sudáfrica,
media un abismo. El Grupo de los 5 sí resulta cosa seria. El G–20 es —en
comparación— apenas un pasatiempo.